Authors: John Darnton
Jude se levantó temprano y combatió la resaca con dos tazas de café solo y un desayuno de huevos revueltos y beicon. En recepción pidió una llave maestra que luego utilizó para entrar en la habitación de Tizzie y recoger las llaves del coche. Las encontró en la cómoda, sobre un montón de billetes arrugados. La joven dormía boca arriba, con un brazo sobre la frente.
En el exterior, el cielo era entre rosado y azul, y estaba salpicado de pequeñas nubes. El calor aún no había empezado.
Avanzó por la Ruta 17 en dirección sur, tomó el mismo desvío por la 260 Oeste y pasó ante la gran roca con forma de puño de gigante, pero esta vez, al llegar al desvío de la reserva india, siguió recto. La carretera se hizo cada vez más estrecha y empinada. Cruzó la pequeña población de Cottonwood y al llegar a la 89 dobló a la izquierda en dirección a Jerome. La carretera seguía subiendo y en la distancia se divisaban las cumbres de la cordillera Black Hills.
Esperaba volver a experimentar la misma sensación de familiaridad, de cosa ya vista, pero no fue así. El agreste y quebrado paisaje no evocaba en él recuerdo alguno. En la ladera de uno de los montes divisó las instalaciones de una vieja mina, y más adelante volvió a ver otras similares. Las curvas de la carretera se hicieron cada vez más cerradas, y el coche coleó varias veces al tomarlas. Llegó a un barranco cuyo cauce estaba teñido de rojo, indicación de que había en las proximidades una vieja mina de cobre. Más tarde, tras pasar ante una quebrada sobre la que se alzaban las esqueléticas estructuras de unas viejas casas, vio un letrero que anunciaba: JEROME. Y, bajo el nombre: «Altura, 1600 metros.» Y, más abajo: «Fundada en 1876.»
Recordó lo que había leído acerca del lugar. Jerome fue en tiempos un lugar próspero debido a las minas de cobre, plata y oro que había en los alrededores. En su momento de mayor auge, allá por los años treinta, alcanzó los quince mil habitantes. Luego el precio del cobre se hundió y el número de habitantes descendió igualmente, hasta que quedaron sólo cinco mil, en su mayoría mineros, borrachos, tahúres, rufianes y prostitutas. Los mineros siguieron trabajando en la vieja United Verde, a las órdenes de Phelps Dodge, hasta que, en 1953, la mina se agotó por completo, todos se fueron y el lugar se convirtió en un pueblo fantasma. Recientemente había recuperado una parte de su vitalidad debido a la llegada de los hippies, que se habían instalado en las viejas casas y vivían de vender baratijas a los turistas.
El camino descendió durante un trecho y volvió a ascender en una cuesta tan larga y pronunciada que Jude notó que la espalda presionaba con fuerza contra el respaldo. A mitad de la ascensión, el camino comenzó a deteriorarse. Había largos tramos sin barrera de protección y la calzada estaba llena de piedras y tierra que se habían desprendido. Jude conducía despacio y en zigzag para sortear los obstáculos. En determinado momento, cuando el coche pasó por encima de un montón de tierra y las ruedas delanteras se elevaron, creyó percibir un movimiento en el retrovisor. Parecía como si más atrás, en el mismo camino, hubiera un coche ascendiendo por una pronunciada cuesta. A partir de entonces no le quitó ojo al retrovisor, pero el otro coche no tardó en desaparecer tras un promontorio. Al fin, su automóvil coronó la cumbre y Jude vio aparecer ante sí la pequeña altiplanicie sobre la que se alzaban las casas y las calles de Jerome.
La calle mayor estaba llena de grietas y socavones, pero no se hallaba del todo desierta. Vio varios coches y a media docena de personas caminando por las calles. Una de las aceras estaba llena de escaparates de tiendas. Muchas de éstas se hallaban cerradas y sumamente deterioradas, pero otros locales estaban abiertos: una pizzería, un bar, una cafetería y un museo. La calle describía una curva y volvía sobre sí misma a un segundo nivel, donde las estructuras de madera se alzaban formando extraños ángulos. En el centro estaba el viejo edificio de tres pisos del hotel Central. Las barandillas de sus triples balcones parecían en perfecto estado de conservación. El camino continuaba más allá.
Jude, haciendo caso a su instinto, siguió hacia adelante montaña arriba. Junto al camino había postes telefónicos inclinados o caídos, casas a medio terminar y viejas y renegridas cabañas abandonadas hacía décadas.
Tres minutos más tarde, llegó a un camino lateral de tierra. Se metió por él y, kilómetro y medio más adelante, encontró una pequeña población. Estacionó el coche, lo cerró y echó a andar por el centro de la única calle. En los alrededores no había nadie. Vio una antigua barbería, con el escaparate roto y las hierbas trepando por los viejos asientos de cuero. Toda una sección de las fachadas se había derrumbado hacia atrás y, por encima de los restos de las casas, se veía un espectacular panorama de valles verdes y rojas colinas que se prolongaba hasta perderse de vista.
Entró en una destartalada y polvorienta tienda. Mientras caminaba sobre las crujientes tablas vio, en la penumbra, hileras de cubos de madera vacíos y largas filas de estantes no más llenos. En un rincón descansaba una vieja caja registradora de complicados adornos. El polvo lo cubría todo y en su superficie se advertían los surcos que a su paso habían dejado los lagartos. Jude salió a la calle.
El local contiguo era un bar. Junto a la puerta, un viejo letrero anunciaba que el propietario del local había sido Thomas J. O'Toole. En el interior, la capa de polvo tenía dos dedos de grosor. La barra medía siete metros de largo y llegaba hasta la altura del pecho. Sobre ella, un gran espejo, típico de las tabernas del Oeste. En una mesa de madera había una botella sin destapar cuyo contenido parecía haberse solidificado.
Dos puertas más allá había una casa de tablas cuya pintura verde casi había desaparecido. Los ventanales delanteros estaban cubiertos con una lámina de hojalata oxidada sujeta a la pared por medio de unos alambres. Jude empujó la puerta. El recibidor estaba vacío, y se veían pisadas en el polvo que cubría los peldaños de la escalera. Entró en una salita, de cuyas ventanas aún pendían los restos de unos amarillentos visillos de encaje. En un rincón había una máquina de coser Singer de pedal y, junto a ella, una silla de madera. Bajo la silla, un par de viejos zapatos.
En la parte de atrás encontró un porche de madera salpicado de piedras y matojos; parecía en tan mal estado que Jude decidió no poner a prueba su resistencia. Volvió al recibidor y subió la escalera levantando pequeñas nubes de polvo. En el piso superior, el techo era bajo y el pasillo angosto y oscuro. Miró en el primer dormitorio, que estaba vacío salvo por una mecedora y una estantería que contenía una docena de libros viejos; empujó la mecedora y los balancines dejaron alargados surcos en la alfombra de polvo que cubría el suelo. De pronto le pareció oír un sonido en la planta baja y permaneció inmóvil durante casi un minuto. No volvió a oír nada. En el segundo dormitorio vio una escoba que alguien había utilizado para limpiar a la perfección uno de los rincones, donde habían dejado un colchón manchado y un plato con una vela. En el suelo había un morral, y sobre él un ejemplar abierto de la revista Penthouse. La fecha era de hacía tres meses.
De pronto, Jude respingó. Se oía un estruendo, una especie de rugido lejano que parecía hacer vibrar incluso las paredes de la habitación. El sonido se hizo más y más fuerte. Al principio pensó que se trataba de un corrimiento de tierra que iba a sepultarlo vivo, pero luego se dio cuenta de que era el ruido de unos motores. Corrió al dormitorio principal y se asomó a la ventana cuando el rugido alcanzaba ya niveles ensordecedores. Un grupo de motoristas estaba atravesando el pueblo entre una nube de polvo. Los motoristas eran cinco o seis, hombres corpulentos cuyos protuberantes abdómenes reposaban sobre los depósitos de gasolina. El grupo desapareció camino adelante tan rápidamente como había aparecido.
Mientras los seguía con la mirada, Jude reparó en el camino que seguía ascendiendo hacia la montaña. Y, súbitamente, supo que tenía que seguir por allí. Le era imposible explicar cómo lo sabía; pero lo sabía. Bajó la escalera, salió a la calle y miró en torno. Y se dio cuenta de que, desde su llegada a esos parajes, algo lo tenía desconcertado o, mejor dicho, lo que lo tenía desconcertado era la ausencia de algo; la ausencia de aquella inefable sensación de familiaridad que experimentó la primera vez que enfiló la Ruta 260. Si había crecido en aquella zona y había pasado allí su infancia, ¿por qué no recordaba nada de todo aquello? ¿Y por qué de pronto sabía con toda certeza que el lugar al que deseaba llegar se encontraba siguiendo el camino de montaña?
Fue hasta su coche y vio que un poco más abajo se hallaba estacionado otro vehículo, un Cámaro azul. ¿Sería el coche que había visto por el retrovisor? Le echó un buen vistazo: matrícula de Arizona, nada fuera de lo normal. Y ni rastro de su propietario.
Montó en el coche, lo puso en marcha y al cabo de cinco minutos llegó a una desviación a la derecha, un angosto sendero de tierra lleno de agujeros y surcado por rodadas. Un maltrecho cartel señalaba el camino hacia la mina Gold King. Jude supo, incluso antes de fijarse en el polvo que levantaban los motoristas, que por allí debía desviarse. Todo lo que lo rodeaba le era familiar: los árboles, la inclinación del terreno, el aspecto del cielo. Era como si de pronto hubiera vuelto a su pasado a través de una puerta mágica. La sensación resultó al mismo tiempo estremecedora y tonificante.
El camino era corto. Tras una breve cuesta, llegaba a la cima de una colina. Cuando Jude bajó la vista desde el interior del coche fue como si mirase hacia el cráter de un volcán. Allá abajo había una mina a cielo abierto y un grupo de edificios de madera compuesto por viejos almacenes, dormitorios, despensas y una docena de cobertizos. También se veían grandes montones de piedras y un tendido ferroviario. Y en el centro un gran horno de fundición gris provisto de una gigantesca chimenea de ladrillo rojo. Jude la recordó inmediatamente. La había visto desde todos los ángulos posibles. Se conocía al dedillo todo aquel paisaje, sólo que ahora, comparándolo con las imágenes que durante tantos años habían dormitado en su memoria, todo le parecía mucho más pequeño, casi liliputiense.
Condujo lentamente por la vía de acceso que corría paralela al borde de la mina. En la ladera, un poco más arriba, había una pequeña cabaña frente a la cual se hallaban las motos, apoyadas en sus soportes. Sobre una de ellas, un hombre que llevaba una camiseta negra fumaba un cigarrillo sin quitarle ojo a Jude. El periodista detuvo el coche antes de llegar al sendero de descenso hacia la mina, y estacionó en un pequeño istmo que separaba la mina de la alta escarpadura desde cuya cima se dominaba todo el valle Verde.
Jude cogió una linterna de la guantera y echó a andar camino abajo. En algunos tramos, la bajada era tan pronunciada que tenía que clavar los talones en la tierra. Al llegar abajo, el instinto le dijo que debía seguir derecho. Entró en un gran edificio que en tiempos había albergado las oficinas de la explotación minera. Muchas generaciones de botas habían dejado su cóncava huella en los peldaños de madera. «Creo que he estado aquí cientos de veces», se dijo Jude. Volvió sobre sus pasos y, desde el umbral de la entrada, examinó el paisaje. Qué extraño hallarse allí, como un gigante de regreso en el hogar, contemplando aquellos minúsculos edificios y la chimenea, que era lo único que no parecía misteriosamente empequeñecido.
De pronto, y con la misma certidumbre que lo había conducido hasta allí, supo adonde debía dirigirse a continuación. Salió del edificio y dejó que sus pies lo llevaran a través del campamento y por un sendero quebrado que conducía hacia la cumbre de la colina. Siguió caminando y al fin se detuvo frente a un enorme orificio abierto en el costado de la montaña. Era la entrada de la mina subterránea. Se metió por ella y tocó las ásperas paredes de roca con la palma de la mano derecha. Luego se dio media vuelta y contempló el paisaje: los tejados de los edificios, la fundición, la chimenea... Todo encajaba a la perfección con el molde de sus recuerdos. Sin saber por qué, sintió una extraña inquietud.
Giró sobre sus talones y se adentró veinte pasos en el túnel, hasta que las sombras lo envolvieron. Encendió la linterna y la apuntó arriba y abajo; su haz iluminó el techo de la galería, que estaba formado por una masa compacta de tierra y rocas. De algún remoto lugar de su recuerdo surgieron prudentes advertencias acerca del peligro que suponían los derrumbes y los corrimientos de tierra, y Jude volvió a sentir el terror infantil a ser enterrado vivo. Pese a ello, siguió adelante y, según se adentraba en el oscuro pasadizo, se fue sintiendo más y más tranquilo. Llegó a una intersección; a la izquierda había una gran galería surcada por los raíles que utilizaban las vagonetas de mineral, y en el barro endurecido se veían nítidamente las huellas de los cascos de las muías. Pero Jude sabía que debía desviarse por el túnel de la derecha, que era de menor tamaño.
Unos treinta metros más adelante, el túnel descendía y pasaba bajo unos pandeados soportes de madera. Después se estrechaba hasta el extremo de que a Jude le era posible tocar ambas paredes a la vez. Y fue entonces cuando volvieron, redoblados, sus miedos infantiles. Una oleada de claustrofobia lo envolvió pro(luciéndole tal impacto que decidió sentarse y permanecer sin moverse un buen rato. Transcurridos diez minutos completos, se levantó, siguió caminando y llegó a otra bifurcación. Esta vez torció a la izquierda y se dio cuenta de que había seguido una gran flecha blanca pintada en la superficie de la roca. Recordaba de algo aquella flecha. Treinta metros más adelante tuvo que detenerse ante los restos de un antiguo derrumbamiento. Una viga se había partido y una de sus mitades se hallaba atravesada en el túnel; la tierra y los cascotes habían formado una barrera que impedía totalmente el paso. Jude sintió una complicada mezcla de emociones: por un lado, no iba a poder llegar a un destino que lo atraía con fuerza inexplicable; y por otro, casi le alegraba tener que dar media vuelta y volver al exterior.
Pero entonces se dio cuenta de que bajo la media viga no había nada, sólo una oscura oquedad. Apuntó el haz de la linterna hacia el hueco. Lo que se había desplomado no era sólo una viga, sino todo un techo, bajo el cual había quedado una especie de pasadizo de poco más de cincuenta centímetros de altura. Quizá podría atravesarlo gateando. Lo inspeccionó detenidamente con la linterna; se estrechaba hacia el fondo, lo cual quería decir que correría el riesgo de quedarse atascado... o quizá algo peor. Podía alterar el precario equilibrio de las maderas y los cascotes y provocar un nuevo derrumbamiento. Miró de nuevo el angosto pasadizo tratando de dominar el pánico que le oprimía el pecho. Se puso a gatas y se tumbó de bruces. Bajó la cabeza y comenzó a reptar, con la linterna por delante, impulsándose con los pies en el suelo de roca. Cerró los ojos y siguió avanzando. Notaba la humedad de la roca que lo rodeaba, la inmensidad de la pétrea crisálida en cuyo interior se hallaba, y percibía lo viciado que estaba el aire que le entraba en los pulmones. A mitad del pasadizo se detuvo y abrió los ojos. Fue un error, pues la madera de arriba y la roca de debajo parecían converger formando una especie de cuña. Las paredes del pequeño túnel se hallaban a menos de un palmo de su nariz. Cerró de nuevo los ojos y siguió reptando: otros quince centímetros, otro palmo... Notó el roce de un madero en la espalda y oyó un sonido. Algo se había movido y vio que del bajo techo caía un reguero de polvo que formó rápidamente un pequeño montículo sobre el suelo.