Los tíos decían que el ruido era la prueba de que los peores miedos de uno podían simplemente desaparecer. No importaba lo terrible que pareciera algo, era posible que ya no estuviera al día siguiente. Si se moría una vaca, y el resto del ganado parecía enfermo, inflado por el meteorismo y a punto de morir, si no se podía hacer nada, los tíos hacían el ruido:
Suuu-ruuuc
. Si los melocotoneros estaban dando fruto en el huerto y esa noche el parte meteorológico había previsto helada, los tíos lo decían.
Suuu-ruuuc
. Lo cual quería decir que algo terrorífico que uno no podía detener de ninguna forma podía simplemente detenerse por sí solo.
Cada vez que se reunía la familia, aquel era su saludo:
Suuu-ruuuc
. El que todos los primos se pusieran a hacer aquel ruido tonto hacía poner los ojos bizcos a las tías.
Suuu-ruuuc
. Con todos los primos pasándose una mano por delante del cuello.
Suuu-ruuuc
. Y los tíos se echaban a reír tan fuerte que se tenían que inclinar hacia delante y apoyarse las manos en las rodillas.
Suuu-ruuuc
.
Alguna tía, casada con un miembro de la familia, podía preguntar qué significaba todo aquello. Qué historia había detrás. Pero los tíos negaban con la cabeza. Uno de los tíos, el que estaba casado con ella, le pasaba la mano por la cintura y le daba un beso en la mejilla y le decía: Cariño, no te conviene saberlo.
El verano en que cumplí dieciocho años, uno de los tíos me lo dijo a mí, a solas. Y aquella vez no se rió.
Me habían llamado a filas y nadie sabía si yo iba a volver alguna vez.
No estábamos en guerra, pero había cólera en el ejército. Siempre estaban las enfermedades y los accidentes. Me estaban haciendo una maleta para que me la llevara y mi tío lo dijo:
Suuu-ruuuc
. Tú acuérdate, me dijo, no importa lo negro que parezca el futuro, todos tus problemas pueden desaparecer mañana mismo.
Y mientras llenaba la maleta, se lo pregunté. Qué quería decir.
Era de la última gran guerra, me dijo. Cuando todos los tíos formaban parte del mismo regimiento. Los capturaron y los obligaron a trabajar en un campo de concentración. Allí, un oficial del ejército enemigo los obligaba a trabajar a punta de pistola. Todos los días esperaban que aquel hombre los matara, y no había nada que pudieran hacer al respecto. Todas las semanas llegaban trenes llenos de prisioneros de países ocupados: soldados y gitanos. La mayoría de ellos iban directamente del tren a morir, tras caminar doscientos pasos. Los tíos cargaban con sus cuerpos. El oficial al que odiaban dirigía el pelotón de fusilamiento.
El tío que estaba contando aquella historia dijo que cada día que los tíos se presentaban voluntarios para llevarse a rastras a los muertos —con la sangre manando todavía de los agujeros de su ropa—, el pelotón de fusilamiento ya estaba esperando a la siguiente tanda de prisioneros que ejecutar. Cada vez que los tíos pasaban por delante de aquellas armas, esperaban que el oficial abriera fuego.
Hasta que un día uno de los tíos dijo:
Suuu-ruuuc
.
Sucedió, tal como sucede el destino.
Si aquel oficial veía a una mujer gitana que le gustaba, la sacaba de la fila. Cuando los prisioneros de aquella tanda ya estaban muertos, y mientras los tíos se llevaban los cadáveres, el oficial obligaba a aquella mujer a desnudarse. Allí de pie vestido con su uniforme, lleno de cordeles dorados bajo el sol de justicia, y rodeado de fusiles, el oficial obligaba a la gitana a arrodillarse sobre el suelo de tierra y a abrirle la cremallera. La obligaba a abrir la boca.
Los tíos habían visto aquello demasiadas veces como para olvidarse. La gitana hundía los labios en la bragueta de los pantalones del oficial. Con los ojos cerrados, chupaba y chupaba y no le veía sacar un cuchillo de la parte de atrás de su cinturón.
En el momento en que llegaba al orgasmo, el oficial agarraba a la gitana del pelo y le sujetaba la cabeza muy fuerte con una mano. Y con la otra la degollaba.
Siempre hacía el mismo ruido:
Suuu-ruuuc
. Mientras estaba todavía eyaculando, el oficial apartaba el cuerpo desnudo de la mujer de un empujón antes de que empezara a manarle la sangre a chorros del cuello.
Era un ruido que siempre significaba el final. El destino. Un ruido del que nunca podrían escapar. Que nunca podrían olvidar.
Hasta que un día el oficial cogió a una gitana y la hizo arrodillarse desnuda sobre la tierra. Con el pelotón de fusilamiento mirando, con los tíos mirando y caminando por la alfombra de cuerpos muertos, el oficial hizo que la gitana le abriera la bragueta. La mujer cerró los ojos y abrió la boca.
Aquello era algo que los tíos habían presenciado tan a menudo que ya podían mirar sin verlo.
El oficial agarró el pelo largo de la gitana y se lo enrolló en el puño. El cuchillo centelleó y se oyó el ruido. Aquel ruido. Que se convertiría en el código secreto para hacer reír a mi familia. En nuestra forma de saludarnos los unos a los otros. La gitana cayó hacia atrás, con la sangre manando a chorros de debajo de su barbilla. Tosió una vez y algo cayó sobre la tierra al lado de donde ella moría.
Todos se quedaron mirando, el pelotón de fusilamiento y los tíos y el oficial, y allí sobre la tierra había media polla.
Suuu-ruuuc
, y el oficial se había cortado su propia erección mientras la tenía metida en la boca de la mujer muerta. De la bragueta de los pantalones del oficial seguía manando su esperma y saliendo un chorro de sangre al mismo tiempo. El oficial extendió un brazo hacia donde su polla estaba ahora sucia de tierra. Y le fallaron las rodillas.
Luego nuestros tíos arrastraron su cuerpo para enterrarlo. El oficial que llegó después para dirigir el campo de prisioneros no era tan malo. Luego la guerra se terminó y los tíos volvieron a casa. Sin aquello que había pasado, puede que su familia nunca hubiera existido. Si aquel oficial no hubiera muerto, puede que ahora yo no existiera.
Aquel ruido, su código familiar secreto, me lo explicó mi tío. El ruido quiere decir: Sí, pasan cosas terribles, pero a veces esas cosas terribles… te salvan.
Al otro lado de la ventana, entre los melocotoneros que había detrás de la casa, los primos corrían. Las tías estaban sentadas en el porche de delante, desvainando guisantes. Los tíos estaban de pie, con los brazos cruzados, discutiendo sobre la mejor forma de pintar una cerca.
Puede que vayas a la guerra, me dijo el tío. O puede que pilles el cólera y te mueras. O tal vez, me dijo, y movió una mano de lado, de izquierda a derecha, cortando el aire de debajo de la hebilla de su cinturón:
Suuu-ruuuc
…
Es la Hermana Justiciera la que encuentra el cadáver. Está bajando las escaleras del vestíbulo, procedente del foyer del primer rellano, viniendo de encender las luces de la cabina de proyección, cuando se tropieza con la rueda de ejercicios de color rosa de Miss América, agarrada entre dos manos pálidas y muertas.
Allí, en el pequeño visor de la cámara de vídeo, el Duque de los Vándalos está tirado en el suelo al pie de la escalera del vestíbulo, con los faldones de la camisa con flecos de gamuza por fuera, con el pelo rubio abierto en abanico, boca abajo sobre la moqueta azul. Con la rueda de ejercicios rosa en las manos. Tiene un lado de la cara aplastado y el pelo embadurnado de sangre y pegado por todas partes.
Uno menos a dividir los royalties de nuestra historia.
La Hermana Justiciera tiene la cámara de vídeo. Para moverse en la oscuridad, el señor Whittier usaba una linterna, pero las pilas de la misma ya están tan muertas como él y la Dama Vagabunda. Ahora la Hermana Justiciera usa el foco de la cámara, con sus pilas recargables, para orientarse escaleras arriba y escaleras abajo, antes del amanecer y después de que anochezca.
—Hemorragia subaracnoide —dice la Hermana Justiciera grabando sus palabras mientras hace una panorámica del cadáver con la cámara—. Con avulsión parcial del hemisferio izquierdo del cerebelo.
Y añade que se trata de la secuela más común del trauma craneal masivo. Y hace un zoom para obtener un primer plano de la fractura craneal compuesta, de la hemorragia que hay dentro de las capas externas del cerebro.
—Cuando presionas el cráneo en un punto —dice—, los contenidos se hinchan alrededor de ese punto y revientan el cráneo en un área circular irregular.
Mientras la cámara recorre los bordes afilados del cráneo y la sangre seca que hay sobre los mismos, la voz de la Hermana Justiciera dice:
—La deformación hacia fuera es muy amplia…
La cámara pasa a mostrarnos al resto de nosotros, mientras entramos dando tumbos en el vestíbulo, bostezando y mirando el foco con los ojos entornados.
La señora Clark observa el cuerpo tumbado y cubierto de gamuza del Duque, con su chicle de nicotina —además de todos sus dientes— escupido hasta la otra punta del suelo del vestíbulo. Y sus labios inflados sueltan un pequeño chillido.
Miss América dice:
—Hijo de puta. —Se acerca al cadáver y se arrodilla para separarle los dedos muertos y rígidos de las asas de goma negra de la rueda de ejercicios—. Estaba intentando perder más peso que los demás —dice—. El muy cabrón estaba haciendo aerobic para tener… peor aspecto.
Mientras Miss América forcejea con los dedos rígidos y les da patadas, la señora Clark dice:
—Rigor mortis.
Cuando Miss América tira del cadáver hacia un lado, retorciendo la rueda para soltársela de las manos, el cuerpo se pone boca arriba como resultado de sus tirones. La cara del Duque de los Vándalos está oscura como si la hubiera quemado el sol, y la punta de la nariz es la única parte que no está morada. Las puntas de su nariz y de su barbilla y la parte plana de su frente son de un blanco azulado.
—Livor mortis —dice la señora Clark. La sangre se acumula en las partes más bajas del cuerpo. Salvo allí donde la cara estaba apoyada en la moqueta: en esos puntos el peso del cuerpo ha mantenido los capilares colapsados de forma que no se ha podido acumular sangre en ellos.
Desde detrás de la cámara de vídeo, la Hermana Justiciera dice:
—Parece que sabe usted mucho de cadáveres…
Y la señora Clark dice:
—¿Qué querías decir tú exactamente con eso de «avulsión parcial del hemisferio izquierdo del cerebelo»?
Sin dejar de hacer una panorámica del cuerpo con la cámara, y grabando encima de la muerte del señor Whittier, la voz de la Hermana Justiciera dice:
—Quiere decir que se le han salido los sesos.
La rueda de color rosa se despega de las manos del Duque y los dedos parecen relajarse. El rigor mortis solamente se va, dice la señora Clark, cuando el cuerpo se empieza a descomponer.
Para entonces ya ha aparecido el Agente Chivatillo, con un aspecto extraño debido a que se le ven los dos ojos. El Reverendo Sin Dios está de pie junto al cuerpo. La Madre Naturaleza, con su olor a pachuli. El Casamentero, masticando sin parar con las muelas un bocado de saliva y tabaco de mascar, se acerca para ver mejor.
El Casamentero dice:
—¿Descomponer?
Y la señora Clark asiente, frunciendo sus labios de silicona. Después de la muerte, dice, los filamentos de actina y miosina de los músculos se acomplejan debido a la falta de producción de adenosín trifosfato… Dice:
—No lo entenderías.
—Pues es una lástima —dice el Chef Asesino—. Si la cosa no estuviera tan avanzada, podríamos desayunar por todo lo grande.
La Madre Naturaleza dice:
—Estás de broma.
Y el chef dice:
—No, la verdad es que no.
El Casamentero está con los ojos abiertos como platos, agachado junto al cuerpo y hurgándole en el bolsillo de atrás de los pantalones.
Frotándose las manos pintadas con henna y bostezando, la Madre Naturaleza dice:
—¿Cómo puedes estar tan despierto?
Y el Casamentero abre mucho la boca, se señala el mejunje marrón que tiene dentro y dice:
—Tabaco de mascar… —Saca la cartera del cuerpo, quita los billetes y la vuelve a meter en el bolsillo, diciendo—: Bésame y tú también te pondrás acelerada.
Y la Madre Naturaleza niega con la cabeza y dice:
—No, gracias.
—Niña —dice el Casamentero. Suelta un salivazo marrón sobre la moqueta azul y dice—: Vas a tener que ser un personaje un poco más sexy si quieres que alguna actriz que se cotice vaya a querer interpretarte…
Y San Destripado se la lleva aparte.
La Hermana Justiciera apaga la cámara y se la devuelve al Agente Chivatillo.
Dirigiéndose a nadie en particular, o dirigiéndose a todos, la señora Clark dice:
—¿De quién sospecháis?
Y el Agente Chivatillo dice:
—De usted.
La señora Clark se ha levantado en plena madrugada. Ha encontrado al Duque de los Vándalos solo, haciendo un ejercicio de abdominales. Y le ha aplastado el cráneo. Fin de la historia oficial.
—¿Alguna vez os habéis preguntado —dice la señora Clark— qué vais a hacer cuando hayáis vendido vuestra vieja vida?
Y el Casamentero se relame la saliva de los labios y dice:
—¿Qué quiere decir?
Y se pasa los dedos pulgares como si fueran ganchos por debajo de los tirantes de su peto.
—Cuando hayáis vendido esta historia —dice la señora Clark—, ¿simplemente buscaréis otro villano? —Dice—: Durante el resto de vuestras vidas, ¿os dedicaréis a buscar a alguien a quien echar la culpa de todo?
Y el Agente Chivatillo sonríe y dice:
—Tranquilícese. No tiene sentido culpar a uno de nosotros de esto. Hay víctimas —dice, y se señala el pecho con un dedo—. Y hay villanos —dice, y la señala con el dedo a ella—. No cree usted matices intermedios que pueden confundir a las grandes audiencias.
Y la señora Clark dice:
—Yo no he matado a este joven.
Y el Agente se encoge de hombros. Se echa la cámara al hombro y dice:
—Si a estas alturas quiere usted la compasión del público, va a tener que hacer campaña para conseguirla. —Su foco se enciende con fuerza, iluminándola a ella, y el Agente Chivatillo dice—: Cuéntenos algo. Denos un buen flashback que haga que la gente en sus casas sienta un poquito de lástima por usted…
Un relato de la señora Clark
La noche antes de desaparecer, Cassandra se corta las pestañas.