Fantasmas (19 page)

Read Fantasmas Online

Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
9.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

Toda aquella gente seguía muerta pero su obra estaba en el museo, como una cuenta bancaria que crecía a cada minuto en plan bola de nieve. Y no es que su valor residiera en su belleza, ya que los colores se marchitaban igual que el girasol de Van Gogh, la pintura y el barniz se agrietaban y se volvían amarillos. Y las obras siempre eran mucho más pequeñas de lo que la gente esperaba después de hacer cola durante un día entero.

El mercado del arte llevaba siglos funcionando así, dijo el crítico. Si Terry decidía no aceptar aquello, su primer «encargo» de verdad, no había problema. Pero seguía teniendo por delante un largo futuro de vistas judiciales sin resolver y de acusaciones pendientes contra él. Aquella gente del mundo del arte podía borrar todo aquello con una sola llamada telefónica. O lo podían empeorar. Aunque no hiciera nada, Terry Fletcher podía ir a la cárcel durante una temporada muy, muy larga. A aquella celda verde con las paredes raspadas.

Después de eso, ¿quién creería la palabra de un presidiario?

Así que Terry Fletcher aceptó.

El hecho de que no conociera de nada al grabador ayudó. El galerista le dio una pistola y le dijo que llevara una media de nailon en la cabeza. La pistola era del tamaño de una mano con los dedos extendidos pero puestos todos juntos. Una herramienta fácil de esconder en la palma de la mano, no más grande que la etiqueta de un paquete, pero con un efecto que duraba para siempre. El desastre de grabador iba a estar en la galería hasta la hora de cerrar. Después se iría andando a casa.

Esa noche Terry Fletcher le pegó tres tiros —pop, pop, pop— en la espalda. Un trabajo más rápido que colgar a su perro, Boner, en el Museo Guggenheim.

Un mes más tarde, Fletcher llevó a cabo su primera exposición de verdad en una galería.

Que NO era la galería Pell/Mell. Tenía las mismas baldosas rosas y negras estilo tablero de ajedrez, y un baldaquino a rayas a juego sobre la puerta, y mucha gente elegante iba allí a invertir en arte, pero se trataba de una galería distinta, una ficticia. Llena de gente elegante de mentira.

Fue después de aquello cuando la carrera de Terry se puso complicada. Podía decirse que había hecho su trabajo demasiado bien, porque el crítico de arte lo mandó a matar a un artista conceptual en Alemania. A un artista de performance en San Francisco. A un escultor cinético en Barcelona. Todo el mundo cree que Andy Warhol murió en una operación de vesícula biliar. Se cree que Jean-Michel Basquiat murió de sobredosis de heroína. Que Keith Haring y Robert Mapplethorpe murieron de sida.

La verdad es… que acabas creyendo lo que la gente quiere que creas.

Y ahora el crítico le dijo a Fletcher que si se echaba atrás, el mundo del arte lo acusaría del primer asesinato. O de algo peor.

Terry preguntó qué podía ser peor.

Y no se lo dijeron.

Si quieres llevar las cosas demasiado lejos, confía en los americanos.

Como resultado de tener que matar a todos los artistas que se habían vendido al mercado, a todos los artistas que eran perezosos o eran un desastre, Terry Fletcher ya no tenía tiempo para su propio arte. Hasta los cuadros de Rudy y de su madre se veían apresurados, desaliñados, como si el autor hubiera perdido todo interés en ellos. Cada vez más se dedicaba a producir como churros versiones distintas del flautista bailarín Kokopelli. Se dedicaba a ampliar fotos de la
Mona Lisa
hasta el tamaño de un mural y luego a pintarlas a mano con colores populares en la decoración de habitaciones de esa temporada. Con todo, si su firma estaba debajo, la gente lo compraba. Los museos lo compraban.

Y después de aquel año de ser famoso…

Después de aquel año estaba en una galería de arte, hablando con el dueño. El mismo hombre que le había prestado una pistola el año anterior. NO Dennis Bradshaw. La calle estaba oscura fuera de la galería. Su reloj de pulsera marcaba las once en punto. El galerista le dijo que tenía que cerrar e irse a casa él solo. Terry no sabía qué había sido de la pistola.

El galerista abrió la puerta principal y al otro lado había un callejón oscuro. El baldaquino a rayas negras y rosas. La larga caminata a casa.

Fuera, las farolas están cubiertas de cuadros pegados de gente a la que ustedes nunca conocerán. La calle está toda cubierta de su arte pegado y sin firmar. Es esta larga caminata hacia la oscuridad lo que tendrá lugar, si no esta noche, entonces alguna otra. Con este paso adelante, todas las noches serán una caminata hacia el mundo en que todo artista quiere la oportunidad de ser conocido.

8

Estamos en el foyer estilo maya, el que tiene las paredes cubiertas de yeso picado que imita roca volcánica. La falsa roca volcánica está tallada en forma de guerreros con taparrabos y tocados de plumas. Los guerreros llevan capas de pieles moteadas para parecer leopardos. La sala entera te cuenta la historia que ella quiere que aceptes como la verdad.

Hay loros de yeso tallados cuyas plumas de las colas forman arco iris de colores rojo y naranja.

De los falsos hoyos y grietas de la roca de yeso, tallados para que parezca un lugar antiguo, muy por encima de nuestras cabezas, brotan guirnaldas de enormes orquídeas de color púrpura hechas de papel.

—El señor Whittier tenía razón —dice la señora Clark mirando a su alrededor—. Nosotros creamos el drama que llena nuestras vidas.

Solamente el polvo desluce las plumas de color naranja y las flores de color púrpura. Los sofás de madera negra están cubiertos de pieles con manchas de leopardo falsas. Los sofás, las cabezas de guerreros con expresiones lascivas y la falsa roca volcánica, todo está cubierto de telarañas de filamentos grises.

La señora Clark dice que a veces parece que nos pasemos la primera mitad de nuestra vida en busca de algún desastre. Y se echa un vistazo a su pecho erecto: una mirada que sus labios siliconados hacen casi imposible. De jóvenes, dice, queremos que algo nos haga frenar nuestro avance y nos mantenga atrapados en un mismo sitio durante el tiempo suficiente como para mirar qué hay debajo de la superficie del mundo. Ese desastre es un accidente de coche o una guerra. Que nos haga quedarnos quietos. Puede ser coger un cáncer o quedarse embarazada. Lo importante es que parezca cogernos por sorpresa. Que ese desastre nos impida vivir la vida que habíamos planeado de niños: una vida de ir corriendo a todas partes.

—Seguimos creando el drama y el dolor que necesitamos —dice la señora Clark—. Pero ese primer desastre es una vacuna, una inoculación.

Uno se pasa la vida entera, dice ella, en busca de desastres, haciendo pruebas de aptitud a los distintos desastres, para tenerlo todo bien ensayado cuando llegue por fin el desastre último.

—Para cuando te mueras —dice la señora Clark.

Aquí en el foyer de estilo maya, los sofás y las sillas de madera negra están tallados en forma de altares parecidos a los que había en lo alto de las pirámides y a los que iban las víctimas de sacrificios humanos para que les arrancaran el corazón.

La moqueta es un calendario lunar con círculos concéntricos, esquema de color negro sobre naranja, y pegajosa por los refrescos derramados. A nuestros pies se extiende una mancha de moho de la que sobresalen brazos y piernas.

Si te sientas en los cojines de piel falsa, todavía puedes notar el olor a palomitas.

Esa es la teoría de ella. La extensión de la señora Clark de la teoría del señor Whittier.

Que en el mundo tenemos dolor y odio y amor y placer porque es lo que queremos. Y que queremos que todo el drama nos prepare para la prueba que será afrontar algún día la muerte.

La Madre Naturaleza, sentada con los dos brazos extendidos hacia delante, estilo sonámbulo, extiende los dedos y se mira los dibujos oscuros y desvaídos de henna que tiene pintados en la piel. Con los dedos de una mano se palpa la base de todos los dedos de la otra mano. Palpando el hueso para apreciar su densidad, la Madre Naturaleza dice:

—¿Cree usted que la Dama Vagabunda estaba lista?

Dice:

—¿Cree que lo estaba el señor Whittier?

Y la señora Clark se encoge de hombros. Y dice:

—¿Acaso importa?

Sentada sobre la piel falsa al lado de la Madre Naturaleza, la Directora Denegación se ha enrollado una media de nailon en la muñeca de la mano izquierda. Con la mano derecha se dedica a retorcer la media y a apretarla más y más hasta que los dedos de la mano izquierda se le ponen blancos. Tan blancos que hasta los pelos claros de la gata parecen oscuros sobre su piel lívida. Hasta que esos dedos blancos e insensibles se ponen mustios y quedan colgando inertes de su muñeca.

San Destripado se manosea el pulgar de la mano derecha sobre el regazo, masajeando el pulgar de arriba abajo con el puño de la mano izquierda. Palpando los bultos y nudillos del pulgar para no olvidarlos nunca. Para cuando no estén.

Todos permanecemos allí sentados, mirándonos los unos a los otros. Esperando el siguiente punto de la trama o fragmento de diálogo que cuaje y salga correteando en dirección a nuestra versión comercial de la verdad.

El Agente Chivatillo desplaza el foco de su cámara de una persona a la siguiente. La retícula del micrófono de la grabadora del Conde de la Calumnia le sobresale del bolsillo de la camisa.

Este momento que anuncia el horror real del siguiente. Este momento que ya se está grabando encima de la muerte del señor Whittier, que a su vez se grabó encima de la muerte de la Dama Vagabunda, que se grabó encima de la imagen de Miss América poniéndole un cuchillo en la garganta al señor Whittier.

La Madre Naturaleza le dice a la señora Clark:

—Entonces, ¿por qué le amaba?

—No vine aquí porque lo amara a él —dice la señora Clark. Le dice al Agente Chivatillo—: No me apuntes con esa cámara. Salgo terrible en vídeo… —Con todo, bajo el calor del foco de la cámara, la señora Clark sonríe con los dientes apretados, con una sonrisa de payaso en sus labios parecidos a globos de agua, y dice—: Vine aquí porque vi un anuncio…

¿Y se confió a aquel hombre al que no conocía? ¿Lo siguió y lo ayudó? ¿Aun a sabiendas de que la iba a encerrar entre cuatro paredes? No tiene sentido.

El Reverendo Sin Dios, con esa cara que parece un montón de bistecs cosidos, con sus cejas afeitadas y con las uñas tan largas que no le dejan cerrar el puño, dice:

—Pero ha llorado usted…

—Todo apóstol o discípulo —dice la señora Clark—, cuando está corriendo detrás de su salvador, también está corriendo para escapar de otra cosa.

Bajo las miradas de los guerreros tallados, bajo las orquídeas de papel teñidas y dobladas para parecer naturales, la señora Clark dice que antes tenía una hija. Y un marido.

—Cassie tenía quince años —dice.

Y dice:

—Se llamaba Cassandra.

La señora Clark dice que a veces cuando la policía encuentra una fosa o el cuerpo abandonado de la víctima de un asesinato, los detectives esconden un micrófono en el lugar del hallazgo. Que es un procedimiento habitual.

Le hace una señal con la cabeza al Conde de la Calumnia, en dirección a la grabadora que tiene en el bolsillo.

La policía se esconde en las inmediaciones y se pasa días enteros o semanas escuchando. Porque casi siempre el asesino vuelve para hablar con la víctima. Prácticamente siempre. Necesitamos contarle a alguien la historia de nuestra vida, y el asesino solamente puede hablar de su crimen con una persona que no lo vaya a castigar. Su presa.

Hasta los asesinos necesitan hablar, contar la historia de su vida, y lo necesitan tanto que acuden a sentarse al lado de una tumba y de un cadáver medio podrido y se pasan horas y horas charlando. Hasta decir algo con sentido. Hasta que el asesino se puede convencer a sí mismo de la historia de su nueva realidad. La realidad de que… tenía razón.

Es por eso que la policía espera.

Sin dejar de sonreír, la señora Clark dice:

—Y es por eso que estoy aquí.

Dice:

Igual que el resto de vosotros, yo solamente quería una forma de contar mi historia…

Todavía bajo el círculo caliente del foco del Agente Chivatillo, la señora Clark dice:

—Por favor.

Se tapa la cara con las dos manos ahuecadas y a través de los dedos muy apretados dice:

Fue una cámara de vídeo la que destruyó mi matrimonio…

MIRAR HACIA ATRÁS

Un poema sobre la señora Clark

«Se trata de formar a una empleada nueva —dice la señora Clark— para que ocupe tu tedioso antiguo trabajo.»

En eso consiste criar a una hija.

La señora Clark en el escenario, con los brazos cruzados

sobre el pecho, y ambos codos apoyados en la mano

opuesta

para sostenerse unos pechos elegidos por una mujer mucho más valiente.

Y con una espalda mucho más fuerte.

Un pecho que ahora le recuerda todos los errores que ella creía que la iban a salvar.

Sus párpados tatuados de aquel color naranja que parecía tan

chic hace dos décadas,

sus labios tan llenos de silicona que tienen tamaño y forma de ventosas,

y luego tatuados de un tono ya olvidado de melocotón glaseado.

El peinado y la ropa de la señora Clark, congelados en una época

en que perdió las agallas y dejó de asumir cualquier nuevo riesgo.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:

películas caseras que muestran a una niña con un gorro de fiesta de papel, atado

bajo la barbilla con una goma elástica,

apagando cinco velas de cumpleaños de un soplido.

«Antes de que te despidan —dice la señora Clark—,

impartes formación a esa nueva persona diciéndole…»

No toques eso. ¡Quema!

¡Quita los pies del sofá!

Y… nunca compres nada con cremallera de nailon.

Con cada sermón te ves obligada a revisar todas las

decisiones que tú tomaste

a lo largo de la cadena de lecciones de tu vida entera. Y después de tantos años, ves el escaso material que te queda,

lo limitadas que han sido tu vida y tu educación.

Lo escasos que fueron tu valor y tu curiosidad.

Por no mencionar tus expectativas.

La señora Clark en el escenario, suspira y los pechos se le

elevan como suflés

o bollos de pan, y luego bajan, se aposentan y descansan.

Y dice que tal vez el mejor consejo sea lo que no le puedes

Other books

44: Book Three by Jools Sinclair
Morning and Evening Talk by Naguib Mahfouz
Kiss of Fire by Ethington, Rebecca
No Nest for the Wicket by Andrews, Donna
Warriors of Camlann by N. M. Browne
Killer Within by S.E. Green