Fantasmas

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Un grupo de escritores acuden, tras leer un anuncio en la prensa, a un retiro para artistas donde supuestamente darán rienda suelta a su imaginación. Inmersos en un escenario aislado de las preocupaciones mundanas, los escritores llegan dispuestos a escribir su obra maestra. No obstante, la colonia de escritores resulta ser un lugar apartado del mundo, un viejo teatro abandonado, donde la comida, la electricidad y los suministros básicos son bienes escasos. En estas condiciones precarias, los protagonistas comenzarán a escribir historias terroríficas hasta llegar a un grado de maquinación diabólico, y alzarse ante la masa como héroes de una película documental.

Fantasmas
es al mismo tiempo una sátira provocativa sobre el ansia de notoriedad y un homenaje a los clásicos del género de terror en la línea de Los cuentos de Canterbury o Frankenstein.

Chuck Palahniuk

Fantasmas

ePUB v2.0

GONZALEZ
16.06.12

Título original:
Haunted

© 2005, Chuck Palahniuk

Traducción de Javier Calvo Perales

Ilustración de la cubierta: © Jeff Middleton

Diseño de la cubierta: Luz de la Mora

Editor original: Fear (v1.0)

Segundo editor: GONZALEZ (v2.0)

ePub base v2.0

Había muchas cosas hermosas, muchas desvergonzadas, muchas
grotescas
, algunas terribles y no pocas que podrían provocar repugnancia.

E
DGAR
A
LLAN
P
OE,

«La máscara de la muerte roja»

COBAYAS

Se suponía que esto era un retiro para escritores. Se suponía que era seguro.

Una colonia aislada para escritores, donde pudiéramos trabajar,

dirigida por un anciano muy anciano y moribundo llamado Whittier,

hasta que dejó de serlo.

Y se suponía que teníamos que escribir poesía. Poesía bonita.

Todos nosotros, sus alumnos aventajados,

encerrados sin contacto con el mundo ordinario durante tres meses.

Y entre nosotros nos pusimos nombres como «el

Casamentero». Y «el Eslabón Perdido».

O «la Madre Naturaleza». Etiquetas tontas. Nombres que se nos ocurrían.

De la misma forma que cuando eras niño te inventabas nombres para las plantas y

los animales que había en tu mundo. A las peonías pegajosas de néctar e infestadas de

hormigas: las llamabas «flores hormigueras». Y a los collies «Perros Lassie».

Pero incluso ahora, sigues llamando a alguien «ese hombre con una sola pierna».

O «ya sabes, la chica negra».

Nos llamamos los unos a los otros:

«el Conde de la Calumnia».

O «la Hermana Justiciera».

Los nombres nos los ganábamos en base a nuestros relatos.

Los nombres que nos poníamos entre nosotros

basados en nuestra vida y no en nuestros apellidos:

«la Dama Vagabunda»,

«el Agente Chivatillo».

Basados en nuestros pecados y no en nuestros trabajos:

«San Destripado».

Y «el Duque de los Vándalos».

Basados en nuestros defectos y crímenes. Al contrario que los nombres de los superhéroes.

Nombres tontos para gente real. Como si abrieras con

un cuchillo una muñeca de trapo y dentro

encontraras:

intestinos de verdad, pulmones de verdad, un corazón que late, sangre. Mucha sangre caliente y pegajosa.

Y se suponía que teníamos que escribir relatos. Relatos graciosos.

Éramos demasiados, aislados del mundo durante toda

una primavera, un verano, un invierno o un otoño. Una estación entera de aquel año.

No importaba qué clase de personas fuéramos, no para el viejo señor Whittier.

Pero esto no lo dijo de entrada.

Para el señor Whittier éramos animales de laboratorio. Un experimento.

Pero no lo sabíamos.

No, esto solamente fue un retiro para escritores hasta que ya fue demasiado tarde para que fuéramos otra cosa

que sus víctimas.

1

Cuando el autobús se detiene en la esquina donde la Camarada Sobrada aceptó esperar, ella ya está allí vestida con una chaqueta de aviador comprada de los excedentes del ejército —de color verde oliva oscuro— y pantalones anchos de camuflaje, con los bajos remangados para dejar ver unas botas de infantería. Con una boina negra bien calada en la cabeza, podría ser cualquiera.

—La regla era… —dice San Destripado por el micrófono que tiene encima del volante.

Y la Camarada Sobrada dice:

—Vale. —Se inclina para desanudar de una maleta una etiqueta que identifica el equipaje. La Camarada Sobrada se mete la etiqueta para equipaje en su bolsillo de color verde oliva, carga con la segunda maleta y sube al autobús. Mientras la primera maleta se queda en la acera, abandonada, huérfana, sola, la Camarada Sobrada se sienta y dice—: Muy bien.

Dice:

—Arranca.

Esta mañana todos nos hemos dedicado a dejar notas. Antes del amanecer. Hemos bajado escaleras a oscuras de puntillas con nuestra maleta y hemos tomado calles a oscuras con la única compañía de los camiones de la basura. No hemos visto salir el sol.

Sentado al lado de la Camarada Sobrada, el Conde de la Calumnia está escribiendo algo en un cuaderno de bolsillo, mirándola alternativamente a ella y a su bolígrafo.

E, inclinándose a un lado para mirar, la Camarada Sobrada dice:

—Tengo los ojos verdes, no castaños, y mi pelo es de color caoba natural. —Ella mira cómo él escribe «verde» y luego dice—: Y tengo una rosa roja pequeñita tatuada en la nalga. —La mirada de ella se posa en la grabadora plateada que a él le asoma del bolsillo de la camisa, con la rejilla de su micrófono, y luego dice—: No escribas «pelo teñido». Las mujeres se «resaltan» el color del pelo o bien se lo «retocan».

Cerca de ellos va sentado el señor Whittier, allí donde puede sujetar el armazón plegado de acerocromo de su silla de ruedas con sus manos manchadas por la edad y temblorosas. A su lado va sentada la señora Clark, con unos pechos tan grandes que casi le descansan en el regazo.

La Camarada Sobrada les echa un vistazo. Se inclina sobre la manga de franela gris del Conde de la Calumnia y dice:

—Puramente ornamentales, supongo. Y sin ningún valor nutritivo…

Hoy es el día en que nos perdemos nuestro último amanecer.

En la siguiente esquina oscura donde nos está esperando, la Hermana Justiciera levanta su reloj de pulsera negro y pesado y dice:

—Habíamos quedado a las cuatro y treinta y cinco. —Da unos golpecitos en la esfera del reloj con la otra mano y dice—: Son las cuatro y treinta y nueve…

La Hermana Justiciera trae un estuche de cuero de imitación con un asa blanda y una solapa que se cierra con un broche para proteger la Biblia que lleva dentro. Un bolso de fabricación casera para transportar la Palabra de Dios.

Estamos esperando al autobús por toda la ciudad. En las esquinas o en los bancos de las paradas de autobús, hasta que aparece San Destripado. Con el señor Whittier sentado cerca de la parte de delante junto a la señora Clark. El Conde de la Calumnia. La Camarada Sobrada y la Hermana Justiciera.

San Destripado tira de la palanca que hace que la puerta se abra plegándose sobre sí misma y en la acera aparece la pequeña Señorita Estornudos. Con las mangas de su jersey abultadas por todos los pañuelos de papel sucios que lleva metidos dentro. Levanta su maleta y de la misma sale un ruido fuerte parecido al ruido de las palomitas dentro de un microondas. Con cada peldaño que sube de la escalerilla del autobús, la maleta hace un estruendo parecido a un fuego lejano de ametralladora, y la Señorita Estornudos nos mira y dice:

—Mis pastillas. —Agita ruidosamente la maleta y dice—: Llevo provisiones para tres meses…

De ahí la norma que limita la cantidad de equipaje. Para que podamos caber todos.

La única norma es una sola pieza de equipaje por persona, pero el señor Whittier no ha especificado de qué tamaño ni de qué clase.

Cuando la Dama Vagabunda sube a bordo, lleva un anillo de diamante del tamaño de una palomita de maíz y con la mano sujeta una correa que va arrastrando una maleta de piel con ruedecitas.

Con un gesto de los dedos destinado a hacer centellear su anillo, la Dama Vagabunda dice:

—Es mi difunto marido, incinerado y convertido en un diamante de tres quilates.

Al oír esto, la Camarada Sobrada se inclina sobre el cuaderno en el que está escribiendo el Conde de la Calumnia y dice:

—«Lifting» acaba en g.

Unas cuantas manzanas más tarde, después de un par de semáforos y de doblar unas cuantas esquinas, aparece el Chef Asesino, esperando, con una maleta de aluminio moldeado en la mano donde lleva todos sus calzoncillos blancos elásticos y sus camisetas y sus calcetines doblados en cuadrados tan perfectos como si fueran de origami. Además de un juego completo de cuchillos de chef. Debajo del mismo, su maleta de aluminio está atiborrada de fajos de billetes sujetos con gomas elásticas, todos en billetes de cien dólares. Todo junto pesa tanto que tiene que usar las dos manos para subirlo al autobús.

Después de bajar otra calle, pasar por debajo de un puente y dar toda la vuelta a un parque, el autobús se detiene en una acera donde no parece haber nadie esperando. Allí el hombre al que llamamos «el Eslabón Perdido» sale de entre unos matorrales que hay cerca de la acera. En las manos lleva una bolsa negra de basura hecha una pelota y llena de rasgaduras, a través de las cuales asoman camisas de franela a cuadros.

Mirando al Eslabón Perdido, pero dirigiéndose al Conde de la Calumnia, al que tiene al lado, la Camarada Sobrada dice:

—Con esa barba, Hemingway le habría pegado un buen tiro…

Ese mundo que sigue dormido nos tacharía de locos. Toda esa gente que sigue en la cama pasará otra hora durmiendo, luego se lavarán la cara, debajo de los brazos y entre las piernas, antes de ir al mismo trabajo de todos los días. A vivir la misma vida de todos los días.

Esa gente llorará al descubrir que nos hemos ido, pero también llorarían si subiéramos a bordo de un barco para empezar una nueva vida al otro lado del océano. Emigrantes. Pioneros.

Esta mañana somos astronautas. Exploradores. Gente despierta mientras ellos duermen.

Esa gente llorará, pero luego regresarán a trabajar de camareros, a pintar casas, a programar ordenadores.

En nuestra siguiente parada, San Destripado abre las puertas y un gato sube la escalerilla y recorre el pasillo que hay entre los asientos del autobús. Detrás del gato aparece la Directora Denegación diciendo:

—Se llama Cora. —La gata se llama Cora Reynolds—. Yo no le puse el nombre —dice la Directora Denegación, vestida con un blazer y una falda de tweed cubiertos de pelos de gato. Con un bulto en el pecho debajo de una de las solapas.

—Lleva una pistolera en el hombro —dice la Camarada Sobrada inclinándose para hablar con la grabadora que el Conde de la Calumnia lleva en el bolsillo de la camisa.

Todo esto —susurrar a oscuras, dejar notas, mantener las cosas en secreto— es nuestra aventura.

Si estuvieras planeando quedarte aislado en una isla desierta durante tres meses, ¿qué te llevarías?

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