Experimento (39 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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El hombre le indicó cómo llegar. Jude le dio las gracias y volvió a su coche. En el siguiente cruce, giró a la derecha por la 260, una angosta y sinuosa carretera que discurría entre promontorios cubiertos de hierba, arbustos y grandes rocas alisadas por la erosión. Llegó a Dead Horse Park, y a partir de allí la carretera no dejó de ascender en dirección a la Mesa. El fuerte viento impulsaba las plantas rodadoras contra las barreras de protección de la carretera.

Durante un tramo, la carretera discurrió paralela al seco cauce de un arroyo, pasando de orilla a orilla a través de angostos puentes. Cuando Jude miró hacia abajo, vio que el fondo estaba cubierto de rocas redondeadas que brillaban al sol. Llegó hasta un inmenso promontorio rocoso que tenía una extraña forma, parecida al puño de un gigante. Al acercarse, experimentó una extraña sensación de familiaridad. Y cuando rebasó el promontorio y siguió ascendiendo por la cuesta, la sensación persistió.

Todo en el paisaje —el calor, el sol reflejándose en los fragmentos de mica, los arbustos, la hierba y la tierra rojiza— se combinaba para retrotraerlo a su infancia. Sabía que había estado en aquellos lugares anteriormente. El recuerdo se fue formando poco a poco, como la foto de una Polaroid. Él iba en la parte posterior de un coche, un descapotable, el viento le revolvía el cabello y el ardiente sol caía implacable sobre él. Alguien conducía. Su padre. Al enfocar el objetivo del recuerdo, pudo ver su nuca, los cabellos que se agitaban al viento, los hombros caídos. Se sentía seguro, protegido y entusiasmado, todo al mismo tiempo. ¿Adonde se dirigían? No tenía ni idea pero tampoco le importaba, porque había depositado toda su confianza infantil en un adulto. Aquélla era una sensación que no volvió a experimentar.

Dobló un recodo del camino y la visión se esfumó, pero lo dejó confuso. Apretó el acelerador y le gustó sentir la potencia del coche al tomar las curvas, siempre cuesta arriba. Al fin llegó a una pequeña meseta y allí, a la derecha, donde el funcionario del Registro Civil le había dicho que lo encontraría, había un camino de tierra que descendía por un cañón. Un polvoriento letrero indicaba que por allí se iba a la reserva india de Camp Verde.

Se metió por el camino, que discurría por el fondo del cañón durante casi un kilómetro. A ambos lados se alzaban enormes promontorios rocosos entre los que sólo existía la separación suficiente para que el camino los atravesara. Luego los promontorios quedaron atrás y Jude vio ante sí una polvorienta llanura y un grupo de edificios de madera.

El coche se detuvo entre una nube de polvo frente al edificio principal. Atado a una pequeña cerca de estacas había un burro con una manta de colores sobre el lomo. El animal volvió la cabeza para mirar a Jude cuando se apeó del coche. El calor era asfixiante y Jude notó quebrarse la hierba bajo sus pies como si estuviera petrificada.

Oyó el zumbido de las moscas que volaban en torno al burro y que éste trataba de espantar con movimientos de cola. Frente al coche, sobre la cerca de madera, Jude vio un lagarto de más de un palmo de longitud sentado a la sombra. Rodeó la cerca sin que el lagarto le quitara ni por un momento la vista de encima.

Traspuso el umbral de la puerta del edificio, en cuyo interior encontró a dos mujeres y un viejo, los tres de raza india. Sólo el viejo lo saludó, con una leve inclinación de cabeza. Jude le explicó lo que buscaba y, sin decir palabra, el hombre lo condujo a una habitación del fondo, tres de cuyas paredes estaban llenas de viejos ficheros. Después lo dejó solo. En el cuarto había una única ventana cuyos gruesos cristales resultaban casi opacos a causa del polvo. Las tablas del suelo crujían al pisarlas. Hacía un calor achicharrante y en su camisa no tardaron en formarse grandes manchas de sudor bajo las axilas.

Localizó el archivador que buscaba y lo abrió. Estaba lleno de viejas fichas de cartulina. En todas aparecían nombres y fechas y, en algunas, la huella dactilar de un niño. La mayor parte de los nombres eran navajos. Siguió hojeando las fichas y no tardó en encontrar una con su nombre. Estaba escrita a mano, con recargada caligrafía. Fecha de nacimiento: 20 noviembre 1968. Lugar de nacimiento: Jerome, Arizona. Peso: 3,172 kilos. El nombre del médico que atendió el parto era ilegible. De pronto, se detuvo sorprendido. El nombre que aparecía en la ficha era Judah. Resultaba extraño. ¿Por qué había creído durante todos aquellos años que era Judas? ¿Quién se lo había dicho? ¿Su padre? Allí estaba el nombre de su padre: Harold. El de su madre parecía haber sido borrado. Resultaba extraño.

Cerró el cajón del archivador, abrió otro y comenzó a examinar su contenido. Tampoco ahora tardó en dar con lo que buscaba: el nombre de Joseph Peter Reilly. Reilly había nacido cinco meses después que él. Jude ya suponía que la ficha estaría allí, pero pese a todo seguía resultando sorprendente verla ante sí, escrita con la misma florida caligrafía, y darse cuenta de que tanto él como el juez habían pasado la primera infancia en aquellas montañas. Sin embargo, eso no explicaba el sobresalto que se llevó Reilly al verlo. Después de tantísimos años, era muy poco probable que el juez lo hubiera reconocido. De algún modo, Reilly sabía quién era Jude, y que ambos habían pasado la infancia en la misma secta del desierto.

Al fin, con un nudo en la garganta, buscó la tercera partida de nacimiento, la que deseaba no encontrar. Pero, naturalmente, también estaba allí. Jude permaneció largo rato con la mirada en la ficha.

Pasó más de una hora examinando los archivos, buscando más fichas escritas con la misma letra; pero eran simplemente demasiadas y resultaba imposible examinarlas todas. El calor era sofocante y el descubrimiento que acababa de hacer lo hacía sentirse deprimido, así que al cabo de un rato cerró el sexto cajón y, dejando una docena larga sin abrir, salió del cuarto de archivos. El viejo le dirigió una inclinación de despedida. Jude abrió la puerta y salió a la calle. Sobre la cerca seguía el mismo lagarto de aspecto inescrutable, casi malévolo.

Subió al coche e inició el regreso a Camp Verde.

Para cuando Jude regresó, Skyler estaba más animado y tenía mejor aspecto. Permanecía sentado en la cama viendo reposiciones de viejas telecomedias. Tizzie paseaba de arriba abajo y no dejaba de quejarse de que se estaba volviendo loca de aburrimiento. Así que decidieron irse a pasar la noche en Phoenix para «tomarse un descanso», como dijo ella.

Mientras iban por la Ruta 17 en dirección sur, en paralelo al barranco de Agua Fría y perdiendo altitud a tal rapidez que notaban el efecto de la presión en los oídos, Tizzie y Jude tuvieron una discusión. Empezó en el estacionamiento del Best Western, cuando Tizzie se ofreció a llevarlos en su coche.

—¿Tu coche? —preguntó Jude—. ¿De qué coche hablas?

—Del que alquilé. No creerías que iba a pasarme todo el día cruzada de brazos.

—¿Y cómo pagaste?

—Con tarjeta de crédito.

—Pueden localizarnos por ella —le dijo furioso—. ¿Por qué crees que he tenido tan buen cuidado de pagar en todas partes con dinero en efectivo?

—No creo que localizarnos sea tan fácil —respondió ella—. Y, aunque lo sea, para cuando lo hagan, nosotros ya no estaremos aquí.

—Cometiste una estupidez. En Nueva York me estaban vigilando, y a Skyler y a mí deben de andar buscándonos por todas partes. Y tú, con tu imprudencia, probablemente les has indicado por dónde deben iniciar la búsqueda. Si van detrás de mí, también van detrás de ti, recuérdalo —le espetó mientras ella le escuchaba en silencio—. Ayer mismo te preocupaba que los ordenanzas nos siguieran. ¿Ya lo has olvidado?

—No.

Pasaron una rampa de frenado para camiones, un desvío que iba a parar a una larga cuesta arriba que parecía una pista para saltos de esquí. Luego llegaron al letrero que marcaba la desviación a la Ruta 260 que Jude había tomado anteriormente.

—De todas maneras, ¿dónde demonios estuviste? —preguntó Tizzie—. Nos dejaste solos durante un montón de horas.

Jude no prestó atención a la pregunta. Tenía que conseguir que a Tizzie se le metiera en la cabeza lo grave que era la situación. Le habló del e-mail de Hartman.

—¿El FBI? —preguntó ella—. ¿Por qué iban a buscarnos los federales? ¿Qué motivo pueden tener para meterse en un asunto como éste?

—Ojalá yo lo supiera, porque entonces también sabría en qué clase de lío estamos metidos. Lo único que tengo claro en estos momentos es que no podemos confiar en nadie. En nadie en absoluto. Y también sé que no debemos facilitar el trabajo a nuestros perseguidores dejando pistas por todas partes. Las tarjetas de crédito son lo primero que investigan.

Tizzie se quedó en silencio y Jude creyó que la había convencido. Cuarenta minutos más tarde, tras cruzar el desierto, llegaron a Phoenix. La transición del desierto y los cactus a las autopistas y los centros comerciales resultó tan brusca que les dio la sensación de que faltaba una zona intermedia. Pasaron ante un Economy Inn, un Souper Salad y una sucesión de gasolineras, bancos y clínicas. Todas las calles tenían el mismo aspecto. No se veía a nadie en las aceras y las paradas de autobús estaban igualmente desiertas.

Al fin llegaron a Mr. Lucky, un bar especializado en música country situado en la calle Grand que tenía un gran letrero luminoso en la fachada con la figura de un comodín. Estacionaron en un aparcamiento lleno de camionetas. Cuando abrieron las puertas del coche, el calor los golpeó como un ardiente manotazo. En el camino hacia la entrada pasaron junto a una pareja que se besaba a la sombra del edificio.

—Bueno, Skyler, ahora vas a conocer la auténtica Norteamérica —dijo Jude.

Entraron en el local. El gemido de los violines de una banda country ahogaba el sonido de las voces. El aire de la sala estaba lleno de humo de cigarrillos. Sobre una pista de baile de madera, hombres con sombreros vaqueros, pantalones ceñidos y botas, y mujeres en blusa y shorts bailaban formando fila. Por el sistema de megafonía anunciaron una oferta especial: botellas de cerveza a cincuenta centavos.

Jude encendió un cigarrillo y, sonriendo de oreja a oreja, declaró:

—Éste es un sitio de los que a mí me gustan.

Se abrió paso hasta la barra y momentos después reapareció con tres jarras de cerveza en las manos. Luego los tres se dirigieron a la parte posterior del local y salieron a un corral de rodeo circundado por una barrera de madera con la inscripción: AQUÍ TERMINA EL ASFALTO Y COMIENZA EL OESTE. Se encaramaron a la tribuna de espectadores, encontraron tres puestos libres y se sentaron a beber sus cervezas bajo el sol.

En una cercana torre de madera mostraron un letrero con un nombre y por el sistema de megafonía anunciaron la identidad del próximo desbravador. En el otro lado del ruedo, una puerta de madera se abrió de pronto y por el toril salió un vaquero, con un número en la espalda, montado en un novillo. Se sujetaba con una mano entre las piernas mientras agitaba en el aire el otro brazo tratando de evitar que el encabritado animal lo derribase. Cinco segundos más tarde, el desbravador cayó al suelo entre las patas del novillo. Salieron al ruedo dos hombres agitando banderas para distraer al animal, y el vaquero aprovechó para ponerse en pie y echar a correr hacia la barrera cojeando perceptiblemente.

Cuando se terminaron las cervezas, Tizzie fue a por más. Por el toril apareció otro vaquero a lomos de otro novillo. Jude observó a Skyler, que no perdía detalle del espectáculo.

—Ya sé lo que estás pensando —dijo—. Que te gustaría probar.

Skyler lo miró sonriendo, y Jude comprendió que había acertado.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo.

—Ten en cuenta que yo no soy exacto a ti —respondió Skyler.

Acabaron sus cervezas y en la siguiente ronda Jude se pasó al whisky. Después de beberse tres o cuatro vasitos comenzó a tener dificultad para enfocar la mirada. Mientras por el toril salía el siguiente desbravador, a Jude comenzó a darle vueltas la cabeza. Contemplando el espectáculo se preguntaba ociosamente de parte de quién debía ponerse: ¿del vaquero que trataba desesperadamente de no caer, o del animal que trataba con no menor desesperación de librarse de su jinete? Le pidió un cigarrillo a un hombre sentado tras él y, al encenderlo, casi se quemó los dedos con la cerilla.

Tizzie no le quitaba ojo.

—Tómatelo con calma, Jude —aconsejó.

—La verdad es que este paseo por el callejón de los recuerdos resulta un poco difícil de asimilar. ¿Tú nunca has sentido la comezón de la nostalgia? —le preguntó Jude con evidente doble intención.

—Estás borracho.

Él interpretó el comentario como la invitación a otra ronda. Como sus compañeros no se apuntaron, se dirigió al bar y se sentó en una banqueta. Se bebió otro whisky de un trago y pidió más.

—Tranquilo, amigo —le dijo la camarera—. Creo que por esta noche ya has bebido bastante.

Él la miró con ojos turbios.

—Se terminó la celebración —siguió la mujer en tono amable.

—No es una celebración, sino todo lo contrario —murmuró Jude.

En aquel momento Tizzie y Skyler aparecieron en la barra diciendo que ya era hora de irse. Lo ayudaron a ponerse en pie y lo condujeron a través del bar, del bullicio y de la música hasta el exterior. Jude sintió la bofetada del calor y notó que alguien le registraba los bolsillos en busca de las llaves del coche. Oyó que Tizzie le decía a Skyler:

—Yo conduzco.

Y lo depositaron en el asiento trasero.

—No te puedes fiar de nadie —murmuró—. De nadie en absoluto.

El coche se puso en marcha y salió del estacionamiento. Jude trató de enfocar la mirada en la cabeza de Tizzie, cuyos cabellos se recortaban contra los faros de un coche que llegaba de frente.

Cerró los ojos y lanzó un suspiro. Estaba exhausto. Lo único que deseaba era dormir durante una semana. En su ebriedad, deseó que Tizzie se sentara a su lado, le acunara la cabeza en el regazo y le acariciase el cabello al tiempo que le murmuraba que no se preocupase, porque todo saldría bien. El sueño no se hizo realidad, ni tampoco Jude lo esperaba. Tizzie condujo lenta y cuidadosamente. Los faros del coche que iba detrás en ningún momento dejaron de molestarla. La joven advirtió que el vehículo tomaba por los mismos desvíos que ella en todos los cruces de la Ruta 17 hasta llegar al Best Western. Recordó su pelea con Jude de aquella tarde. El mero temor a que ese coche los estuviera siguiendo demostraba bien claramente que Jude tenía razón.

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