Authors: John Darnton
Jude dispuso de tiempo para meditar su respuesta. El tren pasó, levantando polvo y agitando las ramas de los árboles e incluso las ropas de los dos hombres. Cuando el estruendo hubo cesado, Jude miró fijamente a su amigo.
—Tal vez pueda hacer algo —dijo—. ¿Quieres averiguar quiénes son los componentes del Grupo? Te puedo conseguir la lista de los miembros, y también puedo conseguir los archivos médicos, aunque antes hay que averiguar dónde están. Pero que conste que deseo algo a cambio. Más adelante ya te diré qué. Para empezar, necesito ver el expediente del FBI.
—Eso es ilegal. Esos expedientes están clasificados.
Por toda respuesta, Jude lo atravesó con la mirada.
—Muy bien —dijo Raymond—. Veré qué puedo hacer.
—Estupendo.
Jude miró hacia el bosque que había junto a la vía.
—Ándate con ojo. Tuviste suerte al conseguir escapar de esa isla. Por cierto, hay una orden de busca y captura contra ti.
—Supongo que esa orden procede del otro FBI.
—En efecto.
—Muy bien. Tendré cuidado, no hace falta que me lo sigas recomendando.
Raymond lo miró con una extraña expresión.
—Hay otra cosa que debes saber —le dijo con voz que parecía reflejar auténtica inquietud—. Los clones no son los únicos que están siendo asesinados. Nosotros también hemos perdido a algunos hombres.
Jude echó a andar hacia el bosque. Había escondido allí su coche, en un camino de tierra, a más de ocho kilómetros de la carretera general. Advirtió que en el rostro de Raymond alboreaba la sorpresa.
—Oye, ¿adonde demonios vas?
—Yo me quedo aquí —respondió Jude.
—¡Mierda!
Jude no hizo nada por ocultar la satisfacción que le producía el enfado de su amigo.
—No te costará encontrar el camino de regreso, Raymond. Ah, otra cosa. Te voy a dar un adelanto de la información que tengo para ti. Uno de los principales conspiradores es tu jefe, Eagleton —dijo Jude ya prácticamente a gritos—. Por eso salimos huyendo en Washington. Así que recuerda: no te fíes de nadie.
El viernes, Tizzie decidió mover pieza. Por la tarde le dijo a Alfred que no tomaría el autobús y que tenía que salir temprano, porque su tío Henry había quedado en pasar a recogerla. Suponía que la simple mención del nombre de tío Henry bastaría para que Alfred se abstuviera de hacer más preguntas, y no se equivocó.
Alfred no preguntó nada pero se quedó ceñudo. A las seis de la tarde, ella recogió el equipo de trabajo y tomó su bolso.
—No quiero hacerlo esperar —dijo desde la puerta—. Cenaremos en el restaurante Maison Indochine. Si quieres, te traigo algo en una bolsa de plástico, como a los perritos.
El entrecejo fruncido se hizo furibundo.
Quizá no había sido prudente refregarle la falsa invitación por las narices, pero, desde luego, había resultado divertido, se dijo la joven.
Al salir al patio, en vez de dirigirse hacia la puerta principal del recinto, miró en torno y se metió en el hueco de poco más de un metro de ancho que había entre el garaje y la cerca. Una vez allí, esperó... y esperó. Aunque le parecieron horas, no pasaron más que cuarenta y cinco minutos. Transcurrido ese tiempo, la joven comenzó a oír el sonido de puertas abriéndose y de gente hablando con la euforia propia de los viernes por la tarde. Oyó que el autobús se alejaba, y que unas cuantas personas salían del edificio, se dirigían hacia la entrada principal del recinto y la cerraban a su espalda. Después oyó el sonido de arranque de un par de automóviles.
Al fin reinó el silencio. Tizzie estaba a punto de salir de su escondite cuando oyó otro sonido: alguien estaba entrando por la puerta del recinto. ¿Alguno de los vigilantes nocturnos? Con aquello no había contado. Aguardó otra media hora, sin dejar de aguzar el oído, pero no percibió nada más. ¿Se habría marchado ya el que fuera sin que ella lo advirtiese? ¿Quizá por una puerta trasera?
Tenía que arriesgarse.
Con movimientos lentos y sigilosos, salió de detrás del garaje. Bajo la mortecina luz del crepúsculo, cruzó el patio, utilizó su placa para abrir la puerta principal y subió por la escalera hasta el segundo piso, la zona restringida. Allí estaba la puerta.
Y la cámara. ¿Funcionaría ésta por la noche? No podía confiar en la suerte. Se quitó un zapato, se puso de puntillas y lo colocó sobre el objetivo de la cámara.
Luego se acercó al bloque de teclas numéricas: 8769. Inmediatamente sonó un zumbador y la puerta se abrió con un clic. Tizzie ya estaba en el interior de la zona restringida. El olor a orina le hirió el olfato.
En la primera habitación, la única fuente de luz era el resplandor tenue que entraba por la ventana. Había hileras y más hileras de jaulas apiladas unas sobre otras, hasta llegar al techo.
Y en el interior de cada jaula había un mono rhesus. Cuando Tizzie pasó ante ellos, algunos de los simios se agarraron a la tela metálica con ambas manos y sacudieron ruidosamente las jaulas. Otros permanecieron inmóviles, estupefactos. Tizzie reparó en el hecho de que los monos más pasivos parecían viejos y encorvados, con abundantes canas en las mejillas y en las sienes.
Salió rápidamente de la sección de jaulas y entró en la segunda habitación, el laboratorio central. Se trataba de una cámara carente de ventanas en la que los ordenadores controlaban la temperatura de la estéril y limpia atmósfera. Al ver los microscopios y los demás aparatos de laboratorio, Tizzie tuvo la certeza de que se encontraba en el lugar adecuado. Cerró la puerta y encendió la luz.
Sobre el escritorio había un montón de informes y de notas de laboratorio. La joven se sentó y procedió a examinarlos. Después siguió hojeando el resto de los papeles, entre los que había gran cantidad de copias de ordenador de textos y gráficos. Poco a poco, en la cabeza de la joven fue formándose una imagen de la investigación. Fue al banco de trabajo, conectó el microscopio y echó un vistazo a los portaobjetos. Éstos contenían células muy similares a las que ella manejaba. Más aún: en algunos de los portaobjetos, que permanecían ordenadamente amontonadas a un lado, reconoció los tintes rojo y azul que ella usaba.
Pero la mayoría de aquellas células eran distintas.
Miró con más atención. Había docenas, centenares de células enfermas que, como las otras, mimetizaban los síntomas de la vejez. Parecía como si, simplemente, hubieran llegado al final del camino, al límite Hayflick. Aquello, en sí mismo, no tenía nada de extraño. Lo asombroso era que ella estaba viendo con sus propios ojos cómo el fenómeno se producía.
Le costaba creerlo. Colocó otro portaobjetos en el microscopio y volvió a pegar los ojos a los binoculares. Allí estaba, sucediendo de nuevo. Aquellas células se encontraban en una crisis terminal instantánea. Era como si pasaran de la primavera de la vida a la senectud en un abrir y cerrar de ojos, sin que existiera ni la más mínima etapa intermedia. Mirando por el microscopio le daba la sensación de estar viendo pasar la película de la vida a movimiento acelerado. Era un espectáculo sobre-cogedor ver cómo la muerte se apoderaba de células que se hallaban en la flor de la juventud.
No tardó en darse cuenta de cuál era, en parte, el problema. Las células enfermas estaban anegadas de telomerasa, lo cual resultaba extraño. Se suponía que la telomerasa mantenía las células jóvenes, sellando los extremos de los cromosomas con secuencias protectoras de ADN, de forma que los cromosomas no perdían tamaño a causa de la duplicación. Todas las células tenían un gen que producía telomerasa, pero ese gen permanecía inactivo salvo en dos casos: en las células de la línea germinal, las que pasaban de padres a hijos, y en las células de los tumores cancerosos.
Pero las que tenía ante sí eran células normales, de carne, hueso y órganos, y sin embargo todas estaban anegadas de telomerasa. Y, lejos de prolongar la vida de las células, la enzima, aparentemente, estaba matándolas.
La joven movió la cabeza. Células germinales y células cancerosas. El comienzo de la vida y el final de la vida.
Apagó el microscopio, cerró los libros y, tras echar un buen vistazo en torno para asegurarse de que nada quedaba fuera de su lugar, apagó la luz. La sala de los simios estaba aún más oscura que antes, y mientras ella caminaba entre las jaulas los monos comenzaron a agitarse. Uno se abalanzó contra la tela metálica y se puso a lanzar gritos. Luego otro hizo lo mismo. Y después otro, y otro más. El alboroto se hizo ensordecedor y Tizzie echó a correr. Cuando llegó a la puerta, la abrió de golpe y la cerró rápidamente a su espalda. No obstante, el estrépito de los monos resonaba en todo el edificio. La joven se colocó tras la cámara de vídeo, recuperó el zapato, se lo puso y voló escalera abajo.
Cuando estaba cruzando el patio a la carrera, oyó un sonido. Miró hacia atrás y vio que un perro guardián salía de detrás del edificio principal y corría hacia ella. Tizzie volvió sobre sus pasos tan de prisa como pudo, abrió de golpe la puerta principal y cruzó el pequeño vestíbulo en dirección a la otra puerta.
Sabía que el perro entraría en el edificio, pero había conseguido ganar unos momentos preciosos. Se lanzó hacia la puerta. A su espalda oía los gruñidos del animal, el batir de sus pezuñas contra el suelo. Frente a sí estaba la cerradura. Si tenía echado el cerrojo, ella era mujer muerta.
El cerrojo no estaba echado. Sin apenas darse cuenta de que lo hacía, abrió la puerta, entró y cerró rápidamente. Tras la puerta sonaban los furiosos ladridos del perro. Sólo ahora, cuando el peligro había pasado, comenzó Tizzie a reaccionar, y el pánico se apoderó de ella de tal modo que las piernas comenzaron a temblarle y tuvo que sentarse.
Y sentada seguía cuando una figura que casi se fundía con las sombras pareció materializarse ante ella.
—Sabía que me estabas mintiendo —dijo una voz masculina.
Era Alfred.
—Bueno, ¿cómo quieres que lo hagamos? ¿Los llamo ahora mismo, vamos hasta allí, te denuncio y vemos qué pasa... o primero hablamos y después te denuncio? Tú eliges.
«A Alfred le encantaba su posición de poder. Eso es lo malo de los aduladores, se dijo Tizzie. Les das un poco de autoridad y se les sube la cabeza. Un poco de autoridad. Qué demonios, él cree que me tiene totalmente a su merced.»
Circulaban por Anderson Hill Road, una carretera que serpenteaba entre las colinas de Purchase y que más adelante empalmaba con King Street y llegaba a las enormes fincas residenciales de Greenwich. Pasaron frente a un pequeño bar de carretera que tenía en la fachada un rojo anuncio de neón.
—¿Qué tal si bebemos algo? —propuso Tizzie.
—Estupendo. La señorita escoge la opción número dos —dijo Alfred en el melifluo tono de los presentadores de televisión.
«Menudo imbécil», pensó ella.
Se sentaron a una mesa de un rincón. Tizzie pidió agua y un vodka solo; él, para no ser menos, hizo lo mismo. Cuando llegaron las bebidas, ella apuró la suya de un solo trago y él la imitó.
—Muy bien, y ahora ¿por qué no me cuentas qué estabas haciendo en el laboratorio restringido tú sólita y por la noche? Supongo que, como has dispuesto de más de cinco minutos para inventarte algo, tendrás una explicación razonable.
—¿Por qué crees que estuve en el laboratorio restringido?
—Por los monos. Arman una gran escandalera cuando ven a alguien que no conocen.
«Me ha pillado», se dijo Tizzie.
—No todos. Algunos son demasiado viejos para hacer nada. Me pregunto a qué se debe eso.
El pelirrojo frunció el entrecejo. Tizzie buscaba un modo de ganar tiempo. Se bebió el agua y escondió el vaso bajo la mesa. En aquel momento llegó la segunda ronda de vodkas y, mientras Alfred apuraba el suyo, Tizzie vació su copa en el vaso de agua vacío.
—Dime una cosa, ¿por qué sospechaste de mí?
—Vamos, por favor. Llevo mucho tiempo vigilando te. Siempre ausentándote. Husmeando. Problemas femeninos. Por el amor de Dios... ¿por quién me tomas?
Tizzie estuvo tentada de contestarle; pero, en vez de hacerlo, pidió otra ronda. «El alcohol no tardará en hacerle efecto», se dijo.
Había llegado el momento de correr un riesgo calculado. Tarde o temprano, todos los espías —o, al menos, todos los espías dobles— llegan a un punto del que no hay retorno.
—Te diré la verdad —comenzó Tizzie—. A fin de cuentas, no tengo nada que perder.
Advirtió que había conseguido captar la atención de su compañero. El hombre estaba echado hacia adelante, acodado en la mesa.
—Me descubriste muy pronto. No todo el mundo lo habría hecho.
Los halagos eran uno de los trucos más viejos del manual.
—Supongo que te estarás preguntando para quién trabajo.
Él asintió con la cabeza.
—Me gustaría poder decírtelo con todas las letras, porque puede ser importante. Muy importante. Para ti es fundamental saber a qué te enfrentas, del mismo modo que para mí era fundamental saber a quién me enfrentaba. Esta gente juega sobre seguro, a dos bandos. ¿Comprendes?
Alfred asintió de nuevo con la cabeza, inseguro, y fue él mismo quien pidió la siguiente ronda.
—Es imposible no sentir admiración por el Laboratorio cuando se piensa en todo lo que ha conseguido: los grandes avances científicos, las instalaciones subterráneas de Jerome, la isla, la colonia de clones. Son cosas muy notables.
Tizzie alzó su copa en brindis. Alfred, confuso, hizo lo mismo.
—Y sería mucho más notable si el Laboratorio hubiera conseguido todo eso sin llamar la atención de... ciertas agencias. Pero supongo que, de algún modo, el Laboratorio es víctima de sus grandes aspiraciones. Quiero decir que es un proyecto demasiado ambicioso, demasiado grande. La página web. Toda esa cantidad de equipo e instrumental. La verdad es que resulta impresionante, pero... ¿cómo pensasteis ni por un momento que era posible mantener una cosa así en secreto? La gente habla, los rumores circulan. ¿Entiendes a qué me refiero?
Alfred entendía. Tizzie se dio cuenta de ello por el leve brillo que relucía en el fondo de sus ojos.
—El otro día estaba haciendo recuento de todas las leyes que habéis infringido. Múltiples asesinatos en primer grado... Conspiración. Conspiración para asesinar. Y recuerda que en algunos de los estados de nuestro país sigue existiendo la pena de muerte. Leyes contra el crimen organizado. Leyes federales. Violación de los derechos civiles. Conspiración para infligir daños corporales.