Fantasmas (43 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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La echaron a patadas.

—Lo que quiero decir es —dijo Mandy Algo— que yo podría haber evitado todo eso.

La locura sanguinaria de la chica. El avión estrellado. El hecho de que solo falten días para que venga aquí el FBI. Y luego los campos de concentración. La limpieza étnica.

Desde entonces, se dedicó a deambular por la universidad local, intentando conseguir una cita con un tío chewlah. Haciendo preguntas y esperando. Pero no esperaba una respuesta. Esperaba el aplauso. Esperaba tener razón.

Aquella palabra que dijo antes,
varulf
, quiere decir «hombre lobo» en sueco.
Loup-garou
es en francés. Aquel hombre, Gil Trudeau, el guía del general Lafayette, fue el primer hombre lobo mencionado en la Historia de América.

—Dime si tengo razón —dijo ella—, e intentaré ayudaros.

Si el FBI llegaba aquí, dijo, aquella historia nunca vería la luz del día. Todo el mundo que tuviera el gen sospechoso pasaría bajo custodia del gobierno y desaparecería. Por el bien del público general. No sería genocidio, no de forma oficial. Pero había una buena razón por la cual el gobierno había sido tan implacable con algunas tribus, aniquilándolas con mantas infectadas de viruela o aislándolos en reservas remotas. Cierto, no todas las tribus llevaban el gen del Yeti, pero hacía un siglo, ¿cómo se podía identificar a las que suponían un riesgo?

—Dime si tengo razón —dijo Mandy Algo—, y os puedo sacar en la emisión de mañana por la mañana de
Today
.

Tal vez incluso en el primer bloque de contenidos.

Ella revelaría la historia. Conseguiría la simpatía del público. Tal vez involucraría a Amnistía Internacional. Aquella podía ser la nueva gran batalla en el terreno de los derechos civiles. Pero una batalla global. Ella ya había identificado al resto de las comunidades, las tribus y los grupos del mundo que con toda probabilidad tenían el gen monstruoso de su teoría. Con aquel aliento suyo que olía a cerveza, dijo «monstruoso» lo bastante fuerte como para que los operarios de carreteras vestidos de naranja miraran en su dirección.

La verdad era que el mundo estaba lleno de tipos con los que ella podía flirtear. Aunque aquellas citas fueran trampas, al final encontraría a alguien que le dijera lo que quería oír.

Que los hombres lobo y el Yeti existían. Y que él era ambas cosas.

Hay tíos que han oído cosas peores con tal de echar un polvo.

Hasta tíos chewlah con pollas en la cara.

Hasta yo. Pero yo le dije:

—Aquella chica de trece años se llamaba Lisa. —Le dije—: Y era mi hermanita.

—El sexo oral —dijo Mandy Algo— es algo que podríamos plantearnos.

Habría que ser idiota para no llevármela a la reserva. Tal vez presentarla a mis padres. A toda la maldita familia.

Y poniéndome de pie, le dije:

—Puedes ver la reserva esta noche, pero, de verdad, tengo que hacer una llamada primero.

18

En el camerino de Miss América, entre el cemento gris y las tuberías al descubierto, arrodillada junto a la única cama individual, la señora Clark está diciendo que tener un hijo no es siempre el sueño que uno se puede imaginar.

El resto estamos en el pasillo para espiarlas. Todos tenemos miedo de perdernos algún acontecimiento crucial y luego tener que aceptar una versión ajena de los hechos.

Miss América, encogida en su cama, encogida de lado de cara a la pared de cemento gris, no tiene diálogo en esta escena.

Y de rodillas a su lado, con los pechos enormes y secos apoyados en el borde de la cama, la señora Clark dice:

—¿Te acuerdas de mi hija, Cassandra?

La chica que miró dentro de la Caja de Pesadillas.

Que se cortó las pestañas y luego desapareció.

—Cuando desapareció fue la primera vez que vi el anuncio del señor Whittier —dice.

Dentro de un libro, en el dormitorio que acababa de abandonar, Cassandra había escrito en una hoja de papel blanco: «Retiro para escritores. Abandone su vida durante tres meses».

La señora Clark dice:

—Yo sé que el señor Whittier ha hecho esto antes.

Y que Cassandra estuvo aquí, atrapada en este sitio, la última vez.

Niños, dice. Cuando son pequeños se creen todo lo que les dices sobre el mundo. Como madre, eres el almanaque mundial y la enciclopedia y el diccionario y la Biblia, todos en uno. Pero cuando llegan a cierta edad mágica, es todo lo contrario. Entonces te conviertes en una mentirosa o en una tonta o en una villana.

Mientras los demás nos dedicamos a apuntar, el ruido de nuestros bolígrafos sobre el papel casi no deja oír nada. Todos estamos escribiendo: «En una mentirosa o en una tonta».

Oímos que la grabadora del Conde de la Calumnia dice: «… o en una villana».

Lo único que la señora Clark sabe realmente es que, después de que Cassandra se pasara tres meses desaparecida, la encontraron. Que la policía encontró a Cassandra.

Arrodillada al lado de la cama de Miss América, dice:

—Acepté ayudar a Whittier porque quería saber qué le había pasado a mi hija… —La señora Clark dice—: Yo quería saberlo y ella nunca me lo quiso decir…

ANUNCIO ANDANTE

Un relato de la señora Clark

Tres meses después de su desaparición, Cassandra Clark regresó. Un conductor que iba a trabajar a la ciudad por la autopista estatal vio a una chica cojeando, casi desnuda, por el arcén de gravilla. La chica parecía llevar un taparrabos oscuro, unos guantes oscuros y unos zapatos. Llevaba una especie de babero o pañuelo negro atado en torno al cuello y colgándole por encima de los pechos. Para cuando el conductor dio media vuelta y telefoneó a la policía, el sol ya brillaba lo bastante como para ver que la chica estaba desnuda del todo.

Sus zapatos y sus guantes, el taparrabos y el babero, eran sangre seca, coagulada y negra y rodeada de una nube espesa de moscas negras. Tenía tantas moscas posadas encima que parecía estar cubierta de vello negro.

La cabeza de la chica estaba toda raspada y llena de costras. Le sobresalían mechones andrajosos de pelo de detrás de las orejas y de la coronilla de la cabeza descubierta.

Cojeaba porque le habían amputado los dos dedos pequeños del pie derecho.

El babero, aquella capa de sangre de su pecho, aquella pelusa de moscas, en urgencias del hospital se lo limpiaron con alcohol y descubrieron una partida de tres en raya grabada en la piel de encima de sus pechos. El jugador con la X había ganado.

Cuando le limpiaron las manos, se encontraron con que le faltaba el meñique de ambas. Además, le habían levantado las uñas del resto de los dedos y se las habían arrancado, dejando las puntas de los dedos hinchadas y de color morado.

Debajo de la sangre seca tenía la piel lívida. Su cara había quedado reducida a los bultos huesudos de su barbilla, sus pómulos y el espolón de su nariz. En las sienes y por encima de la mandíbula, la piel se le hundía formando cavidades sombrías.

Dentro de las paredes de cortinas de la sala de urgencias, la señora Clark se inclinó sobre las barandillas de acerocromo de la cama de su hija y dijo:

—Cariño, oh, cariño mío… ¿quién te ha hecho esto?

Cassandra se rió y miró las agujas que tenía clavadas en los brazos, los tubos de plástico de color claro que tenía embutidos en las venas, y dijo:

—Los médicos.

No, dijo la señora Clark. ¿Quién te ha cortado los dedos?

Y Cassandra miró a su madre y dijo:

—¿Tú crees que yo dejaría que alguien me hiciera esto? —Dejó de reírse y dijo—: Me lo he hecho yo misma.

Y aquella fue la última vez en su vida que Cassandra se rió.

La policía, dijo la señora Clark, había encontrado pruebas. Habían encontrado astillas de madera, finas como agujas, enclastadas en las paredes de su vagina. Y de su ano. El equipo forense de la policía había extraído esquirlas de cristal de los cortes de su pecho y de sus brazos. La señora Clark le dijo a su hija que no podía permitirse guardar silencio.

Que necesitaban conocer hasta el último detalle que Cassandra pudiera recordar.

La policía dijo que quien fuera que había hecho aquello secuestraría a otra víctima. A menos que Cassandra pudiera afrontar su miedo y ayudarlos, jamás encontrarían a su atacante.

En la cama, bajo el sol que entraba por una ventana, Cassandra yacía apoyada en sus almohadas y se dedicaba a mirar cómo los pájaros planeaban de un lado a otro por el cielo azul.

Con los dedos envueltos en voluminosos vendajes blancos, con el pecho cubierto de un almohadón de vendas, la mano con que sostenía el lápiz solo se movía para dibujar los pájaros que volaban de un lado a otro. Con el cuaderno de dibujo apoyado en las rodillas.

La señora Clark dijo:

—¿Cassandra, cariño? Tienes que contárselo todo a la policía.

Por si podía ser de ayuda, traerían a un hipnotizador al hospital. Los asistentes sociales traerían muñecas anatómicamente detalladas para usarlas en la entrevista.

Y Cassandra seguía mirando los pájaros. Dibujándolos.

La señora Clark dijo:

—¿Cassandra?

Y puso su mano encima de una de las manos envueltas en vendas blancas de Cassandra.

Y Cassandra miró a su madre y dijo:

—No volverá a pasar. —Volvió a mirar a su madre y dijo—: Por lo menos a mí no…

Y añadió:

—Fui una víctima de mí misma.

Fuera, en el aparcamiento, las unidades móviles de los noticiarios de la televisión estaban preparando sus emisiones por satélite, alineando las antenas parabólicas en el techo de sus furgonetas. Listos para recoger la pelota del presentador de las noticias desde el estudio. Con el micrófono en la mano, la enviada especial se introdujo una ARI en la oreja.

Durante tres meses, en la población donde vivían se habían estado grapando carteles a los postes telefónicos. Todos los carteles mostraban una foto de Cassandra Clark vestida con su uniforme de animadora, sonriendo y agitando su pelo rubio. Durante tres meses la policía había estado interrogando a chicos y chicas del instituto. Los agentes de policía habían interrogado a gente que trabajaba en la terminal de autobuses, en la estación de trenes y en el aeropuerto. Las emisoras locales de televisión y de radio habían estado emitiendo anuncios a modo de servicio público que decían que pesaba cincuenta y cinco kilos, que medía un metro setenta, tenía los ojos verdes y el pelo largo hasta los hombros.

Los perros de la brigada de rescate olisquearon su falda de animadora y siguieron su rastro hasta una parada de autobuses.

Agentes de la policía del estado con lanchas a motor dragaron todos los estanques y lagos y ríos que había a una distancia de un día en coche.

Llamaron médiums por teléfono para decir que la chica estaba a salvo. Que se había escapado con alguien y se había casado. O bien que estaba muerta y enterrada. O que había sido vendida por una red de trata de blancas y sacada clandestinamente del país para vivir en el harén de un magnate del petróleo. O que se había sometido a una operación de cambio de sexo y regresaría pronto a casa convertida en un chico. O que estaba atrapada en un castillo o en alguna clase de palacio, encerrada allí dentro con un grupo de desconocidos, todos los cuales se dedicaban a mutilarse a sí mismos. La médium escribió tres palabras en un papel y se lo envió a la señora Clark. Dentro del papel doblado, las líneas temblorosas escritas a lápiz decían:

«Retiro de escritores».

Al cabo de tres meses, todas las cintas amarillas que la gente había atado a las antenas de sus coches ya estaban casi blancas de tan descoloridas. Banderas de rendición.

Había tantos médiums que nadie les prestaba especial atención.

Cada vez que la policía encontraba a una mujer sin identificar, tan quemada, podrida o mutilada que no se podía establecer quién era, la señora Clark contenía la respiración hasta que las fichas dentales o las pruebas de ADN mostraban que no era Cassandra.

Llegado el tercer mes, Cassandra Clark estaba sonriendo y sacudiéndose el pelo en los costados de los envases de leche. Para entonces, las vigilias de gente rezando a la luz de las velas se habían interrumpido. El fondo de recompensa en la delegación local del banco era la única parte del caso que todavía interesaba a alguien.

Y luego, el milagro: apareció cojeando por la autopista.

En su cama de hospital, su piel estaba llena de hematomas purpúreos. Su cabeza estaba afeitada. La goma elástica que tenía alrededor de la muñeca decía: C. Clark.

El examinador médico del condado le hizo un frotis en busca de células peniales, que explicó que eran alargadas, a diferencia de las células vaginales, que eran redondas. Le hicieron un frotis en busca de semen. El equipo de detectives le hizo una aspiración de cuero cabelludo y manos y pies en busca de células epidérmicas extrañas. Encontraron fibras de terciopelo azul, de seda roja y de mohair negro. Le hicieron un frotis del interior de la boca y luego un cultivo del ADN en placas petri.

Vinieron orientadores de la policía y se sentaron a su lado y le dijeron a Cassandra que era muy importante que hablara para sacarse de dentro el dolor. Que dijera cosas amargas.

Las unidades de televisión y de radio, los enviados de periódicos y de revistas, permanecían sentados en el aparcamiento, filmando sus historias con el fondo de la ventana de la habitación de hospital de ella. Y retrocedían un poco para filmar a otras unidades de televisión que filmaban a otras unidades de televisión que filmaban a otras unidades de televisión que filmaban la ventana de la habitación de ella. Para mostrar el circo en que aquello se había convertido, como si aquella fuera la verdad final.

Cuando la enfermera le trajo pastillas para dormir, Cassandra negó con la cabeza. Solamente tuvo que cerrar los ojos para quedarse dormida.

Como Cassandra no quería hablar, la policía fue a la señora Clark y se puso a explicarle el coste total de su investigación para el contribuyente. Los detectives negaron con la cabeza y dijeron que se sentían muy enfadados y traicionados, después de trabajar tanto y de preocuparse tanto por una chica a la que le importaba un pimiento el dolor y las penurias que estaba causando a su familia, a su comunidad y a su gobierno. Que tenía a todo el mundo llorando y rezando. Que todo el mundo odiaba al monstruo que la había torturado y todos querían verlo detenido y juzgado. Después de todo lo que habían buscado y de todos sus esfuerzos, se merecían aquello. Se merecían verla en la tarima, llorando mientras describía cómo aquel monstruo le había cortado los dedos. Cómo le había grabado el pecho a cuchillo. Cómo le había metido una estaca de madera por el culo famélico.

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