Con las manos trémulas escribiendo un telegrama en el aire, el señor Whittier diría:
—Nos encanta que se estrellen aviones.
Nos encanta la polución. La lluvia ácida. El calentamiento global. El hambre.
No, el señor Whittier no tiene ni idea…
El Duque de los Vándalos ha encontrado todas las bolsas de cualquier cosa que tenga remolacha. Cualquier almohada plateada de Mylar que tenga dentro rodajas de remolacha, secas como fichas de póquer.
San Destripado ha hecho agujeros en todas las bolsas que tuvieran alguna clase de cerdo o pollo o ternera. Porque la carne es algo que nunca puede digerir.
Todas las bolsas de Mylar hinchadas con nitrógeno están organizadas según el tipo de comida y metidas dentro de cajas marrones de cartón corrugado. En las cajas donde pone «postre» hay bolsas de galletas desecadas, que hacen un ruido parecido al ruido de las semillas dentro de una calabaza seca. Dentro de las bolsas donde pone «aperitivos», las alas de pollo liofilizadas traquetean como huesos viejos.
Por miedo a engordarse, Miss América ha localizado todas las bolsas donde pone «postre» y ha usado el cuchillo de trinchar del Chef Asesino para hacer agujeros en cada bolsa.
A fin de acelerar nuestro sufrimiento. De llevarnos a la iluminación por la vía rápida.
Un solo agujero y el nitrógeno se escapa. Y entran el aire y las bacterias. Las mismas esporas de moho que están matando a la Señorita Estornudos, y que viajan por el aire cálido y húmedo, se ponen a comer y a reproducirse dentro de todas las bolsas plateadas de cerdo agridulce, de hipogloso empanado y de ensalada de pasta.
Antes de que el Agente Chivatillo vaya a escondidas al vestíbulo para estropear todas las
crêpes suzette
, se asegura de que no haya nadie.
Antes de que la Condesa Clarividencia se cuele en el vestíbulo para apuñalar todas las bolsas que puedan contener el más pequeño rastro de cilantro, se asegura de que el Agente Chivatillo se haya marchado.
Solamente estropeamos la comida que odiamos.
Sentado en la galería estilo mil y una noches, entre las columnas de yeso talladas en forma de elefantes erguidos sobre las patas traseras para sostener el techo con las patas delanteras, el señor Whittier mastica otro bocado de palos y piedras secos y dice:
—En el corazón secreto de nuestro corazón, nos encanta ir en contra del equipo local.
Contra la humanidad. Somos nosotros contra nosotros. Cada uno es su propia víctima.
Nos encanta la guerra porque es la única forma en que terminaremos nuestro trabajo aquí. La única forma en que completaremos nuestras almas aquí en la tierra: la gran planta procesadora. La pulidora de piedras. El dolor, la rabia y el conflicto son el único camino. Adónde, eso no lo sabemos.
—Pero olvidamos muchas cosas al nacer —dice.
Al nacer es como si entraras en un edificio. Te encierras a ti mismo en un edificio sin ventanas que den al exterior. Y después de pasar el tiempo suficiente en el edificio, te olvidas de qué aspecto tenía el mundo de fuera. Sin espejo, te olvidas de tu propia cara.
Nunca parece darse cuenta de que falta uno de nosotros en la galería. No, el señor Whittier se limita a hablar y hablar, y entretanto siempre hay alguien abajo destruyendo cualquier bolsa de Mylar que incluya el pimiento verde entre sus ingredientes.
Así es como sucede. Porque nadie sabe que todos los demás tienen el mismo plan. Todos queremos simplemente hacer subir un poco las apuestas. Asegurarnos de que nuestro equipo de rescate no nos encuentre cómodamente apoltronados entre bolsas plateadas de comida deliciosa, sin sufrir nada más que aburrimiento y gota. Y de que cada superviviente no pese veinticinco kilos más que cuando el señor Whittier nos hizo rehenes.
Por supuesto, todos queremos dejar comida suficiente como para que dure
casi
hasta que nos vengan a rescatar. Esos últimos dos días que pasaremos realmente ayunando, hambrientos y sufriendo, cuando luego contemos la historia los podemos estirar hasta que sean dos semanas.
El libro. La película. La miniserie de televisión.
Pasaremos hambre lo justo hasta tener lo que la Camarada Sobrada llama «pómulos de campo de exterminio». Cuantos más recovecos tenga tu cara, Miss América dice que sales mejor en televisión.
Las bolsas a prueba de roedores son tan duras que todos le suplicamos al Chef Asesino que nos preste un cuchillo de su hermosa colección de cuchillos de mondar, cuchillos de chef, cuchillos de carnicero, cuchillos de hacer filetes y tijeras de cocina. Salvo el Eslabón Perdido, con esa boca que parece un cepo para osos: él puede usar los dientes.
—Vosotros sois permanentes, pero esta vida no lo es —dice el señor Whittier—. Uno no espera visitar un parque de atracciones y pasarse en él el resto de su vida.
No, solamente estamos de visita, y el señor Whittier lo sabe. Y hemos nacido para sufrir.
—Si podéis aceptar eso —dice—, podéis aceptar cualquier cosa que pase en el mundo.
La ironía es que si uno puede aceptar eso, ya nunca más sufrirá.
Lo que uno hará es correr hacia la tortura. Disfrutar del dolor.
El señor Whittier no tiene ni idea de cuánta razón tiene.
En un momento dado de esa misma tarde, el Chef Asesino entra en el salón, con un cuchillo de deshuesar todavía en la mano. Se queda mirando a Whittier y dice:
—La lavadora está rota. Ahora tiene que dejarnos marchar…
El señor Whittier levanta la vista, sin dejar de masticar un bocado de pavo Tetrazzini desecado, y dice:
—¿Qué le pasa a la lavadora?
Y el Chef Asesino enseña algo que tiene en la otra mano, no el cuchillo, sino algo suelto y colgante. Y dice:
—Algún cocinero secuestrado y desesperado ha cortado el cable del enchufe…
El objeto que cuelga de su mano.
Y después de eso ya no podemos lavar ropa, otro punto de la trama para la historia que va a ser nuestra gallina de los huevos de oro.
Llegado ese punto, el señor Whittier gime y se mete los dedos de una mano por dentro de la parte superior de sus pantalones. Y dice:
—¿Señora Clark?
Se aprieta con los dedos el lugar que le queda por debajo del cinturón y dice:
—Pero
cómo
duele…
Mirándolo, y retorciendo su trozo de cable cortado con el enchufe, el Chef Asesino dice:
—Espero que sea cáncer.
Con los dedos metidos por debajo del pantalón, apoltronado entre sus cojines árabes, el señor Whittier se dobla por la cintura hasta ponerse la cabeza entre las rodillas.
La señora Clark da un paso adelante y dice:
—¿Brandon?
Y el señor Whittier se desploma en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho y gimiendo.
En nuestras cabezas, para la escena de la película, esa escena donde una estrella de cine se retorcerá de dolor falso sobre la moqueta oriental azul y roja, apuntamos mentalmente: «¡Brandon!».
La señora Clark se agacha para levantar la bolsa de Mylar vacía del sitio donde el anciano la ha dejado caer entre los cojines de seda. Su mirada recorre las palabras mimeografiadas en la bolsa y dice:
—Oh, Brandon.
Todos intentamos ser la cámara tras la cámara tras la cámara. La última historia de la fila. La verdad.
En la futura versión de cine y miniserie televisiva de esta escena, todos estamos dando instrucciones a una famosa actriz de cara bonita para que diga:
—¡Oh, Dios mío, Brandon! ¡Oh, Dios mío bendito de mi alma!
La señora Clark le sostiene la bolsa delante de los ojos y le dice:
—Te acabas de comer el equivalente a diez platos de pavo… —Y dice—: ¿Por qué?
Y el señor Whittier gime.
—Porque —dice— soy un chico en edad de crecer.
En la versión futura, la actriz de cara bonita chilla:
—¡Te están estallando las tripas! ¡Vas a reventar como un apéndice roto!
En la versión cinematográfica, el señor Whittier está gritando, con la camisa muy tensa sobre la barriga inflada y abriendo los botones como puede con las uñas. En ese preciso momento la piel tensada empieza a rasgarse igual que se hace una carrera en una media de nailon. Y le sale un chorro de sangre igual que una ballena suelta un chorro de agua. Una fuente de sangre que hace que todos se pongan a gritar.
En la realidad, su camisa solamente parece un poco prieta. El señor Whittier se desabrocha el cinturón con las manos. Y suelta un pedo.
La señora Clark le da un vaso de agua y le dice:
—Ten, Brandon. Bebe algo.
Y San Destripado dice:
—Agua no. Hará que se hinche más.
El señor Whittier retuerce el cuerpo hasta quedar tumbado boca abajo sobre la moqueta roja y azul. La respiración le sale rápida y entrecortada como los jadeos de un perro.
—Es el diafragma —dice San Destripado. La comida que se le está expandiendo en el estómago ya está absorbiendo humedad y bloqueando el duodeno por la parte de abajo. Las diez cenas de pavo Tetrazzini se están expandiendo hacia arriba, comprimiéndole el diafragma y provocando que sus pulmones no puedan tomar aire.
San Destripado dice esto sin dejar de comer puñados de algo desecado de su bolsa plateada. Hablando y masticando al mismo tiempo.
Otra cosa que le podría pasar ahí dentro es que el estómago se le partiera y le contaminara la cavidad abdominal con sangre y bilis y trozos en expansión de carne de pavo. Que las bacterias se salieran del intestino delgado. Lo cual provocaría una peritonitis, dice San Destripado, una infección de la pared de la cavidad.
En nuestra versión cinematográfica, San Destripado es un tipo alto con la nariz recta y unas gafas de montura gruesa. Con una mata de pelo despeinado. Mientras dice «duodeno» y «peritoneo» le cuelga un estestoscopio sobre el pecho. Y no habla con la boca llena. En la película levanta una mano con la palma hacia arriba y pide en voz alta: «¡Escalpelo!».
En la versión basada en hechos reales, hervimos agua. Le damos al señor Whittier chupitos de brandy y una bala para que la muerda. Secamos la frente de San Destripado con una esponjita mientras un reloj hace tictac, tictac, tictac, muy fuerte.
Las nobles víctimas salvando a su villano. Igual que contribuimos a aliviar el dolor de la pobre Dama Vagabunda.
En la realidad nos limitamos a quedarnos mirando. Agitando las manos para disipar el olor de su pedo. Tal vez nos estamos preguntando cómo va a interpretar Whittier esta escena, si va a vivir o a morir. Realmente necesitamos un director. Alguien que le diga a cada uno de nosotros qué haría su personaje.
El señor Whittier se limita a gemir y a acariciarse los costados con las manos.
La señora Clark se inclina a su lado. Con los pechos colgando, dice:
—Que alguien me ayude a llevarlo a su habitación…
Pero nadie se mueve para ayudarla. Necesitamos que se muera. Aún estamos a tiempo de hacer que la señora Clark sea el villano malvado.
Luego Miss América lo dice. Se acerca al vientre hinchado de Whittier, a su cuerpo tumbado boca abajo con los faldones de la camisa por fuera y con el elástico de los calzoncillos que le ha quedado al descubierto al deslizarse hacia abajo la cintura de sus pantalones. Miss América se acerca y, ¡umpf!, le da una patada en el costado hinchado del vientre al anciano. Es entonces cuando ella dice:
—Y ahora, ¿dónde está la llave de los cojones?
Y la señora Clark dobla un brazo y la aparta con el codo del cuerpo tumbado en el suelo. La señora Clark dice:
—Sí, Brandon. Tenemos que llevarte a un hospital.
A su manera, el señor Whittier lo ha hecho. Nos ha dado la llave. Con su estómago rompiéndose en su interior, con sus cavidades llenándose de sangre, con las virutas secas de pavo todavía expandiéndose, hinchándose de sangre y agua y bilis, haciéndose cada vez más grandes hasta que la piel de su barriga parece la de una embarazada. Hasta que el ombligo se le proyecta hacia fuera, tan rígido como un pequeño dedo.
Y todo esto tiene lugar bajo el foco de la cámara del Agente Chivatillo, que está grabando encima de la muerte de la Dama Vagabunda. Sustituyendo la escena trágica de ayer por la de hoy.
El Conde de la Calumnia sostiene su grabadora muy cerca, usando el mismo casete, apostando a que este horror será peor que el anterior.
Este momento es un punto de la trama que nunca nos habríamos atrevido a soñar. El clímax del primer acto que hará que nuestras vidas se transformen en dinero. El señor Whittier reventando, el acontecimiento que podemos presenciar para volvernos famosos, autoridades famosas. Igual que la oreja de la Dama Vagabunda, el reventar de la barriga del señor Whittier será nuestro tíquet. Nuestro cheque en blanco. Nuestro pase gratuito.
Todos nos estamos empapando. Absorbiendo el acontecimiento. Digiriendo la experiencia para convertirla en una historia. En un guión. En algo que pudiéramos vender.
Luego su barriga parecida a una calabaza se destensa un poco, aplanándose ligeramente cuando la presión le colapsa el diafragma. Examinamos su cara y su boca que se abre, sus dientes que muerden el vacío en un intento de coger más aire. Más aire.
—Una hernia inguinal —dice San Destripado. Y todos repetimos esas palabras en voz baja para recordarlas mejor.
—Al escenario… —dice el señor Whittier, con la cara sepultada en la moqueta polvorienta.
Y dice:
—Estoy listo para recitar…
«Una hernia inguinal…», repetimos todos mentalmente. Lo que ha sucedido hasta ahora sería una buena broma. A una panda de idiotas los engañan para meterse en un edificio y quedan atrapados. Luego el cabecilla se llena de gas y nos escapamos. Una historia que
NO
va a funcionar.
La Madre Naturaleza ya está planeando quitarse el collar de campanillas y pasarle un poco de agua a escondidas.
La Directora Denegación está planeando sacar a pasear a Cora Reynolds por delante del camerino del anciano y meter a escondidas una jarra grande de agua.
El Eslabón Perdido se imagina a sí mismo yendo de puntillas durante toda la noche al vestidor del señor Whittier y echándole agua por la boca hasta que el anciano haga: pumbaaa.
—¿Por favor, Tess? —dice el señor Whittier.
Dice:
—¿Me puedes meter en la cama?
Y todos tomamos nota mentalmente: Tess y Brandon, nuestros carceleros.
—Deprisa, al escenario… tengo frío —dice el señor Whittier mientras la Madre Naturaleza lo ayuda a ponerse de pie.