Fantasmas (46 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—¿Congelador?

Y el Reverendo Sin Dios cierra el puño y se da unos golpecitos en la frente, igual que uno da golpecitos en una puerta, y dice:

—¿Hola? —dice—. Necesitamos que sigas viva hasta que los demás volvamos a tener hambre.

Su bebé es el primer plato. Miss América será el plato fuerte. Y vete a saber cuál será el postre.

La grabadora que tiene en la mano el Conde de la Calumnia está lista para borrar su último grito grabando encima el siguiente. La cámara del Agente Chivatillo está enfocada para borrar todo lo que ha pasado hasta ahora, a fin de capturar el siguiente gran punto de nuestra trama.

Pero lo que pregunta Miss América es: ¿Es así como va a pasar? Con voz estridente y temblorosa, como el trino de un pájaro. ¿Va a tener lugar un suceso terrible detrás de otro detrás de otro detrás de otro, hasta que estemos todos muertos?

—No —dice la Directora Denegación. Sacudiéndose pelos de gato de la manga, dice—: Solamente algunos de nosotros.

Y Miss América dice que no se refiere solamente a aquí, en el Museo de Nosotros. Se refiere a la vida. ¿Acaso el mundo entero no es más que gente que devora a otra gente? ¿Gente atacándose y destruyéndose los unos a los otros?

Y la Directora Denegación dice:

—Sé a qué te referías.

El Conde de la Calumnia apunta la frase en su cuaderno. El resto asentimos.

La Mitología de Nosotros.

Con la sopa todavía en la mano, mirando su reflejo sobre la grasa de la superficie, la Baronesa Congelación dice:

—Yo antes trabajaba en un restaurante en las montañas.

Hunde la cuchara en el cuenco y la acerca, humeante, a la cara de Miss América.

—Come —dice la Baronesa—. Y te contaré cómo perdí los labios...

ABSOLUCIÓN

Un poema sobre la Baronesa Congelación

«Aunque Dios no nos perdone a nosotros —dice la

Baronesa Congelación—, nosotros lo podemos perdonar a Él.»

Tenemos que demostrarnos que somos más grandes que Dios.

La Baronesa en el escenario, diciendo siempre a la gente:

«Fue una enfermedad de las encías»,

cuando se quedan mirando lo que le queda

de la cara.

Sus labios no son más que el borde hecho jirones de su piel,

engrasado con pintalabios rojo.

Y los dientes de la boca,

el fantasma amarillo de cada taza de café

y cada cigarrillo de su mediana edad.

En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de película:

el color parpadeante y desvaído de las ráfagas de nieve.

No hay dos manchitas azules diminutas de la misma forma o tamaño,

el resto de ella cubierta de plumón, colchas y aislantes,

con el pelo recogido dentro de un gorro de lana,

pero nunca jamás

volverá a estar caliente.

En el centro del escenario, la Baronesa Congelación dice:

«Tenemos Que perdonar a Dios…».

Por hacernos demasiado bajos. O gordos. O pobres.

Tenemos que perdonarle a Dios nuestra calvicie.

Nuestra fibrosis quística. Nuestra leucemia juvenil.

Tenemos que perdonar la indiferencia de Dios. El hecho de que nos abandone:

a nosotros, el concurso de ciencia olvidado de Dios, abandonado y enmohecido.

Los pececillos de Dios, olvidados hasta vernos obligados a comer nuestra mierda del fondo de la pecera.

Con mitones en las manos, la Baronesa se señala la cara y

dice: «La gente…».

Dan por sentado que antes era una preciosidad.

Porque ahora está hecha un… espanto.

La gente necesita creer en la justicia. En los castigos y recompensas.

Dan por sentado que el cáncer es culpa de ella, que es algo que se merecía.

Un desastre que ella misma provocó.

Así que ella les dice: «Usad hilo dental. Por Dios, usadlo

todas las noches antes de ir a la cama».

Y todas las noches la Baronesa perdona a los demás.

Se perdona a sí misma.

Y perdona a Dios por esos desastres que parecen pasar sin más.

CRÁTERES HIRVIENTES

Un relato de la Baronesa Congelación

—Cuando llegan las noches de febrero —solía decir la señorita Leroy—, cada conductor borracho es una bendición.

Cada pareja que buscaba una segunda luna de miel para arreglar su matrimonio. La gente que se quedaba dormida al volante. Cualquiera que saliera de la autopista para tomar una copa, era alguien a quien tal vez la señorita Leroy podía convencer para alquilar una habitación. Hablar era la mitad de su negocio. Hacer que la gente se tomara otra copa, y luego otra, hasta que no les quedaba más remedio que quedarse.

A veces, claro, uno se quedaba atrapado. Otras veces, decía la señorita Leroy, uno simplemente se quedaba sentado durante lo que resultaba ser el resto de su vida.

La mayoría de la gente esperaba algo mejor que las habitaciones del Lodge. Los somieres de madera de las camas se tambaleaban. Los pasamanos y las tablas de los pies de la cama estaban desgastados allí donde encajaban entre sí. Los tornillos y las tuercas estaban sueltos. En el piso de arriba, todos los colchones tenían tantos bultos que parecían estribaciones montañosas. Las sábanas estaban limpias, pero el agua de los pozos de allí arriba era muy fuerte. Uno lavaba cualquier cosa en aquella agua y la tela quedaba áspera como el papel de lija como resultado de los minerales, y olía a azufre.

El colmo de todo era que había que compartir un cuarto de baño situado al final del pasillo. La mayoría de la gente no viaja con un albornoz, lo cual significaba que había que vestirse hasta para ir a echar una meada. Por la mañana, uno se despertaba y tenía que darse un baño de agua que apestaba a azufre en una bañera helada con esas patas en forma de garra.

A ella le suponía un placer conducir a aquellos desconocidos de febrero hacia el acantilado. Primero apagaba la música. Una hora entera antes de empezar a hablar, se dedicaba a bajar el volumen, un punto cada diez minutos, hasta que Glen Campbell dejaba de sonar. Después de que el tráfico diera paso a la nada absoluta en la carretera de fuera, apagaba la calefacción. Una a una, tiraba de las cadenillas que apagaban los letreros de neón de marcas de cerveza que había en el escaparate. Si hubiera habido un fuego en la chimenea, la señorita Leroy lo habría dejado apagarse.

Y durante todo ese tiempo se dedicaba a conducirlos, a preguntarle a aquella gente qué planes tenía. En el White River en febrero no había nada en absoluto que hacer. Tal vez caminar con raquetas por la nieve. Esquí de fondo, si te traías tus esquís. La señorita Leroy dejaba que algún cliente sacara la idea a colación. Todo el mundo acababa haciendo la misma sugerencia.

Y si no lo hacían ellos, entonces era ella la que mencionaba la idea de visitar los cráteres hirvientes.

Las estaciones de su cruz. Acompañaba a su público por el mapa de carretera de su relato. Primero se mostraba a sí misma, el aspecto que había tenido antes de que pasara la mayor parte de su vida, veinte años atrás mientras estaba de vacaciones de la universidad, en una excursión en coche remontando el White River, suplicando un trabajo de verano, el que entonces era el trabajo de sus sueños: ser camarera allí en el bar del Lodge.

Era difícil imaginar a la señorita Leroy delgada. Delgada y con los dientes blancos, antes de que se le empezaran a retraer las encías. Antes de tener el aspecto que tenía ahora, con la raíz marrón de cada diente al descubierto, de la misma forma en que las zanahorias se agolpan para salir del suelo si uno planta las semillas demasiado juntas. Costaba imaginarla votando a los demócratas. Hasta costaba imaginar que le cayera bien otra gente. La señorita Leroy sin aquellas sombras oscuras de pelo en el bigote. Costaba imaginar a universitarios haciendo cola durante una hora para follar con ella.

La hacía parecer sincera, decir algo así de curioso y triste sobre sí misma.

Hacía que la gente escuchara.

Si la abrazaras ahora, decía la señora Leroy, lo único que sentirías sería el alambre puntiagudo de su sujetador.

Visitar los cráteres hirvientes, decía ella, consistía en juntar a un grupo de chavales y subir por el lado de la falla del White River. Llenabas el equipaje de cerveza y whisky y encontrabas una laguna de aguas termales. La mayoría de las lagunas estaban todo el año entre los 65 y los 93 grados. A aquella altura, el agua hervía a 92 grados centígrados. Hasta en verano, en el fondo de una fosa helada, en la cual se iba vertiendo la nieve acumulada en las laderas por las ventiscas, aquellas lagunas estaban lo bastante calientes como para hervir vivo a alguien.

No, el peligro no eran los osos, allí no. No se veían ni lobos ni coyotes ni jabalíes. Río abajo sí, a un punto de distancia en tu cuentarrevoluciones, a una canción de la radio por la autopista, los moteles tenían que ponerles cadenas a los cubos de la basura. Allí abajo, la nieve estaba llena de huellas de patas. El ruido de las manadas aullándole a la luna atronaba en la noche. Pero aquí la nieve era lisa. Hasta la luna llena estaba en silencio.

Subiendo el río desde el Lodge, solamente había que preocuparse de no escaldarse en el río. Algunos chavales de la ciudad, después de abandonar la universidad, se pasaban un par de años aquí. De alguna forma se pasaban entre ellos el visto bueno acerca de qué lagunas eran seguras y dónde encontrarlas. Por dónde no pasar porque solamente había una delgada capa de calcio o de caliza condensada que parecía roca firme pero que si uno la pisaba lo mandaba a freírse en un pozo escondido de aguas termales.

Las historias de miedo también circulaban entre ellos. Hacía cien años, una tal señora de Lester Bannock que estaba aquí de visita procedente de Crystal Falls, Pensilvania, se paró a limpiarse el vapor que le empañaba las gafas de cristales ahumados. La brisa cambió de dirección y le metió vapor caliente en los ojos. Un paso en falso y se salió del camino. Otro paso en falso y perdió el equilibrio, cayó de espaldas y quedó sentada en agua hirviendo. Cuando intentó ponerse de pie, se cayó hacia delante y aterrizó de cara en el agua. Entre gritos, la sacaron de allí unos desconocidos.

El sheriff que la llevó al pueblo a toda prisa requisó hasta la última gota de aceite de oliva de la cocina del Lodge. Cubierta de aceite y envuelta en sábanas limpias, murió en el hospital, todavía gritando, tres días después.

Hacía solo tres veranos, un chaval de Pinson City, Wyoming, aparcó su camioneta y de la misma salió de un salto su pastor alemán. El perro aterrizó de lleno con un chapoteo en medio de una laguna y la palmó con un gañido en mitad de su chapoteo perruno. Los turistas que estaban mordiéndose los nudillos le dijeron al chaval que no lo hiciera, pero él saltó detrás.

Solamente salió una vez a la superficie, mirando con unos ojos hervidos y completamente blancos. Dando vueltas a ciegas. Nadie pudo tocarle durante el tiempo suficiente como para agarrarlo y luego desapareció.

Se pasaron el resto de aquel año pescando trocitos del chaval con redes, igual que uno pesca hojas y bichos muertos de una piscina. Igual que uno retira la grasa de una olla de estofado.

En el Lodge, la señorita Leroy hacía una pausa para dejar que la gente pensara un momento en aquello. En los trocitos del chaval dejados todo el verano cociéndose en el agua caliente, como una sartén de buñuelos siseando hasta ponerse de color marrón claro.

La señorita Leroy fumaba su cigarrillo.

Luego, como si fuera algo de lo que acababa de acordarse, decía:

—Olson Read. —Y se reía. Como si aquello fuera algo en lo que no pensaba durante una buena parte de cada minuto y cada hora que pasaba despierta, la señorita Leroy decía—: Tendríais que haber conocido a Olson Read.

El grande y gordo Olson Read, tan virtuoso y libre de pecado.

Olson era cocinero del Lodge, gordo y pálido, con unos labios demasiado grandes, inflados de sangre y de un rojo ruborizado como el sushi sobre el fondo de color blanco como arroz pegajoso de la piel de su cara. Se dedicaba a contemplar aquellas lagunas calientes. Se pasaba el día entero arrodillado junto a las mismas, observando aquel caldo marrón y burbujeante, caliente como el ácido.

Un paso en falso. Un resbalón por el lado incorrecto de un montón de nieve y nada más que aquella agua caliente podía hacerle a uno lo que Olson le hacía a la comida.

Salmón escalfado. Pollo guisado con empanadillas. Huevos duros.

En la cocina del Lodge, Olson cantaba himnos religiosos tan fuerte que se oían desde el comedor. Olson, enorme dentro de su delantal blanco y ancho, con los nudos hundiéndose en su cintura gruesa y profunda, se sentaba en el bar y se dedicaba a leer su Biblia casi a oscuras. El olor a cerveza y humo de la alfombra de color rojo oscuro. Si se sentaba a tu mesa en la sala de descanso del personal, Olson bajaba la cabeza hasta tocar el pecho con la barbilla y recitaba una bendición divagante con su bocadillo de salchica ahumada en las manos.

Su verbo favorito era «hermanar».

Una noche en que Olson entró en la despensa y encontró a la señorita Leroy besando a un botones, un estudiante de humanidades que había abandonado su carrera en la NYU, Olson Read les dijo que besarse era el primer paso que el diablo ponía en el camino a la fornicación. Con sus labios rojos como de goma, Olson le dijo a todo el mundo que él se estaba reservando para el matrimonio, pero la verdad era que era incapaz de entregarse.

Para Olson, el White River era su jardín del Edén, la prueba de que su Dios creaba obras hermosas.

Olson contemplaba las aguas termales, los géiseres y los cráteres de barro humeante, de esa forma en que a los cristianos les encanta la idea del infierno. De esa forma en que todos los paraísos necesitan su serpiente. Observaba cómo el agua hirviendo humeaba y soltaba espumarajos, de la misma forma en que miraba a través de la ventana de los pedidos y contemplaba a las camareras que estaban en el comedor.

En su día libre, llevaba su Biblia por el bosque, a través de las nubes y de la niebla de azufre. Se ponía a cantar «Amazing Grace» o «Nearer My God to Thee», pero solamente la quinta o la sexta estrofa, esas partes tan extrañas y desconocidas que podías pensar que se las estaba inventando. Caminando por la caliza condensada, esa delgada corteza de calcio que se forma igual que se forma el hielo sobre el agua, Olson salía del camino entarimado y se arrodillaba al borde de una laguna apestosa y burbujeante. Allí arrodillado, rezaba en voz alta por la señorita Leroy y el botones. Rezaba a su Señor, Nuestro Dios Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra. Rezaba por el alma inmortal de cada uno de los ayudantes de camarero llamándolos por su nombre. Hacía inventario de los pecados de todas las empleadas de limpieza en voz alta. Con una voz que se elevaba junto con el humo, Olson rezaba por Nola, que se subía demasiado el dobladillo de la falda y que cometía el acto del sexo oral con cualquier cliente del hotel que estuviera dispuesto a perder un billete de veinte dólares. Con las familias de turistas a su espalda, a salvo en el camino entarimado que tenía detrás, Olson pedía clemencia para los camareros del comedor, Evan y Leo, que se asaltaban entre sí con lascivos actos de sodomía todas las noches en el dormitorio común de los hombres. Olson lloraba y gritaba por Dewey y Buddy, que aspiraban pegamento de una bolsa de papel marrón mientras fregaban los platos.

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