—Es el hambre —dice la señora Clark atando una cuerda de seda dorada alrededor del fardo del señor Whittier—. Cuando quemas la grasa de tu cuerpo, te aumenta la concentración de acetona en la sangre.
San Destripado se huele la mano, con los mocos haciendo ruido dentro de su cabeza.
El Reverendo Sin Dios levanta un brazo para olerse el sobaco. El tafetán húmedo de su sobaco es de un negro más oscuro por el sudor de sus poros, el recuerdo de demasiado Chanel N.º 5.
Al cargar con un cadáver escaleras arriba y escaleras abajo estamos malgastando nuestra valiosa grasa corporal.
Con todo, hemos de tener un gesto de duelo, dice la Hermana Justiciera, todavía con la Biblia en la mano. Con el señor Whittier amortajado y siendo llevado a cuestas hasta el subsótano, fuertemente envuelto en una cortina de terciopelo rojo de la galería estilo China imperial y atado con cuerdas de seda doradas cogidas del vestíbulo, tenemos que colocarnos a su alrededor para decir cosas profundas. Tenemos que cantar un himno. Nada demasiado religioso, simplemente lo que suene mejor.
Nos jugamos a la pajita más corta quién tiene que llorar.
Cada vez más, cuando estamos juntos nos acostumbramos a dejar un espacio abierto para la cámara del Agente Chivatillo. Hablamos de forma que la grabadora del Conde de la Calumnia capte cada palabra. Usando una y otra vez la misma cinta o la misma tarjeta de memoria o el mismo disco compacto. Borramos nuestro pasado con nuestro presente, apostando a que el siguiente momento será más triste, más horrible o más trágico.
Cada vez más, necesitamos que pasen cosas peores.
El señor Whittier lleva muerto varios días o varias horas. No es fácil saberlo desde que la Hermana Justiciera se hizo cargo de encender y apagar las luces. Por las noches oímos caminar a alguien, con un estruendo tremendo de pasos, como un gigante que baja las escaleras del vestíbulo en la oscuridad.
Con todo, necesitamos que pase algo más terrible.
Para captar más mercado. Para conseguir un mayor dramatismo.
Necesitamos que pase algo más espantoso.
En su camerino de detrás del escenario, cogemos al señor Whittier y cargamos con él a través del escenario y por el pasillo central del auditorio. Lo llevamos por el vestíbulo de terciopelo azul y por las escaleras que bajan al foyer de estilo maya en tonos naranjas y dorados que hay en el primer sótano.
La Hermana Justiciera dice que su reloj no para de reajustarse a sí mismo. Y que eso es una señal clásica de que el lugar está encantado. La Baronesa Congelación asegura que ha encontrado un punto frío en el salón de fumar gótico. En la galería estilo mil y una noches podemos ver cómo nuestra respiración se convierte en vapor en el aire frío que hay sobre el cojín donde solía sentarse el señor Whittier. La Condesa Clarividencia dice que lo que oímos caminar después de que se apaguen las luces es el fantasma de la Dama Vagabunda.
En la cola de la procesión funeraria la Directora Denegación dice:
—¿Alguien ha visto a Cora Reynolds?
La Hermana Justiciera dice:
—Quien sea que me ha robado la bola de bolera, que me la devuelva y prometo no partirle la cara…
A la cabeza de la procesión, llevando en brazos el bulto que debe de ser la cabeza del señor Whittier, la señora Clark dice:
—¿Alguien ha visto a Miss América?
Cuando esto se acabe, no va a funcionar filmar la película aquí. Cuando nos descubran, este lugar se convertirá en un centro de interés. En un Tesoro Nacional. En el Museo de Nosotros.
No, la productora que se haga cargo tendrá que construir decorados que copien cada una de estas salas. El vestíbulo de terciopelo azul estilo Luis XV francés. El auditorio estilo egipcio de mohair negro. El lounge estilo Renacimiento italiano de satén verde. El salón de fumar gótico de cuero amarillo. La galería púrpura estilo mil y una noches. El foyer naranja estilo maya. La galería roja estilo China imperial. Cada sala de un color intenso y distinto, pero todas con los mismos resaltes dorados.
No son salas, diría el señor Whittier, sino escenarios. Cargamos con su cuerpo amortajado por entre estos palcos grandes y llenos de ecos donde la gente se convertía en reyes o en emperadores o en duquesas por el precio de un billete de cine.
Encerrados bajo llave en la oficina de detrás del bar del vestíbulo, ese cuartucho con las paredes de pino barnizado y el techo inclinado bajo la escalera, los archivadores están atiborrados de programas impresos y de facturas, de horarios de reserva y de fichas perforadas por el reloj de fichar. En esas hojas de papel cuyos bordes ya se están desintegrando, en la cabecera de cada página dice: Cine Liberty. En otras hay impreso: Teatro Capital. En otras: Vodevil Neptune. En otras: Iglesia Holy Convention. En otras: Templo de la Redención Cristiana. O bien: Asamblea de los Ángeles. O bien: Cine para Adultos Capital. O bien: Cabaret Diamond.
Todos esos sitios distintos tenían la misma dirección.
Aquí es donde la gente se arrodillaba para rezar. Y donde se arrodillaban sobre charcos de semen.
Todos los gritos de placer y de horror y de salvación siguen encerrados y sofocados dentro de estas paredes de cemento. Todavía arrancando ecos, entre nosotros. Aquí, en nuestro paraíso polvoriento.
Todas estas distintas historias terminarán con nuestra historia. Después de sus mil realidades distintas de obras teatrales y de películas, de religión y de bailarinas de striptease, este edificio se convertirá para siempre en el Museo de Nosotros.
El Casamentero llama a todas las lámparas de araña de cristal «melocotoneros». Al salón de fumar gótico, la Camarada Sobrada lo llama «el salón Frankenstein».
En el foyer maya, el Reverendo Sin Dios dice que las tallas de color naranja son tan luminosas como el reflector de una pista de aterrizaje brillando a través de los pétalos de seda de un tulipán cosido a un miriñaque antiguo de Christian Lacroix…
En la galería china, el papel de seda de las paredes es de un tono rojo que no ha existido nunca bajo la luz del sol. Rojo como la sangre de un crítico gastronómico, dice el Chef Asesino.
En el salón de fumar gótico, los sillones de brazos están cubiertos de un cuero amarillo y bueno que nunca se ha descolorido ni un momento bajo el sol. No desde que cubría a una vaca, dice el Eslabón Perdido.
Las paredes del lounge estilo Renacimiento italiano son de color verde oscuro, con vetas y grumos negros, una capa de pintura que si uno la mira con bastante atención se convierte en malaquita.
En el auditorio estilo egipcio, las paredes son de yeso y de cartón piedra, esculpidas y moldeadas con la forma de las pirámides y la esfinge. De faraones gigantes sentados. De chacales de hocico puntiagudo. De hileras y más hileras de jeroglíficos de ojos grandes. Por encima de todo esto cuelgan las frondas de las palmeras falsas hechas a base de cintas de papel negro y combadas por el peso del moho. Por encima de las copas polvorientas de las palmeras, el yeso negro del cielo nocturno está salpicado de un paraíso de estrellas eléctricas. Las Osa Mayor. Orión. Las constelaciones, simples historias que la gente se inventa para poder entender el cielo nocturno. Unas estrellas borrosas detrás de las nubes de telarañas.
El mohair negro cubre los asientos, áspero como el musgo reseco sobre la corteza de un árbol. Las moquetas son negras y están desgastadas hasta no quedar más que la retícula de lona gris del centro de cada pasillo.
Los adornos de todas las salas son dorados. De una pintura dorada tan reluciente como los tubos de neón. Todo lo que es negro en el auditorio, todo respaldo de asiento y contorno de moqueta, está bordeado del mismo dorado reluciente.
Si uno lo desea con la bastante fuerza, la decoración es de oro auténtico. Cada sala se basa en la fe de uno.
El grupo que formamos con nuestra ropa de cuento de hadas de seda y terciopelo y sangre seca es algo negro que se mueve sobre el fondo negro. Bajo la luz tenue, debe de parecer que el señor Whittier está flotando en su capullo de terciopelo rojo, envuelto con cuerdas doradas. El señor Whittier ha dejado de ser un personaje para convertirse en atrezzo. En nuestra marioneta. En una constelación en la cual podemos proyectar historias para fingir que entendemos.
Tapándose la cara con un pañuelo de encaje, la Camarada Sobrada dice:
—No sé por qué tenemos que llorar.
Se dedica a inhalar el viejo perfume del encaje, en un intento por eludir el hedor.
—Mi personaje no estaría llorando —dice—. Juro por el tatuaje que tengo en el culo que ese viejo intentó violarme.
Y en ese momento la procesión funeraria se detiene. En ese momento, la Camarada Sobrada es una víctima entre víctimas. El resto no somos más que su plantel de secundarios.
La señora Clark, que va a la cabeza, se gira y dice:
—¿Que hizo qué?
Y desde detrás de su cámara, el Agente Chivatillo dice:
—A mí también. A mí también me violó.
Y San Destripado dice:
—Bueno, qué demonios… A mí también me la metió.
Como si el pobre y flaco San Destripado tuviera suficiente culo como para que se la metieran.
Y la señora Clark dice:
—Esto no es gracioso. Ni por asomo.
—Se siente —le dice el Casamentero—. Tampoco fue gracioso cuando usted me violó.
El Duque de los Vándalos sacude su cola de caballo y le dice al Casamentero:
—A ti no te violarían ni aunque pagaras.
Y la Madre Naturaleza se ríe, soltando una lluvia de sangre y costras por todas partes.
El diablo ha muerto. Larga vida al diablo.
Este es nuestro funeral por Satanás. El señor Whittier es el demonio que hará que todos nuestros pecados pasados no parezcan nada en comparación. La historia de sus crímenes nos limpiará y nos sacará brillo hasta que tengamos el color blanco virginal de las víctimas.
Más víctimas del pecado que pecadores.
Con todo, el hecho de que esté muerto deja una plaza vacante en la base que nadie quiere.
Así pues, en la versión cinematográfica se nos verá a nosotros llorando y perdonando al señor Whittier mientras la señora Clark nos da latigazos.
El diablo ha muerto. Larga vida al diablo.
Sin alguien a quien culpar no duraríamos ni un minuto.
Por el pasillo recubierto de moqueta negra del auditorio, a través de la galería roja estilo chino, bajando por las escaleras azules estilo francés, cargamos con el señor Whittier. Mientras cruzamos el foyer maya de color naranja luminoso, la Madre Naturaleza se aparta unos mechones de pelo blanco de peluca de la frente haciendo tintinear sus campanillas. Lleva puesto un revoltijo de rizos grises sobrantes de alguna ópera. Los rizos le cuelgan mojados por el sudor de su frente, y la Madre Naturaleza dice:
—¿Alguien más tiene calor?
El Duque de los Vándalos está jadeando con el hombro bajo el peso del señor Whittier, jadeando y tirándose del cuello de la chaqueta de su esmoquin.
Hasta el fardo de seda roja está húmedo de sudor. El olor a cola de aeromodelismo de las cetonas. El olor del hambre.
Y el Reverendo Sin Dios dice:
—No me extraña que tengas calor. Llevas la peluca al revés.
Y el Casamentero dice:
—Escuchad.
Y más abajo vemos el subsótano a oscuras. Las estrechas escaleras de madera. Más allá de la oscuridad, algo retumba y gruñe.
Necesitamos que pase algo misterioso.
Necesitamos que pase algo peligroso.
—Es el fantasma —dice la Baronesa Congelación, con la arruga grasienta de su boca abierta.
Es la caldera, que está funcionando a pleno gas. El calefactor que bombea aire caliente en los conductos. El quemador de gas que resopla. La caldera que destruyó el señor Whittier.
Alguien la ha arreglado.
En algún lugar en la oscuridad, un gato suelta un solo chillido.
Tiene que suceder algo. Así que empezamos a bajar la escalera de madera con el cuerpo del señor Whittier a cuestas.
Todos estamos sudando. Malgastando todavía más energía por culpa de este nuevo calor imposible.
Siguiendo al cadáver en su descenso a la oscuridad, la Madre Naturaleza dice:
—¿Qué sabes tú de llevar peluca?
Con los muñones de ambas manos, con el anillo de diamante resplandeciendo, le da la vuelta a la peluca gris que lleva en la cabeza y le dice al Reverendo Sin Dios:
—Un ceporro como tú, ¿qué sabe de nada que sea ropa antigua de Christian Lacroix?
Y el Reverendo Sin Dios dice:
—¿De miriñaques con tulipán de Lacroix?
Dice:
—Te llevarías una sorpresa.
Un poema sobre el Reverendo Sin Dios
«Hasta Génesis, capítulo once —dice el Reverendo Sin Dios—, no teníamos guerras.»
Hasta que Dios nos puso a pelear entre nosotros durante el resto de la historia de la Humanidad.
El Reverendo Sin Dios en el escenario, sus cejas están depiladas y tienen forma
de arcos gemelos trazados a lápiz, y debajo de cada una de ellas,
un arco iris de sombra de ojos con brillo en tonos del rojo al verde.
Y sobre el músculo de un bíceps desnudo y protuberante,
bajo el tirante de espagueti de un vestido de noche de lentejuelas rojas,
hay tatuada una calavera debajo de cuya barbilla pone lo siguiente:
Muerte Antes Que Deshonor.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:
un documental sobre viajes que muestra iglesias, mezquitas y templos.
Líderes religiosos con túnicas enjoyadas
saludando con la mano a las multitudes desde coches blindados.
El Reverendo Sin Dios dice: «En una llanura en la tierra de Shinar, todo el mundo trabajaba por un mismo fin».
La humanidad entera con una meta común,
un sueño grande y noble por cuya realidad trabajaban codo con codo
en aquella época previa a los ejércitos y las armas y las batallas.
Y Dios bajó la vista y vio la torre que estaban levantando,
aquel sueño común de la gente,
elevándose poco a poco, un poco demasiado alta para su gusto.
Y Dios dijo: «He aquí a un solo pueblo… y esto no es más que el principio de lo que van a hacer… Nada de lo que se propongan estará fuera de su alcance…».
Sus palabras, en Su Biblia. Libro del Génesis, capítulo once.