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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (24 page)

BOOK: Fantasmas
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Cuando el niño le llegó a su mesa, simplemente dejado allí por alguien, tirado boca abajo sobre el brazo de su silla de oficina, Cora se lo llevó al baño junto con las dos últimas cuchillas.

Una represalia.

Al día siguiente entró un detective arrastrando a la niña del pelo. La dejó en el suelo al lado de la mesa de Cora. Se sacó un cuaderno y un boli del bolsillo interior de la chaqueta y escribió: «¿Quién la tuvo ayer?».

Y levantando a la chica del suelo, atusándole el pelo, Cora le dio un nombre. Un nombre al azar. De otro detective.

Con los ojos fruncidos y negando con la cabeza, el tipo cogió su bolígrafo y su papel y dijo:

—¡Eze higo de la gandíziba buda!

Y se vio que tenía las dos mitades de la lengua sujetas con puntos negros.

El detective que trajo al niño iba cojeando.

Las cinco cuchillas habían desaparecido.

Fue después de eso cuando Cora tuvo que hablar con alguien del dispensario del condado.

Nadie supo cómo había conseguido aquella muestra de residuos tóxicos del laboratorio.

Después de aquello, todos los hombres del departamento caminaban agarrándose la piel de las pelotas a través de los pantalones. Levantando el codo como los monos para rascarse el pelo del sobaco. Tal como lo veían ellos, no habían tenido relaciones sexuales con nadie. No era posible que hubieran cogido ladillas.

Tal vez fue entonces cuando la esposa de un detective vino al centro. Después de encontrar esos puntitos de sangre que le salen a uno con las ladillas. Esas salpicaduras como de pimienta roja que uno se encuentra en los calzoncillos ajustados o en la parte de dentro de la camisa blanca, en cualquier sitio donde la ropa toque el vello corporal. Manchitas de sangre, sangre, sangre. Tal vez la mujer las encontrara en los pantalones cortos de su marido. O tal vez en los de ella. Se trataba de gente universitaria, que vivía en los barrios residenciales y compraba en el centro comercial, sin verdadera experiencia con las ladillas. Y ahora la mujer por fin entendía todos aquellos picores.

Y ahora aquella mujer estaba cabreada de verdad.

Y de ninguna manera podía imaginarse ninguna esposa que aquella era la versión con muñeco de goma de coger ladillas en la taza de un retrete. Que era sin duda la historia que contaría el marido. Pero es que era lo único que Cora había podido mangar en el dispensario. No se podía conseguir que las espiroquetas sobrevivieran en la silicona. La hepatitis no se podía contagiar a menos que hubiera contacto con la sangre. O con la saliva. No, los muñecos eran realistas, pero no tanto.

Cualquier esposa dejaba pasar aquello y a la semana siguiente su marido traía a casa un herpes y se lo contagiaba a ella y a los niños. O una gonorrea. O la clamidia. O el sida. Así que la esposa se puso a perseguir a Cora y a preguntarle:

—¿A quién se está tirando mi marido en la pausa del almuerzo?

Una sola mirada a Cora, con su peinado enlacado y sus perlas y sus medias de nailon hasta las rodillas y su traje pantalón, bastaba para disipar las sospechas de la esposa en su dirección. Cora con sus pañuelos de papel usados metidos en la manga de su cárdigan. Cora con un plato de cintas de caramelo duro sobre su mesa. Con las tiras cómicas de
Family Circus
sujetas con chinchetas a su panel de corcho.

Con todo, nadie está diciendo que Cora Reynolds careciera de atractivo.

Luego la esposa fue a ver a la directora Sedlak, la de las uñas de color rojo intenso.

No hubo nadie que no se asombrara de ver que a Cora la llamaban para tener una pequeña charla.

Nadie pudo decirle a Cora Reynolds que sus días estaban contados.

La directora hizo sentarse a Cora al otro lado de su enorme mesa de madera. En el despacho de la directora con su ventana alta. El contorno de la directora sentada se recortaba sobre el fondo de la luz del sol y del paisaje de los coches aparcados en el aparcamiento de la oficina del condado. Con los dedos de una mano le hizo un gesto a Cora para que se acercara.

—No ha sido nada fácil —dijo la directora— decidir si toda mi plantilla se ha vuelto loca o si tú estás… reaccionando de forma exagerada.

Nadie podía imaginarse cómo el corazón de Cora se despeñó desde un acantilado en aquel momento. Permaneció sentada, paralizada. A eso nos dedicamos: a convertirnos en objetos. A convertir objetos en lo que somos nosotros.

Todos esos millones de personas, por todo el mundo, que todavía intentan salvar al maniquí Breather Betty. Tal vez lo que tendrían que hacer es no meterse donde no les llaman. Tal vez sea demasiado tarde.

Son las criaturas, dijo la directora, quienes se cargan los muñecos. Siempre ha sido así. Los niños y niñas que han sufrido abusos abusan de todo lo que pueden. Todas las víctimas encuentran una víctima. Es un ciclo. Y le dijo:

—Creo que deberías tomarte unas vacaciones.

Si les ayuda, piensen en Cora Reynolds como en un condón de sesenta kilos…

Nadie dijo esto último. Pero no hacía falta que nadie lo dijera.

Nadie le dijo que se fuera a su casa y se preparara para lo peor.

Como condición para conservar su empleo, Cora tenía que devolver el maniquí Breather Betty que constaba que se había llevado. Tenía que entregar los muñecos de peluche que había comprado con el presupuesto de la oficina del condado. Tenía que devolver las llaves de la enfermería. Inmediatamente. Y poner la enfermería y los muñecos anatómicamente correctos a la disposición de todos los miembros de la plantilla. El primero que los pidiera era el primero que se los llevaba. De inmediato.

Lo que se sentía Cora era lo que siente alguien que llega a su primer semáforo después de conducir un millón de billones de kilómetros, demasiado deprisa y sin el cinturón de seguridad puesto. Resignación mezclada con alivio fatigado. Cora, nada más que un tubo de piel con un agujero en cada extremo. Era una sensación terrible, pero hizo que se le ocurriera un plan.

Al día siguiente, cuando llegó al trabajo, nadie la vio entrar a escondidas en la sala de pruebas. Dentro de la cual había cuchillos que olían a sangre y a Superglue para quien los quisiera.

Ya se estaba formando cola junto a su mesa. Todos esperando a que el último detective que lo había usado devolviera a uno de los niños. A cualquiera. Los dos eran iguales si se ponían boca abajo.

Cora Reynolds no era una tonta del bote. Nadie se iba a reír de ella.

Llegó un detective con el niño debajo de un brazo y la niña debajo del otro. El hombre los tiró a los dos sobre la mesa y la multitud se abalanzó hacia delante, agarrando las piernas de silicona rosada.

Nadie sabe quiénes son los verdaderos locos.

Y Cora apareció con una pistola en la mano, con la etiqueta de las pruebas policiales todavía colgando de un cordel. Con el número de caso escrito en la misma. Hizo un gesto con la pistola en dirección a los dos muñecos.

—Recógelos —dijo—. Y ven conmigo.

El niño no llevaba más que sus calzoncillos blancos, manchados de grasa en la parte del trasero. La niña, unas braguitas blancas de satén, apelmazadas de tantas manchas. El detective los recogió a los dos, todo el peso de dos niños, con un solo brazo y los abrazó contra su pecho. Con sus piercings en los pezones y sus tatuajes y sus ladillas. Con su hedor a humo de marihuana y a aquello que goteaba de Breather Betty.

Cora le hizo un gesto con la pistola y lo acompañó a la puerta del despacho.

Con los hombres siguiéndola, rodeándola, Cora hizo retroceder al detective por el pasillo, llevando a rastras a la niña y al niño más allá del despacho de la directora y más allá de la enfermería. Hasta el vestíbulo. Luego hasta el aparcamiento. Allí, los detectives esperaron a que ella abriera el coche.

Con el niño y la niña sentados en el asiento trasero de su coche, Cora pisó el acelerador y roció a los hombres de gravilla. Antes de que llegara siquiera a la cancela de la alambrada, ya se oían sirenas que se acercaban.

Nadie se imaginaba que Cora Reynolds estaría tan preparada. Breather Betty ya estaba en el coche, en el asiento del pasajero, con un pañuelo atado sobre el pelo rojo y unas gafas de sol sobre su cara de goma. Con un cigarrillo colgando de entre los labios muy rojos. Aquella chica francesa regresada de entre los muertos. Rescatada y con el cinturón de seguridad para mantenerle el torso erguido.

Aquella persona convertida en objeto y ahora nuevamente convertida en persona.

Los animales de peluche lisiados, los tigres raídos y los osos y pingüinos huérfanos, están todos desplegados en el cristal trasero del coche. Con la gata entre ellos, dormida bajo el sol. Todos diciendo adiós con la mano.

Cora se metió en la autopista, con los neumáticos traseros coleando y alcanzando ya el doble de la velocidad límite indicada. Su sedán marrón de cuatro puertas ya llevaba detrás un séquito de coches patrulla, con las luces azules y rojas parpadeando. Helicópteros. Detectives furiosos en coches de la oficina del condado sin distintivos. Unidades móviles de televisión, todas en furgonetas blancas con números de gran tamaño pintados a un costado.

Ya no había forma de que Cora pudiera ganar.

Tenía a la niña. Tenía al niño. Y tenía la pistola.

Aunque se le acabara la gasolina, nadie se follaría a sus niños.

Aunque la policía del estado le disparara a los neumáticos. En ese caso, ella les tirotearía los cuerpos de silicona. Cora les volaría las caras. Los pezones y las narices. Los dejaría sin nada donde un hombre pudiera meter la polla. Y le haría lo mismo a Breather Betty.

Y luego se pegaría un tiro. Para salvarlos.

Por favor, entiendan. Nadie dice que lo que hizo Cora estuviera bien.

Nadie está diciendo ni siquiera que Cora Reynolds estuviera cuerda. Pero aun así, ganó ella.

A esto se dedican los seres humanos. A convertir objetos en gente y a convertir a la gente en objetos. En un sentido y en otro. A modo de represalia.

Aquello era lo que la policía encontraría si se acercaban demasiado. A los niños mutilados. A todos muertos. A los animales empapados de la sangre de ella. A todos muertos y juntos.

Pero hasta que llegara aquel momento, Cora tenía el depósito de gasolina lleno. Tenía una bolsa llena de cocaína de la sala de pruebas para mantenerse despierta. Una bolsa de bocadillos. Unas cuantas botellas de agua y a la gata, dormida y ronroneando.

No le quedaban más que unas cuantas horas de autopista para llegar a Canadá.

Pero por encima de todo, Cora Reynolds tenía a su familia.

10

La Madre Naturaleza se pone una especie de abrigo negro. Es de un uniforme militar o bien un traje para patinar sobre hielo, de lana negra con una hilera doble de botones de hojalata en la parte delantera. Una
majorette
de terciopelo negro, con su nariz partida que se mantiene de una pieza gracias a las costras de color rojo oscuro. Mete los brazos en las largas mangas y le dice a San Destripado:

—¿Me abrochas los botones?

Menea lo que le queda de las manos y dice:

—Me faltan los dedos que necesito.

Sus dedos no son más que muñones y nudillos. Solamente se ha dejado los dedos índice para marcar números de teléfono cuando sea famosa. Para pulsar los botones de los cajeros automáticos. La fama ya la está reduciendo de algo tridimensional a algo plano.

La Madre Naturaleza, San Destripado, el Reverendo Sin Dios, todos nos vestimos de negro antes de cargar con el señor Whittier hasta el subsótano. Antes de interpretar la siguiente escena importante.

No importa que nuestro funeral sea un simple ensayo. Que no seamos más que suplentes de los participantes del funeral verdadero, que serán estrellas de cine actuando delante de las cámaras después de que nos descubran. Al hacer esto, al envolver al señor Whittier y hacer un fardo con su cuerpo y luego llevarlo al subsótano para llevar a cabo una ceremonia, de esta forma todos estamos viviendo la misma experiencia. Todos les podremos contar la misma historia trágica a los periodistas y a la policía.

No es fácil saber si el señor Whittier huele mal o no. La Señorita Estornudos y el Reverendo Sin Dios transportan las bolsas plateadas de comida en mal estado y cada bolsa va dejando un reguero de jugo maloliente. Dejando detrás de sí sendos rastros de gotas y manchas apestosas, se dedican a llevar las bolsas a los lavabos del otro lado del vestíbulo y echarlas por el retrete.

—El no poder oler nada —dice la Señorita Estornudos sorbiéndose con fuerza la nariz— me está yendo bien.

La cosa funciona bien mientras llevan una bolsa cada vez. Hasta que el Reverendo Sin Dios intenta darse prisa, porque el olor se ha vuelto asfixiante. Un olor que provoca arcadas. Un hedor que les impregna la ropa y el pelo. La primera vez que intentan echar dos bolsas al retrete y tirar de la cadena, el retrete empieza a atascarse y el agua empieza a salirse. Luego se atasca otro retrete. El agua ya lo está inundando todo, empantanando la moqueta azul del vestíbulo. Las bolsas, atascadas en alguna tubería del sumidero principal, absorben el agua y se hinchan de la misma forma que el pavo Tetrazzini mató al señor Whittier, obturando la tubería principal de forma que hasta los retretes que parecen funcionar bien empiezan a inundarse.

Por fin se estropean todos los retretes. La caldera y el calentador del agua están rotos. Todavía tenemos bolsas de comida pudriéndose. El señor Whittier no es el mayor de nuestros problemas.

De acuerdo con el reloj calendario de la Hermana Justiciera y con las raíces marrones del pelo de Mis América, llevamos aquí un par de semanas.

Mientras le abrocha el último de los botones de hojalata, San Destripado se inclina para besar a la Madre Naturaleza y le dice:

—¿Me quieres?

—Pues casi que no tengo otro remedio —dice ella— si queremos que funcione la subtrama romántica.

Con el cadáver de Lord Vagabundo resplandeciendo en su dedo, la Madre Naturaleza se limpia los labios con el dorso de la mano y dice:

—Tu saliva tiene un sabor terrible…

San Destripado se escupe en la palma de la mano y chupa la saliva para tragarla de nuevo. Se huele la mano vacía y dice:

—¿Terrible como qué?

—Cetonas —dice la señora Clark sin dirigirse a nadie. O dirigiéndose a todo el mundo.

—Amarga —dice la Madre Naturaleza—. Como una vela de aromaterapia con aroma a limón y a cola de aeromodelismo.

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