Fantasmas (22 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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te mueres aún con esperanzas.»

De haber mejorado un poquito el mundo.

Y quizá, solamente quizá, de que tu muerte

vaya a ser la última.

ÉXODO

Un relato de la Directora Denegación

Por favor, entiendan.

Nadie está defendiendo lo que hizo Cora.

Tal vez hace dos años fue la única vez que pasó algo parecido. En primavera y en otoño, el personal de la oficina del condado tenía que hacer un curso de repesca de boca a boca. De reanimación cardiopulmonar. Los grupos se reunían en la enfermería para practicar masajes cardíacos sobre el maniquí. Formaban parejas, la directora de la división se dedicaba a hacer presión sobre el pecho mientras la otra persona se arrodillaba, presionaba las aletas nasales para mantenerlas cerradas e insuflaba aire dentro de la boca. El maniquí era un modelo Breather Betty, nada más que un torso con cabeza. Sin brazos ni piernas. Con unos labios azules de goma. Con los ojos moldeados abiertos, mirando fijamente. Unos ojos verdes. Con todo, quien fabricara aquellos maniquíes les pegaba pestañas largas. Les pegaba una peluca glamourosamente femenina, un pelo rojo y tan suave que uno no se daba cuenta de que lo estaba cepillando con los dedos hasta que alguien decía:

—Ya basta…

Mientras permanecía arrodillada junto al maniquí y extendía sus uñas pintadas de rojo sobre el pecho del mismo, la directora de la división, la directora Sedlak, dijo que todos los maniquíes Breather Betty estaban moldeados a partir de la máscara mortuaria de la misma chica francesa.

—Es una historia verídica —les dijo a todos.

Aquella cara que había en el suelo era la cara de una suicida a la que habían sacado del agua hacía más de un siglo. Los mismos labios azules. Los mismos ojos vidriosos y muy abiertos. Todos los maniquíes Breather Betty están moldeados a partir de la cara de la misma joven que se tiró al río Sena.

Nunca sabremos si la chica murió de amor o de soledad. Pero los detectives de la policía usaron yeso para hacer una máscara de su cara muerta, para ayudar a descubrir su identidad, y décadas más tarde un fabricante de juguetes poseía aquella máscara y la usó para moldear la cara del primer maniquí Breather Betty.

A pesar del riesgo de que alguien en una escuela o en una fábrica o en una unidad del ejército pudiera algún día agacharse y reconocer el cuerpo muerto hacía mucho tiempo de su hermana, de su madre, de su hija o su mujer, aquella misma chica muerta seguía siendo besada por millones de personas. Durante generaciones enteras, millones de desconocidos habían puesto sus labios sobre los de ella, sobre aquellos mismos labios ahogados. Durante el resto de la historia, y por todo el mundo, la gente seguiría intentando salvar a aquella misma mujer muerta.

Aquella mujer que solamente quería morir.

La chica que se convirtió a sí misma en un objeto.

Nadie dijo esto último. Pero no hacía falta que nadie lo dijera.

Así pues, el año pasado, Cora Reynolds estaba en un grupo que fue a la enfermería y sacó al maniquí Breather Betty de su maleta de plástico azul. La extendieron sobre el suelo de linóleo. Le limpiaron la boca con agua oxigenada. Otra norma de la oficina del condado. Procedimiento higiénico estándar. La directora Sedlak se inclinó para poner las palmas de las dos manos en medio del pecho de Betty. Sobre su esternón. Alguien se arrodilló a su lado para cerrarle la nariz con los dedos al maniquí. La directora empezó a hacer presión sobre el pecho de plástico. Y el tipo que estaba de rodillas, el que tenía la boca sobre la boca de goma de Betty, se puso a toser.

Se echó hacia atrás, tosiendo, sentado sobre sus talones. Luego escupió. Plaf, allí en medio del suelo de linóleo de la enfermería, escupió. Luego el tipo se limpió los labios con el dorso de la mano y dijo:

—Joder, qué peste.

La gente se agolpó a su alrededor, Cora Reynolds entre ellos, el resto de la clase, todos se acercaron.

Todavía en cuclillas allí, el tipo del boca a boca dijo:

—Tiene algo dentro.

Se tapó la boca y la nariz con una mano ahuecada. Apartando la cara a un lado, apartándola de la boca de goma pero sin dejar de mirarla, dijo:

—Adelante. Golpéela otra vez. Golpéela fuerte.

La directora, inclinada con el dorso de las manos sobre el pecho de Betty, con las uñas pintadas de color rojo oscuro, hizo presión.

Y una burbuja de gran tamaño se hinchó entre los labios de goma azules de Betty. Un líquido, parecido a salsa para ensaladas, claro y lechoso, una burbuja enorme del mismo. Una perla gris grasienta. Luego una pelota de ping-pong. Una pelota de béisbol. Hasta que reventó. Salpicándolo todo de aquella sopa grasienta y blanquecina. De aquel cultivo claro y acuoso que llenó la sala de una nube de hedor.

Hasta aquel día, cualquiera podía usar la enfermería. Cerrar la puerta con llave. Estirar el catre plegable y echarse una siesta durante la hora del almuerzo. Si les dolía la cabeza. O si tenían dolores menstruales. Allí era donde podían encontrar el botiquín. Todas las vendas y las aspirinas. No hacía falta el permiso de nadie. Lo único que había allí dentro era el catre plegable, un armarito con una pileta metálica para lavarse las manos y un interruptor en la pared para encender la luz. La maleta de plástico azul donde iba guardado el Breather Betty no tenía cerradura.

Los miembros del grupo hicieron rodar el maniquí hasta ponerlo de lado, y de la comisura de la boca blanda de goma del mismo cayó primero una serie de gotas y luego un hilo de mejunje cremoso. Una parte de aquella porquería líquida le mojó la mejilla de goma rosada. Otra parte formó una película entre sus labios y sus dientes de plástico. La mayor parte formó un charco sobre el embaldosado de linóleo.

Ahora aquel maniquí era una persona francesa. Una chica que se había ahogado. Una víctima de sí misma.

Todo el mundo estaba allí de pie, tapándose la boca y la nariz con una mano ahuecada o con un pañuelo. Parpadeando para protegerse de aquel hedor que les hacía llorar los ojos. La nuez les subía y les bajaba por debajo de la piel del cuello mientras tragaban saliva una y otra vez para mantener en su sitio sus huevos revueltos y su beicon y su café y su avena con leche desnatada y su yogur de melocotón y sus magdalenas inglesas y su queso fresco, allí abajo en sus tripas.

El tipo del boca a boca agarró el botellín de agua oxigenada y echó la cabeza hacia atrás. Se llenó la boca de un par de tragos e infló las mejillas. Miró el cielo, con los ojos cerrados, la boca abierta, haciendo gárgaras de agua oxigenada. Luego se echó bruscamente hacia delante para escupir el líquido que tenía en la boca dentro de la pileta de metal.

Todo el mundo en la sala pudo inhalar el olor a lejía para la ropa del agua oxigenada y, por debajo del mismo, el olor a retrete de los pulmones del maniquí Breather Betty. La directora dijo que alguien trajera un kit de investigación de delitos sexuales. Los frotis y los portaobjetos para el microscopio y los guantes.

Cora Reynolds era uno de los miembros de aquel grupo, y se encontraba tan cerca que se llevó en los zapatos un poco de aquella porquería resbaladiza cuando regresó a su mesa. Fue después de aquel día cuando la oficina del condado puso una cerradura en aquella puerta y le entregó la llave a Cora. Desde entonces, si alguien tenía dolores menstruales tenía que poner su nombre en una lista, con la fecha y la hora, antes de que le dieran aquella llave. Si a alguien le dolía la cabeza, le pedía dos aspirinas a Cora.

El equipo de los laboratorios estatales, cuando recibieron los frotis y analizaron las muestras y los cultivos, preguntaron si aquello era una broma.

Sí, dijo el equipo del laboratorio, aquel pringue era esperma. Una parte del mismo tal vez tuviera seis meses. Era de la época de la sesión anterior de los cursos de boca a boca. Pero es que, además, había muchísimo. Cuando se le hizo la prueba del ADN, los índices genéticos mostraron que aquello era obra de doce, tal vez quince hombres distintos.

Y los chicos de aquí de la oficina del condado dijeron: Sí. Es una broma sin gracia. Olvidadlo todo.

Esto viene a ser lo que hacen los seres humanos: convertir objetos en gente y convertir a la gente en objetos.

Nadie mencionó que era el equipo del condado el que la había cagado. La había cagado por todo lo alto.

No sorprendió a nadie que Cora se llevara a casa el maniquí Breather Betty. Que se las apañara para limpiarle los pulmones. Que le lavara y le arreglara el pelo rojo glamourosamente femenino. Cora le compró un vestido nuevo para su torso sin brazos ni piernas. Un collar de perlas falsas para ponérselo en el cuello. Cora simplemente no podía tirar a la basura algo tan indefenso. Le puso pintalabios en los labios azules. Rímel en sus largas pestañas. Colorete. Colonia, mucha colonia, para tapar el olor. Unos bonitos pendientes de esos que no necesitan agujero. A nadie le sorprendería descubrir que se pasaba todas las noches sentada en el sofá de su apartamento, mirando la televisión y charlando con el maniquí.

Nadie más que Cora y Betty. Charlando en francés.

Con todo, nadie llamaba chiflada a Cora Reynolds. Como mucho un poquito para allá.

La normativa de la oficina del condado decía que tendrían que haber metido al maniquí en una bolsa de plástico negro y dejarlo en una estantería recóndita de la sala de pruebas. Dejarla allí olvidada. A Betty, no a Cora. Fermentando. Olvidada junto con las bolsas numeradas de marihuana y cocaína. Con las ampollas de crack y las pelotas de heroína. Con las pistolas y cuchillos que esperaban su momento de aparecer en algún tribunal. Con todas las bolsitas y las papelas que se iban encogiendo, volviéndose cada vez más pequeñas, hasta que solamente quedaba lo bastante para una pena de cárcel por delito mayor.

Pero no, rompieron las normas. Dejaron que Cora se llevara el maniquí a casa.

Nadie quería que envejeciera sola.

Cora. Era de esa clase de personas que no pueden comprar un solo animal de peluche. Parte de sus tareas asignadas consistía en comprar muñecos de peluche para todos los niños que venían a prestar declaración. Todos los niños a los que el tribunal cogía bajo su tutela. Todos los niños a los que se traía por abandono y se mandaba a un hogar de acogida. En la juguetería, Cora cogía un mono todo suavecito de una cubeta llena de animales… pero es que parecía muy solo en su carrito de la compra. Así que elegía una jirafa peluda para que le hiciera compañía. Luego un elefante de peluche. Un hipopótamo. Una lechuza. Llegaba un punto en que había más animales en su carro de la compra que en la cubeta de venta al público. Y todos los animales que quedaban atrás eran aquellos a los que les faltaba un ojo, que tenían una oreja rota o una costura abierta. A los que se les salía el relleno. Eran los animales que nadie quería.

Nadie se podía imaginar cómo el corazón de Cora se caía desde lo alto de un acantilado en aquel momento. Aquella larga caída desde la cima de la montaña rusa más alta del mundo, aquella sensación dejaba a Cora convertida en nada más que piel. En nada más que un tubo de piel con un agujero diminuto en cada extremo. Un objeto.

Aquellos tigrecitos todos sucios, que dejaban tras de sí un rastro de hilos sueltos. Los renos de peluche aplastados. Tenía el apartamento lleno de aquellos osos panda rotos y de aquellos pequeños búhos manchados y aquel maniquí Breather Betty. Una sala de pruebas de una naturaleza distinta.

A eso se dedican los seres humanos…

Pero la pobre, pobre Cora. Después se dedicaría a cortarle la lengua a la gente. A infectarlos con parásitos. Obstruir la justicia. A robar artículos de propiedad pública. Y nadie está hablando de apropiación indebida de artículos de oficina: bolígrafos, grapadoras, papel de la fotocopiadora.

Era Cora la que ordenaba el material de oficina. La que los viernes recogía la tarjeta de fichar de todo el mundo. La que los jueves repartía los cheques de la paga. La que enviaba todos los informes de gastos a contabilidad para que se los reembolsaran. La que contestaba el teléfono diciendo: «Servicio de atención familiar y al menor». La que compraba un pastel y hacía circular una tarjeta de felicitación por el departamento cuando era el cumpleaños de alguien. Aquel era su trabajo.

Nadie tuvo ningún problema con Cora Reynolds antes de que la niña y el niño llegaran de Rusia. El problema de verdad era que Cora nunca veía a ninguna niña, a ninguna niñita con pecas y coletas, a menos que alguien se la hubiera follado.

A todos aquellos granujillas, a todos aquellos bribonzuelos con sus petos y un tirachinas sobresaliendo del bolsillo de atrás, Cora solamente los conocía porque alguien los había obligado a chuparle la polla. Allí todas las sonrisas infantiles con dientes caídos eran máscaras. Todas las rodillas manchadas de hierba eran pistas. Todos los moretones eran indicadores. Todos los guiños o chillidos o risitas tenían una casilla para marcarlos en los formularios de ingreso de las víctimas. Y tener controlados aquellos formularios de entrevistas era trabajo de Cora. Tener controlados a los niños y todos los expedientes y todas las investigaciones en curso. Hasta lo que sucedió, Cora Reynolds fue la mejor directora de oficina de la Historia.

Con todo, lo que hacían allí no eran más que cuidados paliativos. No se puede desfollar a una criatura. En cuanto te tiras a un niño, ya no se puede sacar a ese genio de la botella. Ese niño ya está jodido para el resto de su vida.

No, la mayoría de los niños y niñas iban allí sin decir nada. Con estrías. Ya en su mediana edad. Sin sonreír.

Las criaturas iban allí, y el primer paso era la entrevista de evaluación con un muñeco anatómicamente detallado. Que no es lo mismo que un muñeco anatómicamente correcto, pero hay mucha gente que los confunde. Como Cora. Cora los confundía.

El muñeco anatómicamente detallado típico está hecho de trapo y cosido como si fuera un animal de peluche. Con el pelo hecho de hebras de hilo. Lo que lo distingue principalmente de la muñeca Raggedy Ann son los detalles: un pene y unas pelotas blanditos de peluche o bien una vagina de tela de encaje. Un cordón bien prieto en la parte de atrás para formar un ano apretado. Dos botones cosidos al pecho para representar pezones. Estos muñecos sirven para que los niños y niñas que ingresan puedan representar los hechos. Para demostrar lo que les han hecho papá y mamá o el nuevo novio de mamá.

Los niños y niñas metían los dedos dentro de los muñecos. Los arrastraban por el pelo de hilo. Los agarraban del cuello y los zarandeaban hasta que se les caía la cabeza de peluche. Pegaban a los muñecos y los lamían y los mordían y los chupaban, y luego le correspondía a Cora el trabajo de volver a coserles los pezones. Era Cora quien buscaba un par de canicas nuevas cuando alguien tiraba demasiado fuerte del pequeño escroto de felpa.

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