Experimento (49 page)

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Authors: John Darnton

BOOK: Experimento
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Skyler saltó de la cama, cogió sus pantalones, se los puso y corrió hacia la puerta. Sin camisa y con los pantalones manchados de sangre, tenía aspecto de loco. Llamaría la atención a un kilómetro de distancia, lo cual sería peligroso.

La cama contigua a la de Jude tenía la cortina corrida en torno a ella, pues habían admitido a un nuevo paciente. Tizzie abrió uno de los cajones empotrados en la pared. Estaban de suerte. La joven cogió una camisa de hombre, unos pantalones y unos zapatos y siguió a Skyler pasillo abajo. Se metieron en el hueco de la escalera y, una vez allí, Skyler se cambió y dejó los viejos pantalones sobre la barandilla. Bajaron hasta el sótano, donde entreabrieron una puerta y miraron a través del resquicio. La puerta correspondía al Departamento de Radiología. En la sala de espera, tres pacientes aguardaban turno. Los tres alzaron la mirada curiosos.

Tizzie y Skyler siguieron hasta la parte delantera del hospital, dieron con otra escalera y subieron por ella. La puerta de acceso a la planta baja tenía una ventanilla rectangular de cristal y tela metálica. Skyler miró por ella y, aunque estaba sobre aviso, lo que vio lo dejó petrificado: apoyado en el mostrador de recepción había un ordenanza, que, aparentemente, estaba pidiendo alguna información. El hombre volvió el rostro en su dirección y Skyler se apartó instintivamente de la ventanilla.

Luego volvió a mirar. El hombre avanzaba ahora por el pasillo principal. ¡Iba en su dirección! Skyler agarró a Tizzie, la empujó hacia un rincón y se colocó ante ella. Si se abría la puerta, ésta los ocultaría. Indicó a Tizzie por señas que no hiciera ruido, y los dos se quedaron allí, escuchando inmóviles los pasos que se acercaban. Los pasos se detuvieron frente a la puerta, y Tizzie y Skyler casi oyeron al hombre pensar, tratar de discernir qué hacía. Luego, al cabo de lo que pareció un siglo, las pisadas siguieron adelante y se perdieron. Skyler miró de nuevo por la ventanilla y vio la parte posterior de la cabeza del ordenanza, en la que el mechón blanco apenas era visible. El hombretón se dirigía hacia el fondo del pasillo, en dirección opuesta a la que ellos debían tomar. Sólo en aquel momento se dio cuenta Skyler de que Tizzie llevaba rato apretándole el brazo.

Abrieron la puerta y vieron cómo el ordenanza llegaba a un recodo del pasillo, doblaba por él y desaparecía. Ellos se dirigieron al vestíbulo. De nuevo notó Skyler la mano, ya relajada, de Tizzie en el brazo. Así enlazados, pasaron ante el mostrador de recepción.

—Ah, vaya —le dijo la recepcionista a Skyler—. Hace un momento vino un hombre interesándose por su hermano. Me preguntó por el paciente que tenía un hermano gemelo idéntico. Lo mandé a la habitación. —Miró hacia el fondo del pasillo y añadió—: Si se da usted prisa, quizá lo alcance.

—No, no se preocupe —se apresuró a decir Skyler—. Ese hombre no nos cae nada bien.

—En realidad —intervino Tizzie—, no podemos verlo ni en pintura.

—¿Podría usted hacernos un gran favor? —le pidió Skyler—.Cuando vuelva por aquí, no le diga nada de que nos ha visto.

—Desde luego. A mí tampoco me cayó bien. Me pareció como antipático.

En el exterior, el sol era cegador y se reflejaba en las señales de tráfico, en las ventanas de los edificios e incluso en el pavimento, de modo que Tizzie y Skyler quedaron tan deslumbrados que ni siquiera vieron a Jude, que llegaba en el coche. El periodista tuvo que tocar el claxon y llamarlos en voz alta desde el otro lado del cruce.

—Larguémonos de aquí —dijo Tizzie en cuanto se hubo acomodado en el asiento trasero.

Comenzaron a contarle lo del ordenanza a Jude. Y éste pisó inmediatamente el acelerador. Para cuando sus compañeros terminaron de explicarle su fuga del hospital, ya habían recorrido cinco manzanas.

—Esas ropas no terminan de gustarme —comentó Jude, después de echarle un buen vistazo a Skyler—. Se nota que no son tuyas. Lo malo es que no podemos volver al motel a recoger el equipaje. Sería demasiado peligroso.

Metió la mano en un bolsillo, sacó una de las licencias de conducir de Arizona y se la entregó a Skyler.

—Aquí tienes tu nueva identidad.

Skyler miró la foto. No estaba mal. Podía pasar por una suya. Leyó el nombre.

—¿Harold James?

—Sí, pero todos te llamamos Harry. Yo soy Edward. Puedes llamarme Eddie.

—¿Los hermanos James? —preguntó Tizzie—. ¿Como los ladrones de trenes? ¿No te parece un poco descarado?

—No, qué va.

—Por cierto —dijo Tizzie, mientras el coche pasaba a gran velocidad ante el letrero que indicaba la proximidad del aeropuerto—, ¿adonde vamos?

La respuesta fue un bálsamo para los oídos de la joven:

—Lejos, muy lejos.

Cambiaron de avión en Phoenix, en cuyo aeropuerto se detuvieron el tiempo suficiente para comer algo. Jude compró el
Arizona Republican
y lo leyó mientras se tomaba una taza de café. No encontró nada interesante. Tizzie se fue a comprar más artículos de aseo —su segunda intentona del día—, y Skyler recorrió las tiendas en busca de algo que ponerse, pero no encontró nada.

A pesar de que a Jude no le pareció buena idea, compraron los pasajes con la tarjeta de crédito de Tizzie, ya que no había otro modo de pagarlos. De todas maneras, se dijo, el pasaje de avión de Tizzie estaba extendido a su nombre, así que no había forma alguna de cubrir del todo la pista.

Mataron media hora paseando por el moderno terminal, antes de dirigirse al mostrador de facturación de American Airlines y hacer una larga cola. Cuando llegó su turno y les pidieron la documentación, mostraron tres licencias de conducir.

—¿Equipaje? —preguntó el empleado.

—No llevamos —respondió Jude. —El otro puso cara de sorpresa y el periodista añadió—: Nos gusta viajar sin estorbos.

Y evitó la broma que estuvo a punto de hacer, pues su aspecto ya era bastante extraño y resultaba absurdo llamar más la atención.

Pasaron por la inspección de rayos X, y se dirigieron hacia la sala de embarque, en la que se mezclaron con el resto de los viajeros. Cualquiera que los mirase podría haberlos tomado por una familia norteamericana típicamente atípica: dos hermanos gemelos y una esposa que volvían de unas vacaciones al sol. La única pregunta que la gente podía hacerse era cuál de los dos hermanos era el marido.

Diez minutos más tarde avisaron de la salida de su vuelo. Irían sin escalas hasta Washington.

CAPÍTULO 24

El taxi dejó atrás el monumento a Washington, siguió por la Elipse hasta el Capitolio y continuó en dirección al sector sudoeste. Una vez allí, Tizzie, Jude y Skyler decidieron alojarse en una pensión barata llamada Potomac View. El nombre inducía a error, pues el río sólo era visible en una acuarela mal pintada que colgaba de la pared del vestíbulo, por encima de un montón de folletos de turismo.

Por la mañana, Tizzie decidió llamar a Nueva York, a su trabajo. Era un riesgo calculado. Tarde o temprano tenía que dar señales de vida, y cuanto más tarde fuera, mayores sospechas infundiría su comportamiento. Además, tampoco quería permanecer demasiado tiempo perdida, no fuera a ser que sus padres la necesitasen.

Como concesión a la creciente inquietud de Jude, la joven fue en taxi hasta el centro de la ciudad para telefonear desde el hotel Hay Adams. Eso no haría que la llamada fuese más difícil de localizar, pero llevaría a sus perseguidores hasta un concurridísimo hotel situado en el epicentro político de la nación.

En cuanto a Jude, durante el desayuno había decidido recurrir a Raymond. Lo necesitaban. Tizzie, Skyler y él no tenían los recursos para enfrentarse al Laboratorio, eso estaba claro. Si querían llegar hasta el fondo de aquel turbio asunto, necesitaban la infraestructura del FBI. Y, francamente, sería un alivio dejar que otros se ocupasen de aquel maldito asunto.

Pero... ¿se mostraría el FBI receptivo? ¿A qué se enfrentaban exactamente? ¿A unos asesinos? Sin duda. Para empezar, allí estaba el cadáver de New Paltz. Aunque resultaba poco menos que imposible colgarle a alguien concreto aquel asesinato. ¿A qué más se enfrentaban? ¿A una conspiración para efectuar investigaciones médicas ilegales? Muy probablemente. Pero... ¿hasta qué punto estaba interesado el FBI en aquel tipo de cosas? Raymond le comentó que en tiempos el Laboratorio tuvo su propio expediente, pero también añadió que dicho expediente se hallaba ahora prácticamente cerrado. Había cosas más urgentes. Y además estaba lo que Hartman había dicho acerca de que unos agentes del FBI los habían seguido hasta Wisconsin. Así que al menos había alguien del FBI que seguía interesado por el asunto.

Las dudas no dejaban de agobiarlo. ¿Tendría Raymond autoridad suficiente para conseguir que la agencia interviniera en el asunto? Quizá Jude tuviera que presentarse con Raymond para conseguir la autorización de sus superiores. Y, pensándolo bien, ¿hasta qué punto podía confiar en el propio Raymond? Él mismo le había recomendado que no se fiase de nadie, pese a lo próximo que pudiera estar a él. Viéndolo en retrospectiva, parecía que el federal lo hubiese dicho pensando en Tizzie. ¿Sabía Raymond de la existencia de la muchacha? Aunque también podía ser que el consejo aludiese al propio Raymond. «No te olvides, —se dijo Jude—, de que Raymond ha venido ocultándote información desde el principio.» Pero... ¿por qué le iba a aconsejar a Jude que recelase de él mismo? ¿Le habría dicho aquello Raymond si él formase parte de algún tipo de conspiración? Y, por otra parte, aquélla podía ser una buena estratagema: ¿qué mejor forma había de ganarse la confianza de Jude? Sin embargo, debía tener en cuenta que fue Raymond quien le dio el nombre del juez, permitiéndole con ello dar el primer paso de aquella larga y descabellada carrera. Y eso parecía avalar la sinceridad del federal.

Decidió dejar de devanarse la cabeza. Si uno se ponía a dar vueltas y más vueltas, terminaba mareado. Agarra el toro por los cuernos. Plántate allí. Lleva a Skyler. Sin previo aviso, sin darles tiempo a preparar una trampa. Y de todas maneras, con aquellos ordenanzas y sabía Dios quién más persiguiéndolos, el edificio del FBI era, probablemente, el lugar en el que más seguros se encontrarían.

Jude y Skyler tomaron un taxi.

—A la central del FBI.

El conductor, un africano de oscura tez que llevaba una camisa estampada de vivos colores, los miró por el retrovisor, primero a uno y después al otro. De un reproductor de casetes brotaba música africana occidental. Suena como Sunny Ade, se dijo Jude, y miró el nombre que aparecía en la licencia. Efectivamente, el taxista era nigeriano.

Tizzie estaba más que alarmada. Dejó en la pensión una nota para Jude y Skyler —no tenía tiempo para esperarlos— y luego se dirigió en taxi al aeropuerto. Una vez allí, se abrió paso hasta la cabeza de la cola y compró un pasaje. Media hora más tarde se hallaba en el aire, camino de Milwaukee.

El asunto parecía grave. Tizzie había intentado deducir del tono de su secretaria hasta qué extremo llegaba la gravedad, pero, naturalmente, no lo consiguió.

—Dijeron que debía usted ir inmediatamente. Su madre está muy delicada y no saben cuánto durará.

—¿Cuándo llamaron?

—Hace sólo un par de horas.

¿Trataban de dulcificarle el golpe dándole sólo la mitad de la información? ¿Encontraría a su madre muerta cuando llegara a la casa?

Resultaba extraño, pues siempre había pensado que su padre sería el primero en desaparecer. A fin de cuentas, él era el que más trabajo y agobios había tenido. Su madre había sido una figura secundaria que se limitaba a estar allí, al fondo de la escena. Se ocupaba de la casa y de la cocina mientras su marido atendía a los pacientes, o efectuaba viajes de trabajo, o discutía sobre temas trascendentales con el tío Henry. Su madre había llevado una vida mucho más tranquila, sabedora siempre de lo que tenía que hacer y haciéndolo a su aire.

Tizzie no soportaba enfrentarse a la dura realidad. Probablemente, había pensado que su padre sería el primero en morir porque era su muerte la que más temía. Adoraba a su madre, a la que sabía que en cualquier momento podía recurrir y de cuyo permanente apoyo estaba segura. Sin embargo, su padre era todo su mundo. El sol, las estrellas y la luna en una sola pieza. Tizzie lograba imaginar la vida sin su madre, pero no sin su padre.

Y, cómo no, también sentía remordimientos. Se ahogaba en ellos. Para ella, era como hurgar en una herida para averiguar hasta qué punto duele. Evocó los más cálidos recuerdos familiares que albergaba en su memoria. Una sucesión de imágenes desfiló por su imaginación: su madre atendiéndola cuando ella estaba enferma, aguardándola despierta para cerciorarse de que volvía sana y salva de sus citas con compañeros de estudios, vendándole el pie en la playa después de que se lo cortó con el afilado borde de una concha.

Un nuevo recuerdo de infancia apareció de pronto, surgido de la nada: ella, en brazos de su madre, durante un largo trayecto en coche. ¿Adonde iban? Sí, estaban marchándose de Arizona. Era el largo viaje hasta Wisconsin, y tenía miedo, porque estaba dejando atrás a todos sus amigos e iba a iniciar una nueva vida. Pero también tenía miedo por otra razón... ¿Por qué? Quizá porque, de algún modo, percibía que sus padres estaban asustados. Pero... ¿por qué lo estaban?

¿Cuántos recuerdos como aquél permanecerían aún ocultos en su memoria, esperando aflorar?

Tizzie viajaba en clase turista. A su lado, un hombre dormitaba, y su cabeza no dejaba de caer una y otra vez sobre el hombro de Tizzie. El almuerzo llegó en el interior de una bolsa: un sándwich, un pedazo de queso, una manzana y un cuchillo de plástico. En el asiento de atrás, un niño no paraba de llorar. Pero ella apenas se daba cuenta de nada.

Nunca, desde aquel largo y lejano viaje en coche, había estado tan asustada.

Y resultó que no le faltaban razones para sentirse así. Cuando el avión aterrizó al fin y los pasajeros desembarcaron, Tizzie se encontró con que en la terminal la estaba esperando una pequeña delegación.

Se le cayó el alma a los pies cuando vio entre los presentes a su tío Henry. Antes de que nadie dijera ni una palabra, por las expresiones que tenían todos los que la aguardaban, comprendió que había llegado demasiado tarde.

Sin duda, su madre ya había muerto.

El Edificio Hoover era grande e impersonal, un anónimo monolito que se alzaba en la avenida Pennsylvania.

Bajaron del taxi cien metros antes e hicieron a pie el resto del camino. Era una costumbre de Jude cuando iba a realizar entrevistas importantes, y para él ya se había convertido en una superstición, en una especie de rito inofensivo para conseguir que la entrevista saliera bien. Y, bien mirado, ninguna de las entrevistas que había hecho en su vida era tan importante como aquélla.

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