Fantasmas (50 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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—No me avises, simplemente hazlo —dice el Casamentero.

Y el Reverendo dice:

—Recuerda. —Dice—: Solo hago esto como un favor.

El Casamentero cierra los ojos. Se pone las dos manos ahuecadas encima de la cabeza, con los dedos entrelazados.

Y… entonces…
Suuu-ruuuc
. El cuchillo de carnicero está clavado en la madera negra de la mesa. La mesa da un bote y se queda vibrando, y algo sale disparado y se queda tirado en la otra punta. Algo de color rosa borroso y propulsado por un géiser caliente de sangre. Con un chorro de color rojo todavía explotándole en la bragueta, el Casamentero extiende un brazo para intentar coger el objeto que ha salido disparado. Para atraparlo. Luego le fallan las rodillas.

Agarra el borde de la mesa con las dos manos, pero los dedos le resbalan. Su barbilla golpea el tablero y sus dientes chocan entre sí con un cliqueteo fuerte. Después, tanto el Casamentero como su pene están debajo de la mesa. Los dos convertidos en nada más que carne gris.

Nuestro pobre Casamentero ya no es más que atrezzo que podemos usar en nuestra historia. Nuestra nueva marioneta. Su relato familiar sobre mamadas y campos de exterminio es ahora nuestra historia.

El Eslabón Perdido se agacha debajo de la mesa. Se pone de pie con la polla gris cortada en la mano, la mayor parte de la cual es piel arrugada como resultado de cambiar de forma y tamaño cada vez que se empalmaba. Y nada más que carne rosa normal en el extremo cortado…

—Me la pido —dice el Eslabón. La olfatea una vez, dos veces, apuntando con la nariz hacia arriba y los orificios nasales dilatados y casi tocando la carne. Se encoge de hombros y dice—: Todo lo que cocinemos en ese microondas va a saber a palomitas…

Hasta el Eslabón sabe que comerse el pene cortado de un muerto le va a conseguir cobertura en hora de máxima audiencia en todos los programas nocturnos de entrevistas del mundo. Solamente para describir cómo sabía. Después vendrán las campañas de promoción de salsas de barbacoa y de ketchup. Después, su propio libro de cocina humorístico. Los programas de radio con presentadores impertinentes. Y después, concursos de horario diurno durante el resto de su vida.

Una víctima, alguien a quien le faltan dedos en las manos y en los pies para probar que ha sufrido, tiene el beneplácito del mundo para hacer siempre despliegues de mal gusto.

Y con los brazos extendidos y las manos levantadas, la Señorita Estornudos dice:

—No puedes hacer eso.

Mirándonos desde sus nichos de color verde satinado, las estatuas desnudas son nuestro público.

—Mírame —dice el Eslabón Perdido, e inclina la cabeza hacia atrás, con la boca abierta en dirección al techo verde. Sostiene el brazo en alto y deja caer el pingajo carnoso sobre su lengua. Se lo mete en la boca, entero, y se lo traga.

Vuelve a tragar y abre mucho los ojos. Vuelve a tragar y la cara peluda se le hincha y se le pone roja. Con los ojos fuertemente cerrados debajo de su única ceja. Se agarra la garganta con las manos y le caen lágrimas por las mejillas ruborizadas. El Eslabón se agarra la garganta, sin respirar. Da un paso bamboleante estilo Frankenstein, luego otro y por fin otro más por la sala.

Su cara roja por el pánico bosteza y sus dientes y labios de hombre lobo articulan palabras sin emitir ningún sonido. Cae de rodillas y se arrastra sobre su estómago. Todos sus esfuerzos —el llanto, el arrastrarse y las súplicas— en silencio.

El Conde de la Calumnia se queda sin nada que grabar después de que el Eslabón diga: «Mírame».

De rodillas, el Eslabón Perdido se inclina hacia un lado. Se desploma y se queda tirado, en silencio, con los ojos todavía fuertemente cerrados, con los puños todavía apretándose la barriga.

El Chef Asesino mira al Conde, que mira a la Señorita Estornudos, que sorbe por la nariz y dice:

—Tal vez la gente que viene a rescatarnos pueda salvarlo…

Y el Reverendo Sin Dios niega con la cabeza.

La verdad es que ahora mismo no hay nadie en la planta baja taladrando la cerradura de la puerta del callejón. No hay ningún equipo de rescate. Nadie ha venido a salvarnos. Hemos mentido porque estábamos cansados de que el Casamentero acaparara el cuchillo de carnicero.

Y ahora somos dos menos a repartir el dinero. Solamente quedamos once.

Bajando por las escaleras, con la falda replegada y sosteniéndosela con las dos manos, la Baronesa Congelación aparece caminando penosamente. Sonriendo con sus labios rosados y llenos de cicatrices y jirones hasta que ve al Casamentero en el suelo, con la mayor parte de su ropa empapada de sangre negra. Y a su lado, el Eslabón Perdido con los ojos fuertemente cerrados, agarrotados por el rigor mortis, en medio de su cara gris y peluda.

Con su agujero abierto y parecido a un mohín grasiento, la Baronesa dice:

—¿Quién es el cabrón que ha matado al Casamentero?

Ninguno de nosotros, le decimos. Después de todo este tiempo, se ha cortado la polla.

Y el pobre Eslabón ha muerto de asfixia cuando intentaba tragarse la polla cortada.

El Eslabón Perdido: el último eslabón de la cadena alimentaria. Bueno, el último eslabón si uno no cuenta los microbios y las bacterias que la señora Clark explicaba que se habían comido a su hija.

Ya nos estamos imaginando cómo sonará esta escena en la radio. Ya nos estamos preguntando si se puede decir «pene» en la televisión generalista. Solamente esta escena tendrá más de lo que dan la mayoría de los libros basados en hechos reales, y solamente nosotros la hemos visto. El ensayo general real para que algún día una estrella de cine muera asfixiada por la polla cortada de otra estrella de cine.

Alguien que se muere de asfixia porque tiene la garganta bloqueada por un pene, esa es la clase de escena que gana Oscars.

Lo hemos visto solo nosotros y tal vez la Baronesa.

Salvo que nuestra versión dirá que la señora Clark cortó el pene y obligó al Eslabón Perdido a tragárselo entero. La verdad resulta muy fácil cuando todo el mundo está de acuerdo en a quién culpar.

—No quiero ser una aguafiestas —dice la Baronesa Congelación—. Pero vamos a necesitar un villano nuevo.

El diablo ha muerto: necesitamos un nuevo diablo.

La Baronesa camina dándose aires hasta la mesa de madera oscura y arranca el cuchillo de carnicero con las dos manos del tablero deshecho por los tajos. Y dice que alguien ha matado a la señora Clark.

—Quien haya sido —dice la Baronesa— no puede tener mucha hambre ahora mismo.

El asesino se ha comido la mayor parte de su pierna izquierda. El resto de ella está detrás del escenario, en su camerino, muerta a puñaladas en el vientre.

El Chef Asesino blande el puño en dirección al Conde de la Calumnia y dice:

—Gilipollas estúpido y codicioso.

Y el Conde dice:

—Espera. —Dice—: Escucha…

Nos quedamos en silencio y podemos oír su estómago. El estómago del Conde está pataleando y gruñendo sin nada dentro más que el fantasma del bebé estofado de Miss América. No puede haber sido él.

Con todo, la señora Clark —nuestra diablesa armada con látigo y retorcedora de dedos— sigue estando muerta. Lo que queda de ella no son más que sobras.

Nuestro nuevo encargo laboral es elegir a nuestro nuevo diablo.

Después de cenar.

Y es mientras cenamos cuando la Señorita Estornudos se suena la nariz. Se sorbe los mocos y tose y dice que de verdad necesita contarnos una historia.

LA INTÉRPRETE

Un poema sobre la Señorita Estornudos

«Mi abuela se ganaba la vida —dice la Señorita

Estornudos— diciendo “Te quiero”.»

De todas las formas posibles. Para la gente que no podía.

La Señorita Estornudos en el escenario, por los puños de su

jersey asoman los pedazos

y volantes de los pañuelos de papel sucios que ella lleva dentro.

Los pañuelos amarillentos y apelmazados por las

descargas nasales.

En su nariz mocosa brillan los mocos y la sangre, y sus ojos

están

llenos de rayos rojos y emiten lágrimas que le caen por las mejillas.

En el escenario, en vez de un foco, el fragmento de una

película:

una escena de un drama médico, donde aparecen médicos y personal de un hospital

con batas blancas y tubos de ensayo en las manos,

ocupados en encontrar una cura.

Entre sorberse la nariz y toser, la Señorita Estornudos dice:

«Hasta su muerte, mi abuela ganaba dinero diciendo “Feliz cumpleaños” a la gente».

Diciendo: «Lo siento en el alma».

Diciendo: «Enhorabuena». Y «¡Estamos muy orgullosos de ti!»

y «Feliz Navidad».

Tantas veces como era posible, su abuela decía: «Feliz aniversario»,

«Feliz día del Padre»

y «Feliz día de la Madre»

para una empresa de tarjetas de felicitación.

Entre sonarse la nariz y volver a meterse el pañuelo de papel

en la manga, la Señorita Estornudos dice:

«El trabajo de mi abuela era interpretar lo que los demás no tenían palabras para decir».

Pero todos sus «Feliz cumpleaños»,

todas las tarjetas, en realidad las escribía pensando en la Señorita Estornudos.

El sector de audiencia ideal de su abuela.

Y el expositor de tarjetas era su cuenta bancaria, el fondo

fiduciario que dejaba atrás de buenos deseos para el futuro

de su nieta.

Para que cuando ella muriera, la Señorita Estornudos

pudiera ir y encontrar el «Te quiero» adecuado

o el «Feliz día de San Valentín» para ese momento del futuro lejano.

Mucho tiempo después de que su abuela muriera.

«Con todo —dice la Señorita Estornudos—, hay una tarjeta, una ocasión especial que ella nunca cubrió.»

Tendría que haber una tarjeta que dijera: Lo siento.

Por favor, abuela.

Por favor, perdóname.

No quería matarte.

ESPÍRITUS MALIGNOS

Un relato de la Señorita Estornudos

Suena el interfono. Primero hay un crujido de estática y luego una voz estridente de mujer que dice:

—Buenas noticias, cariño. —La voz que sale de la rejilla del altavoz pertenece a Shirlee, la vigilante nocturna, que dice—: Parece muy probable que vayas a poder follar en esta vida…

Recién admitida esta semana, Shirlee dice que se trata de otro portador del virus de Keegan Tipo 1. Que el nuevo residente es asintomático, y, mejor todavía, que tiene una polla enorme.

Shirlee es lo más parecido a una amiga íntima que se puede tener aquí.

¿Se acuerdan de aquel niño que tenía que vivir dentro de una burbuja de plástico porque no era inmune a nada? Bueno, pues este sitio es lo contrario. La gente que vive aquí, en Columbia Island, los residentes permanentes, son portadores de microbios que matarían al mundo entero. Virus. Bacterias. Parásitos.

Incluida yo.

Los agentes del gobierno, los mandamases de la marina, llaman a este sitio el Orfanato. Es lo que dice Shirlee. Lo llaman el Orfanato porque, si estás aquí, es que tu familia está muerta. Lo más probable es que tus maestros estén muertos. Que todos tus viejos amigos estén muertos. Que todo el mundo que conocías esté muerto y que los hayas matado tú.

Ya saben que el gobierno está un poco en un atolladero. Claro, podrían matar a esta gente —para proteger el interés del público—, pero esta gente es inocente. Así que el gobierno finge que puede encontrar una cura. Tiene a la gente encerrada aquí y cada semana les sacan sangre para hacerles pruebas. Cada semana les dan sábanas limpias y cada día tres comidas.

Cada gota de pis que sale de ellos, el gobierno la esteriliza con ozono y con radiación. Cada bocanada de aire que exhalan es filtrada y fregada con luz ultravioleta antes de que ese aire regrese al mundo exterior. Los residentes de Columbia Island no cogen resfriados. Nunca tienen contacto con nadie que les pueda pasar la gripe. Salvo por el hecho de que todos ellos son portadores de sus propias plagas personales con potencial de pandemia mundial, son la pandilla de tíos y tías con mejor salud que nunca querrías conocer.

Y es trabajo de la marina encargarse de que nunca los conozcas.

La mayor parte de lo que yo sé viene de Shirlee, mi vigilante nocturna. Shirlee dice que estar encerrada aquí tampoco es para quejarse. Dice que la gente del mundo de fuera tiene que trabajar de sol a sol todos los días y aun así no consiguen ni la mitad de lo que quieren.

Ahora Shirlee se dedica a decirme que encargue unos rulos térmicos. Para ponerme un poco guapa. Para mi nuevo futuro novio. Este tipo nuevo que es portador del Virus de Keegan Tipo 1.

Aquí uno se limita a ir al ordenador y escribir una lista de lo que quiere. Y si el presupuesto lo permite, es suyo. El principal obstáculo es cuando pide demasiadas cosas. Libros. Discos compactos. Películas en DVD. Pueden meterlo aquí, pero después de tocarlas, las cosas se vuelven tóxicas. El mayor problema es cómo incinerarlas hasta que se vuelvan ceniza tóxica.

Para solucionar esto, Shirlee te hace pedir cosas que quiere Shirlee. A Shirlee le encanta el rollo Elvis Presley antiguo. El rollo Buddy Holly. Yo lo pongo en la lista y Shirlee se queda la música en cuanto llega. Sin líos. Sin alboroto. Y evitando grandes acumulaciones de cosas tóxicas en la habitación.

Los tíos de la marina dicen que no se pueden permitir libros de poesía. Que si algún perro guardián de la administración ve algo como
Hojas de hierba
en un documento de la Freedom of Information Act, aquí van a rodar cabezas. Así que Shirlee me compra mis libros de su bolsillo. Y yo le pago con discos compactos de Elvis que encargo pero que no quiero. La mayoría de las noches, Shirlee quiere educarme sobre los acontecimientos del presente, como, por ejemplo, quién está tirando bombas sobre qué país y quién es el nuevo cantante al que todas las chicas se quieren follar.

Pero lo que yo quiero saber son las cosas que Shirlee no puede decirme. Las cosas que he empezado a olvidar. Como la sensación de la lluvia sobre la piel. O cosas que nunca supe, como dar besos con lengua.

Hablamos la una con la otra mediante un interfono. Esto comporta pulsar un botón cuando hablas y soltarlo para oír a la otra persona. Incluso ahora, cuando intento imaginarme la cara de Shirlee, lo único que veo es la rejilla del altavoz que hay en la pared de al lado de la cama.

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