Gracias a Dios por el yoga.
Endurecido por el viagra, él la monta a cuatro patas, estilo perro, y hasta se sale y se la intenta meter por el culo, obligándola a ella a pedirle que pare. Ella está dolorida y colocada, y aun cuando él le dobla las piernas para obligarla a pasarse los pies por detrás de la cabeza, para entonces la sonrisa falsa de ángel le ha regresado a la cara.
Después de todo eso, él se corre. En los ojos de ella. En su pelo. Luego le pide un cigarrillo que ella no tiene. Coge la pipa de agua que hay en el suelo junto a la cama, llena otra cazoleta y no le ofrece una calada a ella.
El ángel se viste y se mete la pipa de agua de su hijo debajo del abrigo. Se ata un pañuelo sobre el pelo todo pegajoso y se dispone a marcharse.
A su espalda, mientras ella abre la puerta de la habitación, el señor Whittier está diciendo:
—¿Sabes? Tampoco me la han chupado nunca…
Y mientras ella sale de la habitación, él se echa a reír. A reír.
Después, mientras ella está conduciendo, le suena el teléfono móvil. Y es Whittier, que le sugiere que hagan sadomasoquismo, que tomen mejores drogas, que le haga mamadas. Y el ángel finalmente le dice:
—No puedo…
—Brandon —le dice él—. Me llamo Brandon.
Brandon, dice ella. No puedo volver a verte.
Es entonces cuando él le dice que le ha mentido. Sobre su edad.
Y ella le pregunta por teléfono:
—¿No tienes progeria?
Y Brandon Whittier le dice:
—No tengo dieciocho años.
No tiene dieciocho años, y tiene su certificado de nacimiento para demostrarlo. Tiene trece años, y ahora es víctima de un delito de abusos sexuales a un menor.
Pero por el suficiente dinero en metálico, no va a cantarle a la pasma. Diez mil dólares y ella no tendrá que sufrir ningún feo drama judicial. Titulares en las portadas. Toda una vida de buenas acciones e inversiones reducida a nada. Todo por un polvo rápido con un chavalín. Peor que nada: va a ser una pedófila, una delincuente sexual que tendrá que registrar su paradero durante el resto de su vida. Tal vez tendrá que divorciarse y perderá a sus hijos. El sexo con un menor de edad acarrea una sentencia obligatoria de cinco años de cárcel.
Por otra parte, dentro de un año él seguramente habrá muerto de viejo. Diez mil dólares es un precio insignificante cuando se tiene la vida por delante.
Diez mil dólares y tal vez alguna mamadita por los viejos tiempos…
Así que, por supuesto, ella paga. Todas pagan. Todas las voluntarias. Los ángeles.
Ninguna de ellas regresa nunca al asilo, así que nunca se conocen entre sí. Cada una de los ángeles cree que es la única. La verdad es que hay más de una docena.
¿Y el dinero? Simplemente se va acumulando. Hasta que el señor Whittier sea demasiado viejo y esté demasiado cansado y aburrido para follar.
—Mira las manchas de la moqueta —dice—. ¿Ves que esas manchas tienen brazos y piernas?
Igual que las mujeres voluntarias, nosotros hemos caído en la trampa de un chaval con cuerpo de anciano. De un chaval de trece años que se está muriendo de viejo. Lo de que su familia lo abandonó, eso sí que es cierto. Pero Brandon Whittier ya no se está muriendo olvidado y solo.
Y así como se ha cepillado a un ángel detrás de otro, ese no es su primer experimento. No hemos sido su primer lote de cobayas. Y hasta que una de esas manchas vuelva para atormentarlo, nos ha dicho, tampoco vamos a ser el último.
La mañana empieza con una mujer gritando. La voz que grita es la voz de la Hermana Justiciera. Entre grito y grito se oye cómo alguien golpea con el puño sobre madera. Se oye cómo una puerta de madera retumba y tiembla en su marco. Y luego se reanudan los gritos.
La Hermana Justiciera grita:
—¡Eh, Whittier!
Chilla la Hermana Justiciera:
—¡Te estás retrasando con el puto amanecer…!
Y el puño vuelve a golpear.
Frente a nuestras habitaciones, a nuestros camerinos situados detrás del escenario, el pasillo está a oscuras. Más allá, el escenario y el auditorio están a oscuras. Completamente a oscuras salvo por la luz para fantasmas.
Nos estamos levantando todos, poniéndonos algo de ropa, sin saber a ciencia cierta si llevamos dormidos una hora o toda la noche.
La luz para fantasmas es una sola bombilla desnuda en un poste que hay en el centro del escenario. La tradición dice que impide que se acerquen los fantasmas cuando el teatro está vacío y a oscuras.
En los teatros de antes de la electricidad, diría el señor Whittier, la luz para fantasmas actuaba como válvula de escape para la presión. Centelleaba y brillaba con más fuerza, para evitar que el lugar explotara si había algún escape en los conductos del gas.
En cualquier caso, la luz para fantasmas quería decir buena suerte.
Hasta esta mañana.
Primero son los gritos los que nos despiertan. Luego el olor.
Es el olor dulzón de la mugre negra que la Dama Vagabunda podría encontrar en el fondo de un contenedor de basura mientras andaba de vacaciones en el arroyo. Es el olor del fondo pegajoso y viscoso de la garganta de un camión de basura. Un olor a caca de perro y comida vieja tragadas. Masticadas y tragadas y bien mezcladas entre sí. Un olor a patatas viejas deshaciéndose en un charco negro bajo el fregadero de la cocina.
Conteniendo la respiración, intentando no oler, salimos a tientas de nuestros camerinos respectivos y avanzamos por el pasillo negro, completamente a oscuras, en dirección a los gritos.
Aquí el día y la noche están sujetos a opinión. Hasta ahora, simplemente hemos acordado confiar en el señor Whittier. Sin él, la cuestión de si es antes o después de mediodía es objeto de debate. Del exterior no viene ninguna luz. Ninguna señal de teléfono. Ningún sonido.
Sin dejar de golpear la puerta, la Hermana Justiciera grita:
—¡El amanecer civil fue hace ocho minutos!
No, los teatros están diseñados para excluir la realidad y permitir a los actores que construyan la suya propia. Las paredes son muros dobles de cemento con relleno de serrín en el medio. De forma que ninguna sirena de la policía o retumbar del metro pueda romper el hechizo de la muerte falsa de alguien sobre el escenario. Que ninguna alarma de coche o martillo neumático puedan convertir un beso romántico en una risotada.
La puesta de sol llega simplemente cuando el señor Whittier se mira el reloj de pulsera y da las buenas noches. Sube a la cabina de proyección y cierra los interruptores, lo cual apaga las luces del vestíbulo, de los foyers, del salón y por fin de las galerías y de los lounges. La oscuridad nos hace retirarnos al auditorio central. Este crepúsculo va extendiéndose de una sala a otra hasta que no queda más luz que la de los camerinos situados detrás del escenario. Ahí es donde dormimos todos. Cada camerino tiene una cama, un cuarto de baño, una ducha y un retrete. El sitio justo para una persona y una maleta. O una cesta de mimbre. O una caja de cartón.
La mañana llega cuando oímos al señor Whittier gritar buenos días en el pasillo frente a nuestros camerinos. El nuevo día llega cuando se vuelven a encender las luces.
Hasta esta mañana.
La Hermana Justiciera grita:
—Es la ley de la naturaleza lo que está violando…
Aquí, sin ventanas ni luz del día, el Duque de los Vándalos dice que podríamos estar atrapados en una estación espacial estilo Renacimiento italiano. Que podríamos estar en el fondo oceánico a bordo de un submarino estilo maya antiguo. O en lo que el Duque llama un refugio antiaéreo o mina de carbón estilo Luis XV.
Aquí, en medio de alguna ciudad, a pocos centímetros de todos esos millones de personas que caminan y trabajan y comen perritos calientes, estamos aislados del mundo.
Aquí, todo lo que parece una ventana, cubierta de cortinas de terciopelo y tela de tapicería, o bien decorada con vidrieras, es falso. Es un espejo. O bien la tenue luz del sol de detrás de la vidriera viene de unas bombillas lo bastante pequeñas como para hacer que siempre esté atardeciendo en las altas ventanas rematadas con arcos del salón de fumar gótico.
Seguimos buscando vías de salida. Seguimos plantándonos delante de las puertas cerradas y pidiendo ayuda a gritos. Aunque no demasiado fuerte. No hasta que nuestra historia dé para una buena película. Hasta que cada uno de nosotros se convierta en un personaje lo bastante flaco como para que lo interprete una estrella de cine.
Una historia que nos salve de todas las historias del pasado.
En el pasillo frente a la puerta del camerino del señor Whittier, la Hermana Justiciera da un puñetazo en la puerta y grita:
—¡Eh, Whittier! Esta mañana tienes mucho que responder.
Y con cada palabra se ve salir el aliento de la Hermana en forma de una nubecilla de vapor.
El sol no ha salido.
El aire está helado y apesta.
Ya no hay comida.
Los demás, todos juntos, le decimos a la Hermana Justiciera: Más bajo. La gente de fuera puede oírnos y venir a rescatarnos.
Se oye el clic de una cerradura y la puerta del camerino se abre para mostrar a la señora Clark vestida con un albornoz que le va pequeño. Con los párpados rojos y abiertos a medias, sale al pasillo y cierra la puerta tras de sí.
—Escuche, señora —dice la Hermana Justiciera—. Tiene que tratar mejor a sus rehenes.
El Duque de los Vándalos se planta a su lado. El mismo Duque de los Vándalos que anoche bajó al sótano y serró con un cuchillo para el pan todos los cables que iban a parar al calefactor de la caldera.
La señora Clark se frota los ojos con una mano.
Desde detrás de su cámara, el Agente Chivatillo dice:
—¿Se da cuenta de la hora que es?
Acercando la boca a la grabadora del Conde de la Calumnia, la Camarada Sobrada dice:
—¿Sabe que no hay agua caliente?
La Camarada Sobrada es quien localizó las tuberías de cobre en el techo del sótano y las fue siguiendo hasta dar con la caldera del agua caliente, donde apagó el gas. Así que debería saberlo. Arrancó la manivela de la válvula del gas y la tiró por un desagüe del suelo de cemento.
—Vamos a la huelga —dice el flaco San Destripado—. No vamos a escribir ningún rollo brillante y asombroso tipo
Frankenstein
hasta que nos ponga calefacción.
Esta mañana: no hay calefacción. No hay agua caliente. No hay comida.
—Escuche, señora —dice el Eslabón Perdido.
Su barba casi le restriega la frente a la señora Clark, de tan cerca que está el tipo en el estrecho pasillo que hay frente a los camerinos. Pasa los dedos de una mano por debajo de la solapa del albornoz de ella. Inclinándose para pegar su pecho al de ella, el Eslabón Perdido cierra el puño y dobla el codo para levantarla del suelo por el montón de franela que tiene agarrado.
La señora Clark patalea en el aire con sus zapatillas de estar por casa, agarrando con ambas manos la muñeca peluda que la sostiene en vilo, con los ojos como platos, echando la cabeza hacia atrás hasta que su pelo toca la puerta cerrada. Hasta que su cabeza golpea ruidosamente la puerta.
El Eslabón Perdido la zarandea con el puño y le dice:
—Dígale al viejo Whittier que tiene que traernos comida. Y ponernos calefacción. O eso, o sacarnos de aquí, ahora mismo.
Nosotros: las víctimas inocentes de ese loco dormilón, maligno y secuestrador.
En el vestíbulo de terciopelo azul no tenemos nada para desayunar.
Las bolsas donde hay alguna comida a base de hígado son coladores con diez o quince agujeros cada una. Todo el mundo ha coincidido en ello.
En el vestíbulo, todas las bolsas de Mylar están desinfladas. Todos hemos tenido la misma idea.
Hasta con la caldera apagada, y con el aire ya helado, la comida se ha estropeado.
—Necesitamos amortajarlo —dice la señora Clark. Envolverlo y llevar el cuerpo al subsótano más profundo donde está la Dama Vagabunda.
—Ese olor —nos dice— no es la comida.
No preguntamos los detalles de cómo ha muerto.
Es mejor que el señor Whittier haya muerto fuera de escena. Eso nos deja margen para que escribamos nosotros lo peor: sus ojos girando para observarse la barriga que crece cada vez más y más en plena noche, hasta que no le deja verse los pies. Hasta que alguna membrana o músculo se parte en su interior y él nota la oleada de la comida caliente que le inunda los pulmones. Que le baña el hígado y el corazón. Justo después siente los escalofríos del shock. El sudor le cubre la cara. Los brazos y las piernas le tiemblan de frío. Las primeras señales del coma.
Nadie creerá a la señora Clark, ahora que es nuestro nuevo villano. Nuestra nueva opresora maligna y tetuda.
No, tenemos que montar esta escena. Tenemos que ponerlo a delirar y a gritar. El señor Whittier tiene que estar blanco como el papel y tapándose la cara con los dedos extendidos y diciendo que el diablo le persigue. Tiene que estar pidiendo ayuda a gritos.
Luego entrará en coma. Y morirá.
San Destripado con sus palabrejas complicadas, como el peritoneo y el duodeno y el esófago, conocerá el término oficial para denominar lo que le ha pasado.
En nuestra versión, nos arrodillaremos junto a la cama de Whittier para rezar por él. Pobres, inocentes de nosotros, aquí atrapados y muriéndonos de hambre, pero aun así rezando por el alma eterna de nuestro diablo. Luego hay un fundido lento y pasamos a publicidad.
Eso sí es una escena de una película de éxito. Una escena que está diciendo a gritos: «Nominación para un Emmy».
—Eso es lo mejor de los muertos —dice la Baronesa Congelación poniéndose pintalabios encima del pintalabios—. Que no te pueden corregir.
Con todo, una buena historia comporta que no haya calefacción. Y morirse lentamente de hambre quiere decir que no hay desayuno. Que la ropa está sucia. Tal vez no seamos unos cerebritos tan brillantes como Lord Byron y Mary Shelley, pero sí somos capaces de tolerar algún que otro mal rollo a fin de que nuestra historia funcione.
El señor Whittier, nuestro monstruo anciano y muerto.
La señora Clark, nuestro nuevo monstruo.
—Hoy —dice el Casamentero— va a ser un día muy, muy largo.
Y la Hermana Justiciera levanta una mano y muestra su reloj de pulsera, que emite un resplandor de color verde radio en la penumbra del pasillo. La Hermana Justiciera agita el reloj para arrancar destellos de él y dice: