Fantasmas (13 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Así es como protegemos nuestras apuestas. Unas escenas que no van a salir en la película. Dará la impresión de que todo es obra del señor Whittier. Del maligno y sádico señor Whittier.

Nuestro equipo ya está formando frente al equipo de la señora Clark y del señor Whittier.

Miss América y la Señorita Estornudos ya se han convertido en simples puntos de la trama. En nuestro sacrificio. Predestinadas.

En las formas rojas y amarillas de la chimenea eléctrica, en los paneles de madera labrada del salón de fumar gótico, apoltronada en el cojín de su sillón de orejas de cuero, la señora Clark baja más y más la barbilla, hasta casi apoyarla en su escote. Y pregunta si la Hermana Justiciera ha encontrado su bola de bolera.

Y la Hermana niega con la cabeza. No. Se da unos golpecitos en la esfera de su reloj de pulsera y dice:

—El crepúsculo civil llega dentro de cuarenta y cinco… de cuarenta y cuatro minutos.

La Señorita Estornudos tose —una tos larga, estruendosa, como de grava mojada— y tenemos que controlarnos para no aplaudir. Hurga en su bolsillo en busca de una pastilla, de una cápsula, pero su mano sale vacía.

La Hermana Justiciera se excusa y empieza a bajar las escaleras hacia el vestíbulo, hacia la cama, desapareciendo peldaño a peldaño, haciéndose más bajita, hasta que la parte superior de su pelo teñido de negro desaparece.

Nuestra Miss América está en otra parte, arrodillada frente al pomo de una puerta, intentando forzar la cerradura. O accionando una alarma de incendios que sabemos que no funcionará.

Gracias al Reverendo Sin Dios.

La grabadora del Conde de la Calumnia tiene encendida la lucecita roja. El Agente Chivatillo se pasa la cámara de vídeo de un ojo al otro.

Y de las escaleras sube un grito. El largo lamento de una mujer. Y la voz de la Hermana Justiciera diciéndonos que bajemos deprisa. Que ha tropezado con algo.

La Dama Vagabunda. Una nueva mancha. Los dedos de una mano cerrados en torno a un cuchillo. A su alrededor, un lago negro de su sangre fundiéndose con la moqueta azul del vestíbulo.

El pelo largo y negro parece bajar enroscándose por un lado de su cara y desaparecer dentro del cuello de su abrigo de piel. Pero cuando llegamos al pie de las escaleras y podemos verla a tamaño real, ese pelo oscuro y trenzado resulta ser sangre. Debajo del pelo esculpido de ese lado de su cara, le ha desaparecido la oreja. Despatarrada en el suelo, tiene algo de color rojo y rosado dentro de una mano extendida, y en el centro de ese algo, algo parecido a una ostra, un pendiente de perla resplandeciente en el que se refleja la luz de la falsa chimenea. En la palma de su mano, junto a la oreja rosada, el diamante hecho con su marido muerto.

Mientras todos la contemplamos desde las escaleras, la Dama Vagabunda sonríe. Gira la cabeza hacia un lado para mirarnos, y dice:

—Estoy sangrando… muchísimo. —Más allá de su cara y sus manos pálidas, parece que el rastro de sangre no se acaba nunca. Los dedos se le relajan, el cuchillo se le cae en la moqueta y dice—: Ahora, señor Whittier, me tiene que dejar que me vaya a casa…

La Camarada Sobrada le da un codazo al Conde de la Calumnia y le dice:

—¿Qué te dije? Mira. —Señala con la cabeza la parte superior de la trenza de sangre y dice—: Ahora se le puede ver la cicatriz del lifting.

Y la Dama Vagabunda muere. La Hermana Justiciera lo certifica después de ponerle un dedo en el cuello. El dedo de la Hermana se queda manchado de sangre.

Llegado este punto, nuestro futuro está decidido. Este será nuestro modo de subsistencia, contarle a la gente que presenciamos cómo a un ser humano inocente se le llevó hasta el suicidio, añadiendo, además, la historia de las vacaciones en el arroyo de la Dama Vagabunda. La tragedia de su marido. La heredera del petróleo brasileña, secuestrada. A la mierda la idea de inventarse monstruos. Aquí no tenemos más que mirar a nuestro alrededor. Y prestar atención.

En el visor de su cámara, el Agente Chivatillo rebobina y observa cómo la Dama Vagabunda cuenta su historia sobre el escenario. Cómo la cuenta una y otra vez.

Nuestra marioneta. Nuestra acción de la trama.

El Conde de la Calumnia rebobina su grabadora y oímos el grito de la Hermana Justiciera una y otra vez.

Nuestro loro.

Y bajo la luz roja y amarilla de la chimenea de cristales, el señor Whittier dice:

—Así que ya ha empezado…

—¿Señor Whittier? —dice la señora Clark.

El señor Whittier, nuestro villano, nuestro amo, nuestro demonio, a quien amamos y adoramos porque se dedica a torturarnos, suspira. Mientras observa el cadáver de la Dama Vagabunda, levanta una de sus manos temblorosas, convulsas y palpitantes para taparse la boca y suelta un bostezo.

Mientras observa el cadáver, la Directora Denegación se dedica a acariciar a la gata que tiene en brazos, con su pelo atigrado y naranja que se le cae y se queda en todas partes.

La Baronesa Congelación y la Condesa Clarividencia se arrodillan junto al cadáver. No lloran, pero abren tanto los ojos que se les puede ver un montón de blanco alrededor del iris, igual que los ojos de alguien que está mirando un billete de lotería premiado.

Mientras observa el cadáver, San Destripado se dedica a comer espaguetis fríos con cuchara de una bolsa plateada. En cada cucharada atiborrada de mejunje rojo hay mechones de pelo de gato.

Somos nosotros los que vamos a luchar contra nosotros mismos durante los próximos tres meses.

Desde lo alto de las escaleras, sentado en su silla de ruedas, el señor Whittier observa. A su lado, el Conde de la Calumnia sigue tomando notas con el bolígrafo en su cuaderno.

Señalando con un dedo tembloroso, el señor Whittier dice:

—Tú, ¿estás apuntando esto?

Sin levantar la vista de su versión de la verdad, el Conde asiente: sí.

—Pues cuéntanos una historia —dice el señor Whittier—. Vuelve al fuego —dice, y hace un gesto con su mano trémula—. Por favor.

Y el Conde de la Calumnia sonríe. Pasa a la siguiente página en blanco de su cuaderno y pone el capuchón a su bolígrafo. Levanta la vista y dice:

—¿Alguien se acuerda de aquella vieja serie de televisión
Mi vecino Danny
? —Empieza a hablar despacio y poniendo la voz muy grave y dice—: Un día… —Dice—: Un día mi perra se come unos desperdicios envueltos en papel de aluminio…

SECRETOS COMERCIALES

Un poema sobre el Conde de la Calumnia

«Esa gente que hace cola —dice el Conde—, cuando falta una semana para que estrenen una película…»

A esa gente les pagan para que hagan cola.

El Conde de la Calumnia en el escenario, con una mano

levantada, sostiene una hoja de papel,

y el papel blanco le tapa la cara.

El resto de él lleva un traje azul, con corbata roja.
Zapatos marrones bien lustrados.

En la muñeca de la mano levantada, un reloj de oro,

con la palabra «Enhorabuena» grabada.

En el escenario, en vez de un foco, en vez de una cara, sobre el papel se proyecta el titular a setenta y dos puntos:

Periodista local gana premio Pulitzer.

Detrás de este titular, el Conde dice: «Esa gente se pasa la vida haciendo cola…».

Un éxito de taquilla detrás de otro.

Los estudios de cine llevan en autobús a esos supuestos fans de un pueblo a otro.

De una película de ciencia ficción a una de superhéroes.

Cada semana un pueblo nuevo, un motel nuevo, una nueva película para todos los públicos que pueden fingir que adoran.

Esos disfraces de cartón y papel de aluminio, que parecen realmente hechos en casa,

el Departamento de Vestuario los fabrica y los envía por adelantado.

Todo ese esfuerzo para engañar a los medios locales y que publiquen una crónica con sucesos reales y obtener publicidad gratis.

Y construir un rumor creíble de cuánto le encanta a la gente esa película.

Todo ese tiempo y dinero se llama «plantar el público».

En el bolsillo de su camisa parpadea la lucecita roja de una grabadora que está registrando cada palabra.

Mientras el Conde pregunta: «¿Quién es más tonto aquí?».

¿El periodista que se niega a inventar un sentido para la vida?

¿O el lector que lo quiere

y que está dispuesto a aceptar ese sentido presentado en palabras de un desconocido?

Hablando desde detrás del periódico, el Conde de la Calumnia dice: «El periodista tiene el derecho…

y el deber de destruir

esos terneros de oro que él mismo ayuda a crear».

CANTO DEL CISNE

Un relato del Conde de la Calumnia

Un día mi perra se come unos desperdicios envueltos en papel de aluminio y hay que hacerle unas radiografías que cuestan mil dólares. El patio que hay detrás de mi bloque de apartamentos está lleno de basura y cristales rotos. En el sitio donde la gente aparca sus coches hay charcos de anticongelante esperando para envenenar a cualquier perro o gato.

Aunque está completamente calvo, el veterinario que la atiende se parece a un viejo amigo íntimo. A un chaval con el que crecí. Con una sonrisa que yo veía todos los días de mi infancia. El hoyuelo de su barbilla y cada peca de su nariz, los conozco perfectamente. Sé que puede usar el hueco que tiene entre los dientes de delante para silbar.

Aquí y ahora le está poniendo una inyección a mi perra. De pie frente a una mesa de acero plateado que hay en una sala fría con baldosas blancas, aguantando a la perra por el pellejo del cuello, menciona la filariosis.

Cuando encontré su nombre en la guía telefónica me cegaban las lágrimas de tanto miedo que tenía de que se me fuera a morir la perra. Con todo, allí lo encontré: Kenneth Wilcox, Veterinario. Por alguna razón me encantó aquel nombre. No sé por qué. Mi salvador.

Ahora, mientras tira hacia atrás de las orejas de la perra y mira dentro de las mismas, menciona el moquillo. En el bolsillo de la pechera de su bata blanca hay bordadas las palabras: «Doctor Ken».

Hasta el sonido de su voz me trae ecos de hace mucho tiempo. Le he oído cantar: «Cumpleaños feliz». Le he oído gritar «¡Strike uno!» en partidos de béisbol.

Se trata de él, de un viejo amigo mío, pero demasiado alto, con la piel de los párpados lívida y colgante. Con demasiada papada. Tiene los dientes un poco amarillos y los ojos de un azul no tan brillante como antaño. Me dice:

—Tiene buen aspecto.

Le pregunto a quién se refiere.

—A su perra —dice él.

Sin dejar de mirarlo, de mirar su calva y sus ojos azules, le pregunto:

—¿A qué universidad fue?

Él dice que a una universidad de California. Una de la que no he oído hablar nunca.

Él era pequeño cuando yo era pequeño, y de alguna manera crecimos juntos. Él tenía un perro que se llamaba Skip y se pasaba el verano descalzo, yendo a pescar o construyendo una casa en un árbol. Ahora que lo miro, me lo imagino una tarde de invierno construyendo el muñeco de nieve perfecto mientras su abuela lo mira desde la ventana de la cocina. Y digo:

—¿Danny?

Y él se ríe.

Esa misma semana le intento vender un artículo sobre él al jefe de sección del periódico. Sobre cómo lo he encontrado, cómo he encontrado al pequeño Kenny Wilcox, el actor infantil que interpretaba a Danny en la serie de televisión
Mi vecino Danny
hace un millón de años. El pequeño Danny, el niño con el que todos crecimos, ahora es veterinario. Vive en una casa adosada en una urbanización de los suburbios. Se corta su propio césped. Es él en persona, calvo y de mediana edad, un poco gordo y anónimo.

Una estrella olvidada. Ahora es feliz y vive en una casa de dos dormitorios. Le han salido patas de gallo. Toma pastillas para controlarse el colesterol. Es el primero en admitir que después de aquellos años siendo el centro de atención, ahora le gusta estar solo. Pero es feliz.

Y lo importante es que el doctor Ken ha aceptado. Dice que me va a dar una entrevista, que claro que sí. Un pequeño perfil para la sección de Ocio del Suplemento Dominical del periódico.

El jefe de sección al que le estoy proponiendo el artículo se hurga una oreja con el extremo de un bolígrafo y se dedica a sacar cera. Con aspecto de estar mortalmente aburrido.

El jefe de sección me dice que los lectores no quieren leer un artículo sobre alguien que nació guapo y con talento, que cobró una fortuna por aparecer en la televisión y que después vivió feliz el resto de su vida.

No, la gente no quiere finales felices.

La gente quiere leer sobre Rusty Hamer, el niño de
Make Room for Daddy
, que se suicidó pegándose un tiro. O sobre Trent Lehman, el niño guapo de
The Nanny and the Professor
, que se colgó de la verja de un parque infantil. O sobre la pequeña Anissa Jones, que interpretaba a Buffy en
Mis adorables sobrinos
y que se abrazó a una muñeca llamada señora Beisley y se tragó la sobredosis de barbitúricos más grande de toda la historia del condado de Los Ángeles.

Eso es lo que quiere la gente. Por la misma razón que vamos a las carreras para ver cómo chocan los coches. Como dicen los alemanes: «Die reinste Freude ist die Schadenfreude». Nuestro placer más puro viene del dolor de la gente a la que envidiamos. La forma más genuina de placer. El placer que uno siente cuando una limusina gira en el sentido incorrecto en una calle de sentido único.

O cuando Jay Smith, el miembro de
La pandilla
conocido como Pinky, fue encontrado muerto a puñaladas en el desierto a las afueras de Las Vegas.

Es la clase de placer que sentimos cuando Dana Plato, la niña de
Arnold
, fue detenida, posó desnuda en
Playboy
y tomó demasiados somníferos.

La gente que hace cola en el supermercado, que recorta cupones y que envejece… Estos son los titulares que hacen comprar periódicos a esa gente.

La mayoría de la gente quiere leer sobre Lani O’Grady, la guapa hija de
Con ocho basta
, que fue encontrada muerta en una caravana con la barriga llena de Vicodin y de Prozac.

Si no hay derrumbe, me dice el jefe de sección, no hay artículo.

El feliz Kenny Wilcox con sus patas de gallo cuando se ríe no vende.

El jefe de sección me dice:

—Sorprende a Kenny Wilcox con pornografía infantil en su ordenador. Encuentra cadáveres debajo de su casa. Y tendrás un artículo.

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