Authors: John Darnton
—Debo admitir que elegiste un lugar endemoniado para que hiciéramos las paces —dijo.
Ella le dirigió una cálida sonrisa.
—No quería que nada te distrajera.
—Pues lo conseguiste.
—¿Cuánto tiempo crees que nos queda? —preguntó ella con súbita seriedad.
—¿Quieres decir si no logramos salir de aquí?
—Sí.
—No lo sé —respondió, y fingió que efectuaba el cálculo por primera vez—. Un par de días, más o menos, —añadió consciente de que sería menos.
—Qué raro —dijo ella—. Por lo que respecta al mundo exterior, hemos desaparecido como por ensalmo. Supongo que terminarán encontrando tu coche, y quizá lleguen a deducir lo que fue de nosotros.
—Es posible.
—Me quedan tantas cosas por hacer. Mis padres... No sé cómo se las arreglarán. Me necesitan. Y Skyler, sin nosotros, estará perdido. Pensándolo bien, es casi gracioso. Se suponía que yo iba a vivir hasta los ciento cuarenta años y apenas he logrado cumplir los treinta.
—Lo mismo que yo. Sólo que yo nunca pensé pasar de los sesenta.
—Yo no dejaré nada atrás. No quedará ningún vestigio de mi paso por este mundo. Tú, al menos, dejas a Skyler. En cierto modo, es como si siguiera existiendo una parte de ti.
—Puede, pero yo no tengo esa sensación.
—Pero él lleva tus mismos genes. Quizá logre pasarlos a la próxima generación.
—Eso es algo de lo que preferiría ocuparme yo mismo.
—Pero al menos tendrás descendencia. Tu estirpe continuará.
—Bonito consuelo.
El comentario resultó áspero, cosa que él no había pretendido, pues entendía que Tizzie trataba de consolarle de algún modo, y él lo agradecía.
Siguieron sentados en la mesa, el uno junto al otro, enlazados, mirando hacia las rocas de arriba.
—Espero que la mesa pueda con los dos —dijo la joven. Y luego añadió—: ¡Se me ocurre una idea! ¡No sé si dará resultado, pero merece la pena probar!
Saltó de la mesa y Jude la imitó. La joven agarró con ambas manos el borde de la mesa y la levantó un par de centímetros del suelo.
—Recuerdo haber leído que a veces, en las viejas minas, construían un sistema de soportes secundario. Es como un segundo techo, con sus vigas y puntales, situado bajo el primero. Podríamos utilizar esta mesa del mismo modo, para aguantar la tierra mientras cavamos bajo ella.
Jude alzó también la mesa.
—No sé si resistirá lo suficiente —dijo, y soltó la mesa, que cayó con un fuerte golpe—. Si quieres, lo podemos intentar. Cualquier cosa es mejor que quedarnos cruzados de brazos.
La mesa era de acero macizo, más pesada de lo que Jude había esperado, lo cual era muy conveniente. La llevaron hasta el otro lado de la caverna y se metieron por el túnel, haciendo un par de paradas para descansar. La mesa tenía casi el mismo ancho que el pasadizo y no sería mucha la tierra que cayese por los laterales. Jude, que iba delante, continuó caminando, con la linterna sujeta bajo el brazo izquierdo. Cuando llegaron al comienzo del derrumbe, posaron cuidadosamente las patas de la mesa en el suelo. Después se metieron bajo la mesa y arquearon las espaldas para elevarla. Lograron hacerla avanzar unos quince centímetros, hasta que quedó justo al pie de la pirámide de tierra y cascotes. Después regresaron a la caverna.
Cogieron otra mesa, ésta de menor tamaño, la llevaron al túnel y la colocaron de costado sobre la primera, de modo que cubriera todo el ancho del pasadizo y que su tablero impidiese que la tierra se desplomase tras ellos y les cerrase la salida hacia la cueva. Encontraron unos cuantos instrumentos con los que les sería posible cavar: un cuchillo, un bote de hojalata, el mango de una hacha y un cucharón. Cogieron también dos grandes cajas de cartón para meter en ellas la tierra y llevarla hasta la caverna.
Jude gateó hasta quedar situado bajo la mesa, encajó la linterna en una grieta de modo que su haz apuntase hacia adelante, y tanteó el muro de tierra y piedras. Alzó el cucharón con mano temblorosa y comenzó a arañar el muro con él. La tierra estaba suelta. Extrajo un cucharonazo y un montón de arcilla y guijarros cayó sobre el suelo de roca. Luego otro y otro más. Frente a Jude no tardó en formarse un pequeño montón.
—No sé qué decirte —dijo con el gesto torcido—. Me siento como Sísifo empujando el maldito peñasco monte arriba. En cuanto saco un poco de tierra, cae otro poco en su lugar.
—Prueba más arriba —le recomendó Tizzie.
La tierra de la parte alta estaba húmeda, por lo que a Jude le fue posible cavar un agujero de más de un palmo de profundidad. Luego lo amplió y comenzó a trabajar más abajo, mientras Tizzie utilizaba el bote de hojalata para recoger la tierra y meterla en las cajas de cartón. Luego la joven fue con las cajas hasta la caverna y allí las vació. Al cabo de una hora, Jude había logrado abrir un hueco ligeramente más alto que la mesa y que se adentraba medio metro en el derrumbe. Cuando salió de debajo de la mesa, se colocó junto a Tizzie y entre los dos empujaron con todas sus fuerzas hacia adelante.
—Tenemos que empujar a la vez —dijo Tizzie—. Ésa es la clave. Y no aflojes hasta que toquemos fondo.
Empujaron, pero la mesa no se movió. Las patas delanteras estaban atascadas en las grietas del suelo.
—Esto es como la peor de mis pesadillas —masculló Jude. Se agachó y gateó hasta quedar a cuatro patas bajo la mesa—. A la de tres. Una... Dos... Tres.
Inmediatamente, Jude alzó la espalda con todas sus fuerzas y logró levantar la mesa un par de centímetros. En el mismo instante, Tizzie empujó el tablero hacia adelante con tal fuerza que la joven perdió el equilibrio y se golpeó el hombro contra la mesa. Ésta salió disparada y fue a estrellarse contra el muro de tierra, produciendo un desprendimiento de guijarros y arcilla que cayó sobre el tablero y por los costados, a ambos lados de Jude. Todo quedó a oscuras. La linterna se había caído de su grieta, y Jude la buscó a tientas por el suelo. En cuanto la encontró, salió de debajo la mesa. Tizzie dirigió el haz de su linterna hacia el sucio rostro de su compañero y vio que, bajo el tizne, Jude estaba pálido como el papel.
—Lo siento —dijo—. Había olvidado el terror que te produce la idea de ser enterrado vivo.
—Sí, es que soy muy raro.
—Bueno, algo hemos progresado. Si la tierra sigue estando húmeda, podremos abrirnos paso. Seguro que por aquí cerca hay algún manantial subterráneo. Quizá fue eso lo que provocó el derrumbe.
—No me irás a decir que crees que fue accidental, ¿verdad? Poco antes del derrumbamiento me pareció oír un ruido. Pisadas o algo así. Creo que había alguien más en la mina.
—Bueno, tal vez quien sea haya muerto en el derrumbe —dijo ella sarcástica—. A lo mejor encontramos su cadáver.
—Gracias. Es todo un incentivo para seguir cavando.
Cambiaron de puesto. Ahora Tizzie se encargaba de cavar y Jude de sacar la tierra. La joven utilizaba el cuchillo. Lo clavaba en la tierra usando el mango del hacha a modo de martillo, sin importarle las cascadas de tierra que caían en torno a ella. Jude descubrió que podía desplazar la mesa él solo y hacerla avanzar unos cuantos centímetros a cada empujón. La mesa resultaba cada vez más y más difícil de mover, pero ahora la excavación avanzaba mucho más deprisa.
Al cabo de cuatro horas, se habían adentrado tanto en el derrumbe que la mesa menor situada sobre la primera tocaba ya el derrumbe. Volvieron a la caverna, cogieron otra mesa y la colocaron en el pasadizo, pegada al extremo de la que habían estado usando. Luego descansaron unos minutos tumbados en el suelo.
A estas alturas, Jude sudaba tinta cada vez que tenía que colocarse debajo de la mesa. La claustrofobia lo dominaba y no dejaba de imaginar las cosas más terribles. ¿Y si el derrumbe era tan extenso que no lograban perforarlo hasta el final? ¿Y si la mesa, que ya estaba casi inmovilizada por el enorme peso que tenía encima, se atascaba y no les era posible seguir moviéndola? ¿Y si el oxígeno se agotaba?
Tizzie, por su parte, parecía impertérrita. Jude no podía evitar sentir una enorme admiración por ella. Hizo un comentario en tal sentido y ella se puso en pie limpiándose las manos en la parte posterior de sus vaqueros.
—Simplemente —le respondió—, tengo la gran suerte de carecer por completo de imaginación.
De nuevo Jude se sintió impresionado por su compañera: por su energía, por su confianza y resistencia, por su fortaleza y su belleza.
—Si salimos de esto... —comenzó.
—¿Qué? —preguntó ella.
—No te librarás de mí así como así.
—Primero lo primero —dijo Tizzie con una sonrisa—. Volvamos al tajo.
Ahora le tocaba a Jude trabajar en la excavación. La tierra del derrumbe parecía más suelta y pudo sacarla a puñados. Mientras lo hacía, le daba la sensación de sentir, por encima de él, las tensiones a las que estaba sometida la enorme masa del derrumbe. Trataba de no pensar en lo que estaba haciendo, ni en la mole de tierra que tenía por encima de él, la fina corteza que podía ceder en cualquier momento... Sacó una piedra del tamaño de un puño y al hacerlo provocó la caída de un gran montón de arcilla arenosa. Después de eso, siguió trabajando más despacio y con mayor cautela.
Media hora más tarde, le pareció oír algo similar a un gemido lejano. Tizzie, que estaba tras él llenando la caja de cartón, alargó una mano y le tocó la espalda. Y en aquel preciso instante, el túnel se estremeció y empezaron a caer piedras y arena hasta que la tierra se precipitó con estruendo en torno a la mesa. Tizzie y Jude se pegaron al suelo instintivamente. El periodista empuñó la linterna con una mano y con la otra agarró la mano de su compañera. Todo temblaba a su alrededor, al principio ligeramente y luego con enorme violencia. Se quedaron paralizados, conteniendo el aliento, incapaces de hacer nada.
Jude tenía el alma en vilo. Su cabeza era un torbellino, pero no de ideas. No trataba de discurrir una forma de escapar, porque hacerlo era imposible. Simplemente, permanecía agazapado, tenso, como un animal en el momento de máximo peligro. Simplemente, esperaba vigilante, dispuesto a actuar, mientras la decisión de si vivía o moría la tomaba la suerte.
El polvo llenaba el aire de su pequeño agujero subterráneo. Pero, al menos, ya no se oía el estruendo de la tierra cayendo sobre ellos por todas partes, lo cual quería decir que el desprendimiento había cesado de momento y que ellos, de momento, seguirían con vida.
Tizzie fue la primera en hablar, y su tono —un susurro asustado, como si temiera que su voz pudiese provocar una nueva avalancha— fue suficientemente expresivo.
—Vuélvete y mira. Estamos atrapados.
Jude apuntó su linterna hacia atrás. Allí, en vez del túnel extendiéndose bajo la segunda mesa, que había sido su salvavidas y su vía de regreso hacia la caverna, había un sólido muro de tierra. La mesa había quedado aplastada, reducida a un simple borde metálico que asomaba por la parte inferior de la montaña de tierra. Los cascotes del derrumbe habían inundado el pasadizo y se extendían hasta sabía Dios dónde. Estaban perdidos, encerrados en un espacio no mucho mayor que un ataúd.
El polvo se estaba posando, pues en aquel angosto encierro no había aire suficiente para que sus partículas flotasen durante demasiado tiempo. Jude trató de pensar en algo, pero estaba demasiado asustado para que se le ocurriera ningún plan. Y, además, no había plan que valiese. La situación era clara. Estaban atrapados y si no lograban salir de allí, morirían. Y tenían que cavar hacia adelante, no hacia atrás. Eso era todo. A partir de aquel momento, la supervivencia no dependía de la estrategia, sino del aguante, de la suerte... y del oxígeno.
Jude empuñó el mango del hacha y Tizzie, el cuchillo, y apretados el uno contra el otro atacaron a la vez el muro que tenían ante sí. Ya no les preocupaba causar nuevos derrumbes. Aquél no era momento de cautelas, sino de intentar desesperadamente salvar sus vidas. Cavaban y echaban la tierra hacia atrás, trabajando febrilmente, tratando cada uno de superar al otro, sudando, jadeando...
Jude tocó algo duro con el mango del hacha. Apartó con las manos la tierra por encima y por debajo del obstáculo y vio lo que ocurría.
—Es la viga —exclamó—. Recuerda. Tuvimos que entrar reptando. Quizá podamos salir del mismo modo.
—A no ser que el derrumbe también haya obstruido la otra parte del pasadizo.
—De ser así, estamos listos.
Comenzó a cavar bajo la viga. La tierra estaba tan suelta que le era posible sacarla a puñados. Metió la mano tan adentro como le fue posible y luego tanteó... No encontró nada: sólo aire, vacío. Apuntó hacia adelante el haz de la linterna y éste no se reflejó en nada. Jude acercó la cara al hueco y le pareció que le resultaba más fácil respirar. Amplió el agujero e hizo una seña a Tizzie. —Tú primero. —No, pasa tú delante.
Él se tumbó de bruces y comenzó a reptar. Metió la cabeza en el agujero e, impulsándose con los pies en el suelo y moviendo las caderas, no tardó en tener la mitad del cuerpo dentro de la fisura. Notaba la fría tierra bajo él y la madera por encima presionándolo. El pasadizo era mucho más angosto ahora que antes, al entrar. Le resultaba imposible henchir totalmente los pulmones. El maldito pánico volvía a apoderarse de él: le parecía que el resquicio se iba haciendo más y más angosto, y que terminaría atascado, atrapado. Y justo en aquel momento se dio cuenta de que había dejado de avanzar. Algo lo detenía. Trató de seguir adelante y sintió cómo un minúsculo reguero de tierra le caía sobre el rostro. Quedó inmóvil. Comprendió lo que ocurría: el cinturón se había enganchado en un fragmento de la madera de la viga. Retrocedió unos centímetros, sacó el aire de sus pulmones, contrajo todos los músculos y deslizó la mano por debajo de su estómago. Se desabrochó la hebilla trabajosamente y, poco a poco, fue sacando el cinturón de las trabillas de los pantalones. Luego, aplastándose contra la roca, siguió su avance. Un centímetro, otro más... Lo consiguió. ¡Estaba libre! Minutos más tarde se hallaba en pie en el pasadizo, al otro lado del angosto resquicio que quedaba bajo la viga, más allá del derrumbe.
Se arrodilló para dirigir el haz de la linterna hacia el interior, y la luz pegó en la coronilla de Tizzie. Ésta ya estaba reptando para salir y Jude oyó los gruñidos y bufidos de la joven, que trataba de pasar el cuerpo a través del angosto resquicio. El espacio era tan reducido que a Jude le parecía imposible que su cuerpo hubiera pasado por allí. De no ser porque la alternativa era una muerte horrible, ni siquiera se habría atrevido a intentarlo.