Fantasmas (9 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—Ha muerto.

Está muerta y enterrada y nunca le piensa decir dónde. Y si lo hace, le dirá una ciudad que no es.

Y entonces, ¡plas!

El tipo tiene la cara y el pelo completamente fríos y mojados.

Y está todo pringado de café. De café frío. La camisa y la corbata, echadas a perder. Con todo el pelo engominado pegado ahora a la cara.

Nuestra rubia extiende la mano para coger el micrófono inalámbrico y dice:

—Gracias por el consejo. —Ella dice—: Creo que esto me convierte en la
siguiente

Y lo que es muchísimo peor que ser demasiado rubia, peor que estropearle al tipo su ropa elegante y su pelo engominado, que nuestra chica flaca se ha enamorado de él, joder.

4

En el vestíbulo de terciopelo azul, algo baja las escaleras dando porrazos desde las sombras del primer rellano. Peldaño a peldaño, los porrazos se van volviendo cada vez más fuertes y por fin el estruendo da paso a algo redondo y negro que baja rodando desde la penumbra del segundo piso. Es una bola de bolera, que baja rebotando por el centro de la escalera. Rodando en silencio por la moqueta azul del vestíbulo, la bola de bolera de la Hermana Justiciera pasa al lado de Cora Reynolds, que se está lamiendo las patas, después pasa al lado del señor Whittier, que está bebiendo café instantáneo en su silla de ruedas, y después al lado de la Dama Vagabunda y de su marido de diamante. Por fin la bola golpea, negra y pesada, contra las puertas dobles, y desaparece dentro del auditorio.

—Packer —le dice la Dama Vagabunda a su diamante—. Hay algo aquí encerrado con nosotros —dice en voz baja, casi un murmullo, y le pregunta al diamante—: ¿Eres tú?

Ese cuadradito de cristal que se supone que solamente puedes romper en caso de incendio, Miss América ya lo ha roto. Cada vez que se encuentra una ventanita con un marco de metal pintado de rojo y un martillito colgando de una cadena al lado, ella rompe el cristal y pulsa el interruptor de dentro. Miss América hace esto en el vestíbulo. Luego en la galería estilo restaurante chino con su decoración en laca roja y todos sus budas esculpidos en yeso. Luego en el foyer estilo templo maya del sótano con sus caras talladas de guerreros lascivos. Luego en la galería estilo mil y una noches que hay detrás de los palcos del segundo rellano. Luego en la cabina de proyección que hay embutida debajo del techo.

Y no pasa nada. No suena ningún timbre. Nadie viene a abrir a hachazos las salidas de incendios cerradas con llave para rescatarla. Para rescatarnos.

No pasa nada y sigue sin pasar nada.

El señor Whittier está sentado en un sofá de terciopelo azul del vestíbulo, bajo las hojas de cristal de una lámpara de araña tan grande como una nube gris resplandeciente.

El Casamentero ya está llamando «árboles» a las lámparas de araña. Que cuelgan alineadas en el centro del techo de cada salón alargado o galería o lounge. Los llama arboledas frutales de cristal que crecen de cadenas envueltas en terciopelo y plantadas en el techo.

Ya estamos todos viendo nuestra propia realidad privada y casera en estos mismos salones.

El Conde de la Calumnia está escribiendo en su cuaderno. El Agente Chivatillo, grabando en vídeo. La Condesa Clarividencia lleva su turbante puesto. San Destripado está comiendo.

Usando todo el brazo, la Directora Denegación lanza un ratón falso que aterriza a medio camino de las puertas del auditorio. Con la otra mano se frota el hombro del primer brazo mientras la gata, Cora Reynolds, le trae el ratón de vuelta, levantando con las patas un remolino de polvo de la moqueta.

Mirándolos, con un brazo doblado delante del torso para sujetarse los pechos, y con una mano retorcida para frotarse la nuca, la señora Clark dice:

—En la Villa Diodati tenían cinco gatos.

San Destripado usa una cuchara de plástico para comer
crêpe suzette
instantánea de una bolsa de Mylar.

Limándose las uñas con una lima de esmeril, la Dama Vagabunda contempla cómo las cucharadas de líquido rosado se desplazan desde la bolsa hasta su boca, y le dice:

—Eso no puede ser bueno.

Y no pasa nada más. O bien: sigue pasando nada.

Hasta que Miss América se planta en medio de nosotros y dice:

—Esto es ilegal.

Lo que ha hecho el señor Whittier es secuestro, dice. Está reteniendo a gente en contra de su voluntad, y eso es un delito grave.

—Cuanto antes hagáis lo que prometisteis —dice el señor Whittier—, antes se os pasarán estos tres meses.

La Directora Denegación lanza el ratón falso y dice:

—¿Qué es la Villa Diodati?

—Es una casa junto al lago Como —le dice la Dama Vagabunda a su enorme diamante.

—Junto al lago Lemán —dice la señora Clark.

Tal como recordaremos después, el señor Whittier tiene la postura de que siempre estamos en lo cierto.

—No se trata de tener razón o no —dice el señor Whittier.

La verdad es que nada está equivocado. No en nuestras mentes. En nuestra realidad.

Nunca puede uno ponerse a hacer algo equivocado.

Nunca puede uno decir algo equivocado.

En tu mente, siempre tienes razón. Cada acción que emprendes —lo que haces o dices o la forma en que decides que te vean los otros— es automáticamente acertada en el momento en que actúas.

Con las manos temblando mientras sostiene su taza, el señor Whittier dice:

—Aunque te dijeras a ti mismo: «Hoy voy a beber café de la forma
incorrecta
… bebiendo de una bota sucia». Aun así, eso estaría bien, porque tú has decidido beber café de esa bota.

Porque no se puede hacer nada mal. Uno siempre tiene razón.

Hasta cuando dices «Pero qué idiota soy. Qué equivocado estoy…», tienes razón. Tienes razón en que estás equivocado. Tienes razón hasta cuando eres un idiota.

—No importa lo estúpida que sea tu idea —dice el señor Whittier—, estás condenado a tener razón porque es tuya.

—¿El lago Lemán? —dice la Dama Vagabunda con los ojos cerrados. Se pellizca las sienes y se las frota con los dedos índice y pulgar de una mano y dice—: La Villa Diodati es donde Lord Byron violó a Mary Shelley…

Y la señora Clark dice:

—Pues no.

Estamos condenados a tener todos razón. Sobre cualquier cosa que nos planteemos.

En este mundo líquido y cambiante donde todo el mundo tiene razón y cualquier idea es correcta desde el momento en que la llevas a la práctica, diría el señor Whittier, lo único que es seguro es lo que uno promete.

—Tres meses, lo prometisteis —dice el señor Whittier a través del humo de su café.

Es entonces cuando sucede algo, aunque no mucho.

En la siguiente mirada, notas que se te encoge el agujero del culo. Que tu mano vuela para tapar tu boca.

Miss América tiene un cuchillo en una mano. Con la otra mano tiene agarrado el nudo de la corbata del señor Whittier y tira de la cara de este hacia la de ella. El café del señor Whittier se ha derramado y ahora forma un charco humeante sobre el suelo. Las manos del anciano cuelgan, temblorosas, agitando el aire polvoriento de sus costados.

A San Destripado se le cae la bolsa plateada de
crêpe suzette
instantánea y el contenido se derrama sobre la moqueta de color azul lavanda: las guindas rojas y pegajosas y la nata montada reconstituida.

Y la gata va corriendo a probarlo.

Con sus ojos casi tocando los del señor Whittier, Miss América dice:

—Entonces, ¿tengo razón si lo mato?

El cuchillo es uno de los del juego que el Chef Asesino ha traído en su maletín de aluminio.

Y el señor Whittier le devuelve la mirada, tan pegado a ella que sus pestañas se tocan al parpadear.

—Pero seguirás estando atrapada —dice, con sus escasos pelos grises colgando de la parte de atrás de su cráneo. Con la voz estrangulada por la corbata hasta no ser más que un graznido.

Miss América hace un gesto con el cuchillo en dirección a la señora Clark y dice:

—¿Y ella? ¿Ella tiene llave?

Y la señora Clark niega con la cabeza. No. Con los ojos abiertos como platos pero con los morros de muñeca paralizados por efecto de la silicona.

No, la llave está escondida en alguna parte del edificio. En un lugar donde solamente miraría el señor Whittier.

Con todo, aun si lo mata ella tendrá razón.

Si ella decide pegar fuego al edificio confiando en que los bomberos verán el humo y la rescatarán antes de que todos nos asfixiemos, también tendrá razón.

Si ella clava la punta del cuchillo en el globo ocular blanco por las cataratas del señor Whittier y se lo saca y lo tira al suelo para que la gata juegue con él, seguirá teniendo razón.

—A la vista de lo cual —dice el señor Whittier, con la corbata tensada en el puño de ella, con la cara de color rojo oscuro y con la voz convertida en un susurro—, empecemos a hacer lo que hemos prometido.

Los tres meses. Escribid vuestra obra maestra. Punto final.

La silla de ruedas de acerocromo traquetea cuando él se desploma en ella al soltarlo la mano de Miss América. El polvo de la moqueta llena el aire y las dos ruedas delanteras de la silla se levantan de la moqueta de tan fuerte como él cae. El señor Whittier se lleva las dos manos al cuello de la camisa para aflojarse la corbata. Se inclina para recoger su taza de café del suelo. Sus pelos grises normalmente peinados hacia un lado de la cabeza ahora le cuelgan sueltos a ambos lados de su calva llena de manchas de la edad.

Cora Reynolds sigue comiéndose las guindas y la crema de la moqueta polvorienta junto a la silla de San Destripado.

Miss América dice:

—Esto no se ha terminado ni en coña…

Y blande la hoja de su cuchillo en dirección a todos los que están en el vestíbulo. Con un movimiento rápido de su brazo, con un temblor y una contracción de sus músculos, el cuchillo vuela hasta clavarse en el respaldo de una butaca palaciega que hay al otro lado de la sala. El filo queda clavado y vibrando en el terciopelo azul, con el mango tembloroso.

Desde detrás de su cámara de vídeo, el Agente Chivatillo dice:

—Publícalo.

Cora Reynolds sigue lamiendo que te lame la moqueta pegajosa con su lengua de ante rosado.

El Conde de la Calumnia escribe algo en su cuaderno.

—Así pues, señora Clark —dice la Dama Vagabunda—, ¿la Villa Diodati?

—Allí tenían cinco gatos —dice el señor Whittier.

—Cinco gatos y ocho perros grandes —dice la señora Clark—, tres monos, un águila, un cuervo y un halcón.

Fue una reunión estival que tuvo lugar en 1816, y en la que un grupo de jóvenes se pasaron casi todo el tiempo encerrados en casa por culpa de la lluvia. Algunos de ellos estaban casados y otros no. Hombres y mujeres. Se leían cuentos de fantasmas entre ellos, pero los libros que tenían eran espantosos. Así que acordaron escribir todos una historia. Cualquier clase de historia de miedo. Para entretenerse los unos a los otros.

—¿Como la Mesa Redonda del Algonquin? —le pregunta la Dama Vagabunda al diamante que tiene en el dorso de la mano.

Nada más que un grupo de amigos sentados en una sala, intentando asustarse los unos a los otros.

—¿Y qué escribieron? —dice la Señorita Estornudos.

Aquella gente aburrida de clase media no intentaba más que matar el tiempo. Gente encerrada en su casa de veraneo llena de humedades.

—No mucho —dice el señor Whittier—. Solamente la leyenda de
Frankenstein
.

La señora Clark dice:

—Y de
Drácula
.

La Hermana Justiciera baja las escaleras procedente del segundo piso. Cruza el vestíbulo y se pone a mirar debajo de las mesas y detrás de los sillones.

—Está ahí dentro —dice el señor Whittier levantando un dedo tembloroso para señalar las puertas dobles del auditorio.

La Dama Vagabunda mira de reojo las puertas del auditorio por donde han desaparecido tanto la bola de bolera como Miss América.

—Mi difunto marido y yo éramos expertos en aburrirnos —dice la Dama Vagabunda, y nos hace esperar mientras da tres, cuatro, cinco pasos cruzando el vestíbulo para arrancar el cuchillo del respaldo de la butaca.

Con el cuchillo en la mano, mirando la hoja, palpándola con el dedo para ver cómo está de afilada, dice:

—Os lo puedo contar todo sobre cómo mata el tiempo la gente rica y aburrida…

GABINETE ESTRATÉGICO

Un poema sobre la Dama Vagabunda

«Solamente hacen falta tres médicos —dice la Dama

Vagabunda— para hacerte desaparecer.»

Durante el resto de tu vida natural.

La Dama Vagabunda en el escenario, sus piernas depiladas a la cera. Las pestañas pintadas con rímel negro y espeso.

Los dientes tan blanqueados como sus perlas. La piel, masajeada.

Su anillo de diamante centellea, luminoso como un faro.

Su traje de lino, marcado con alfileres y tizas y luego doblado y cortado

hasta que no le queda bien a nadie más en el mundo.

Toda ella es un monumento al acto de estar quieta y sentada mientras un gabinete de expertos formados trabaja largo y tendido

a cambio de mucho dinero.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:

un velo de mujeres que arrastran abrigos de pieles. El tacto de la seda se aposenta sobre su cara.

En la película, la armadura de joyas de oro y platino te avisa,

con el destello rojo de los rubíes y los zafiros de color amarillo canario.

La Dama Vagabunda dice: «No es divertido que tu padre sea un genio».

O tu madre o tu marido o tu esposa, pregúntale a cualquiera. A cualquiera que sea rico.

Con todo, dice ella, solamente hacen falta tres médicos.

Gracias al Gabinete Estratégico Sanitarium.

«Gente brillante de verdad —dice ella—. La verdad es que

les encanta…

darlo todo.»

Si Thomas Edison estuviera vivo. O madame Curie.

O Albert Einstein.

Sus maridos, esposas, hijos o hijas firmarían todos los documentos necesarios.

sin pensarlo.

«Para proteger su caudal de ingresos», dice la Dama Vagabunda.

Ese flujo de dinero de los honorarios y los royalties de las patentes y los inventos.

Con su velo de tratamientos en centros de salud y de

pedicuras, de bailes de caridad y palcos de la ópera,

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