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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

Fantasmas (45 page)

BOOK: Fantasmas
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Es una reliquia del cine, dijo el anciano. Una reliquia sagrada. El Santo Grial de los objetos de época del cine. Mejor que las zapatillas de rubí de
El mago de Oz
o que el trineo con la inscripción «Rosebud». Este es el bebé que la Monroe perdió cuando estaba filmando
Con faldas y a lo loco
, cuando Billy Wilder la hizo correr por el andén de la estación de tren, toma tras toma, con tacones altos.

El tipo se encogió de hombros.

—Me lo dio un tipo que me contó la verdadera historia de cómo murió ella.

Y Claire Upton se limitó a mirar, a contemplar la película de viejos reflejos que había en el lado curvado del frasco.

Lo que había allí era un souvenir, una reliquia como la mano de un santo, momificada y adorada en la vitrina de cristal de roca de alguna catedral italiana. O un mechón de pelo. O bien se trataba de otra persona, muerta. El niño o la niña que podría haber salvado la vida de la Monroe.

El anciano dijo:

—Todo tiene un precio en internet.

De acuerdo con el hombre que se lo vendió, la Monroe fue asesinada. En verano de 1962, la habían despedido de la producción de
Something’s Got To Give
. George Cukor estaba hablando mal de ella, y los ejecutivos del estudio estaban cabreados por el hecho de que hubiera abandonado el barco de la producción para irse a cantar al fiestorro de cumpleaños de Kennedy. Su treinta y seis cumpleaños había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Los Kennedy le empezaban a hacer el vacío. Estaba envejeciendo sin tener a nadie ni tener nada. Su carrera estaba acabada y Liz Taylor estaba acaparando la atención del público.

—Así que intentó espabilarse —dijo el anciano.

La Monroe consiguió el apoyo de la revista
Life
y los enroló para que hicieran un artículo extenso sobre ella. Convenció a Dean Martin para que dejara
Something’s Got To Give
cuando el estudio la sustituyó por Lee Remick. Y convocó una pequeña reunión. En su casa de Brentwood, una reunión muy pequeña con solamente la punta del iceberg de todos los estudios de cine. Todos los estudios que tenían películas donde ella había salido.

—Una chica lista como ella —dijo el hombre—, lo normal habría sido que durmiera con una pistola a mano. Con algo para defenderse.

Con todos los capitostes de los estudios sentados alrededor de su mesa mexicana, la Monroe estuvo bebiendo champán y les dijo que estaba planeando suicidarse. Que a menos que la volvieran a poner en su última película, y que le firmaran un nuevo contrato de un millón de dólares, se tomaría una sobredosis. Así de simple.

—Pero la gente de los estudios —dijo— no se asusta fácilmente.

Aquellos tiburones ya habían conseguido lo mejor de ella. La Monroe estaba envejeciendo y el público se estaba aburriendo de su aspecto. Si se suicidaba les estaría poniendo una pátina de oro a todas las películas de ella que tenían en sus almacenes. Así que le dijeron: Adelante, señorita.

—El tipo que me vendió este frasco —dijo el anciano— oyó la historia directamente de un pez gordo que estuvo en la reunión.

La Monroe se emborrachó con el champán. Los dragones de los estudios en sus sillas. Tenía la bendición de todos ellos. Aquello le debió de romper el corazón.

—Y luego —dijo el anciano—, fue de lista con ellos.

Les dijo que iba a cambiar su testamento. Era cierto que tenía acuerdos pésimos en materia de compartir beneficios, pero se sacaba un poco cada vez que volvían a poner una de sus películas. Alguna de aquellas películas que ellos tenían guardadas se venderían a la televisión. Y seguirían vendiendo, sobre todo si se suicidaba. Ella lo sabía. Y ellos también.

Una vez muerta, seguiría siendo sexy eternamente. La gente amaría aquella imagen que los estudios tenían de ella para siempre. Aquellas viejas películas eran dinero en el banco. A menos…

Y el anciano dijo:

—Y ahí es donde entraba su testamento.

Iba a montar una fundación: la Fundación Marilyn Monroe. Y todos los ingresos de su patrimonio irían a parar a ella. Y aquella fundación distribuiría hasta el último centavo a las causas que ella eligiera. El Ku Klux Klan. El Partido Nazi Americano. La Asociación Norteamericana para el Amor entre Hombres y Chicos.

—Tal vez alguna de estas asociaciones no existían por entonces —dijo el anciano—, pero ya se hace una idea general.

Cuando el público americano supiera que unos pocos centavos de cada entrada a una de sus películas, aunque fueran cinco centavos, iban a los nazis… Se acabaría la recaudación. No habría patrocinadores de televisión. Aquellas películas valdrían… nada. Ninguna fotografía de ella desnuda valdría nada. Marilyn Monroe se convertiría en la Lady Hitler de América.

—Ella había construido su imagen, les dijo a los jefes de los estudios. Y por sus narices que ella podía también destruirla —dijo el anciano.

Claire levantó la vista del frasco colocado en el mostrador que los separaba y dijo:

—¿Cuánto?

El anciano se miró el reloj de pulsera. Había dicho que no lo vendería nunca pero se estaba haciendo viejo. Le gustaría jubilarse en vez de pasarse el día allí sentado mientras se lo robaban todo.

—¿Cuánto? —dijo Claire, con su bolso sobre el mostrador abierto, y sus manos enguantadas hurgando en su monedero.

Y el hombre dijo:

—Veinte mil dólares…

Eran las cinco y media y la tienda cerraba a las seis.

—Hidrato de color —le dijo el anciano.

Gotas de anestésico, así es como el tipo la mató. Aquella noche de agosto la encontró medio dormida por efecto de las pastillas y se limitó a vaciarle un frasco en la boca. Por supuesto, en la autopsia aparecen restos de droga en el hígado, pero todo el mundo dijo que la había conseguido en México. Hasta el médico que le había escrito la receta de las pastillas dijo que las había traído de México. Hasta él dijo que había sido un suicidio.

Veinte mil dólares.

Y Claire dijo:

—Déjeme pensar. —Sin dejar de mirar el mejunje blanco que había en el frasco, se apartó del mostrador y dijo—: Necesito…

Él chasqueó los dedos pidiendo su bolso, su abrigo y su paraguas. Si se iba a poner a merodear por la tienda, él se los quedaba.

Sin siquiera coger los naipes, Claire le dio sus cosas por encima del mostrador.

Claire Upton era capaz de mirar un trofeo bruñido y ver a un joven todavía reflejado allí, sonriente y sudoroso, con una raqueta de tenis o un palo de golf en la mano. Podía verlo engordando, casado y con hijos.

Después, el trofeo no mostraba nada más que el interior de una caja de cartón marrón. Luego el trofeo salía, en manos de otro joven. Que era el hijo del anterior.

Pero aquel frasco le transmitía la sensación de ser una bomba que esperaba para explotar. El arma de un asesinato que intentaba confesar. No había más que poner un dedo encima para sentir una descarga. Un rampazo eléctrico. Una especie de advertencia.

Mientras ella deambulaba por la tienda, él la observaba por los monitores de vídeo.

En las lentes oscuras de unas viejas gafas de sol en venta, miró cómo un hombre forcejeaba con una mujer hasta tirarla al suelo y cómo le abría las piernas a patadas.

En el tubo dorado de un viejo pintalabios, vio una cara embutida dentro de una media de nailon, luego dos manos que apretaban el cuello de alguien que estaba en la cama y por fin las mismas manos cogiendo las monedas, el monedero y las llaves que había en el tocador al lado del pintalabios. El testigo.

Claire Upton y el viejo cajero estaban solos en la tienda llena de sombras y de almohadas de encaje amarillento. Paños de cocina de bordado en cañamazo. Paños para coger cazos de punto de cruz. Juegos de cepillos bañados en plata deslustrados hasta estar de color marrón oscuro. Cabezas de ciervos montadas con enormes cornamentas.

En la hoja de acero de una navaja, en el mango, de cromo, pesado y lleno de volutas, reflejado allí Claire pudo ver su futuro.

Allí, entre los tarros para afeitarse y los cepillos de crin. Entre las altas vidrieras de iglesias. Entre los bolsos de noche con cuentas.

A solas en la tienda con el hijo perdido de Marilyn Monroe. A solas en aquel museo de cosas que nadie quería. Todas manchadas con el reflejo de algo terrible.

Al contar la historia después, encerrada en el cubículo del baño, Claire dijo que había cogido la navaja y había seguido caminando, por todos los pasillos, sin dejar de echar vistazos a la hoja de la navaja para ver si todavía mostraba la misma escena.

Al contar su historia después, sentada en el lavabo de la trastienda de la tienda de antigüedades, Claire dijo que no era fácil ser una médium llena de talento.

La verdad es que no era fácil estar casado con Claire. Mientras estabas cenando con ella en un restaurante, ella se ponía a escuchar algo y de repente todo su cuerpo se estremecía. Levantaba una mano de golpe para taparse los ojos y echaba la cabeza hacia atrás y se giraba para apartarse de ti. Sin dejar de temblar, te echaba un vistazo por entre los dedos. Un momento más tarde suspiraba y se llevaba un puño a la boca, mordiéndose un nudillo pero mirándote sin decir nada.

Y cuando le preguntabas qué le pasaba…

Claire te decía:

—Mejor que no lo sepas. Es demasiado horrible.

Pero cuando insistías en que te lo dijera…

Claire te decía:

—Prométemelo. Prométeme que no te acercarás a un coche en los próximos tres años…

La verdad es que hasta Claire sabía que se podía equivocar. Para probarse a sí misma, cogió una cigarrera de plata bruñida. Y allí vio reflejado su futuro: ella con la navaja en la mano.

Cuando llegó la hora de cerrar, se acercó a la entrada de la tienda a tiempo de ver cómo el viejo giraba el letrero para que dijera «Cerrado» en vez de «Abierto». Estaba bajando la persiana que tapaba el escaparate de la entrada. El escaparate estaba atiborrado de hueveras. De albornoces de felpilla y de colchas. De frascos de colonia en forma de damas sureñas con faldas de aros. De mariposas muertas enmarcadas detrás de un cristal. De jaulas para pájaros oxidadas. De faroles ferroviarios con pantallas de cristal rojo o verde. De abanicos plegables de seda. Nadie podía ver el interior desde la calle.

El viejo de la caja dijo:

—¿Se ha decidido ya?

El frasco volvía a estar en su sitio, encerrado bajo llave en la vitrina de al lado de la caja. Dentro del mejunje blanco, solamente se veían un ojo oscuro y una oreja diminuta y parecida a una concha.

Reflejado en el lado curvado del frasco y distorsionado, mientras el anciano le estaba explicando la historia del asesinato de la Monroe, Claire había visto algo más: un hombre que vertía un frasquito entre dos labios. Una cara convulsionándose de un lado a otro sobre una almohada. El hombre secando los labios con la manga de su camisa. Con la mirada posándose en la mesilla de noche. En el teléfono y la lámpara y el frasco.

En la visión de Claire, la cara del hombre se acercó. Sus dos manos se extendieron, enormes, hasta que el frasco quedó envuelto en la oscuridad.

La cara reflejada era la del viejo cajero, sin sus arrugas. Con una mata de pelo castaño.

Detrás del mostrador, el frasco seguía allí, latiendo de tanta energía. Resplandeciendo de poder. Una reliquia sagrada intentando decirle algo importante. Una cápsula temporal de historias y acontecimientos que se estaban echando a perder allí, encerrados en un frasco de cristal. Más fascinantes que las mejores series de televisión. Más sinceros que el más largo de los documentales. Una fuente primaria de la historia. Un jugador de verdad. La criatura estaba allí, esperando a que Claire la rescatara. A que la escuchara.

Sedienta de justicia. De venganza.

Todavía observada por las cámaras de seguridad, Claire levantó la navaja. Y dijo:

—Quiero comprar esto pero no le veo el precio…

Y el anciano se inclinó sobre el mostrador para ver más de cerca.

Al otro lado de los escaparates, la calle estaba vacía. Los monitores del vídeo de seguridad mostraban la tienda, todos sus pasillos y rincones, vacíos.

En el monitor, el anciano cayó de espaldas, rompiendo la vitrina de cristal que tenía detrás y luego resbalando hasta el suelo en medio de un revoltijo de cristales rotos y sangre. El frasco se inclinó, luego se cayó y por fin se rompió.

En su llamada de después, desde un cubículo del lavabo, Claire Upton le dijo a su marido:

—Era un muñeco. Un bebé de plástico.

Su bolso y su abrigo y su paraguas estaban salpicados de un líquido rojo y pegajoso.

Y ella dijo por teléfono:

—¿Sabes lo que eso significa?

Y volvió a preguntarle cuál era la mejor manera de destruir una cámara de vídeo.

20

La Baronesa Congelación se acerca con un cuenco humeante de algo líquido en las manos ahuecadas y dice:

—Sin zanahorias. Sin patatas. Bébetelo.

Y encogida en su cama, bajo el foco de la cámara, Miss América dice:

—No. —Nos mira a los demás, agolpados al otro lado de la puerta, incluida la Directora Denegación, y luego gira la cabeza en dirección a la pared de cemento y dice—: Sé lo que es eso…

La Baronesa Congelación dice:

—Sigues sangrando.

La Directora Denegación se asoma al interior de la habitación y dice:

—Tienes que comer algo pronto o te vas a morir.

—Pues dejadme que me muera —dice Miss América con la cara hundida en la almohada.

Y los demás estamos todos en el pasillo, escuchando. Grabando. Testigos.

La cámara tras la cámara tras la cámara.

La Baronesa Congelación se acerca con la sopa. En medio del humo que asciende de la misma, y con sus labios mutilados reflejándose sobre la grasa caliente y reluciente que flota en su superficie, la Baronesa dice:

—Pero no queremos que te mueras.

Sin dejar de mirar a la pared, Miss América dice:

—¿Desde cuándo? Así, los demás solo os tendréis que repartir la historia entre uno menos.

—No queremos que te mueras —dice el Reverendo Sin Dios desde la puerta— porque no tenemos congelador.

Miss América se gira para mirar el cuenco de sopa caliente. Se queda mirando nuestras caras asomadas a medias al interior de su camerino. Los dientes que esperan en nuestras bocas. Nuestras lenguas nadando en saliva.

Miss América dice:

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