Fantasmas (31 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Terror

BOOK: Fantasmas
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Aquella misma marea de sillas, mesas y muñecas de porcelana. De cuentas, vitrinas y pequeños adornitos.

Que entraban y salían.

Durante toda la mañana, la mirada del anticuario no paró de regresar a la Caja de Pesadillas.

Hizo su contabilidad. Se pasó el día tecleando en la calculadora de diez teclas, haciendo cuadrar las cuentas. Calculando totales y comparando largas columnas de números. Viendo cómo las mismas piezas, los mismos tocadores y perchas para sombreros, llegaban y salían sobre el papel. Hizo café. Hizo más café. Bebió café hasta vaciar la lata de café molido. Limpió hasta que en toda la tienda no quedó una sola superficie de madera bruñida y cristal limpio que no reflejara su imagen. Hasta que todo olía a limón y a aceite de almendra. Al olor de su sudor.

Y la caja esperaba.

Se puso una camisa limpia. Se peinó.

Llamó a su mujer y le dijo que llevaba años escondiendo dinero en metálico en una caja de hojalata dentro del maletero de su coche. El anticuario le dijo a su mujer que cuarenta años atrás, cuando nació su hija, había tenido una aventura con una chica que solía venir en la hora del almuerzo de su trabajo. Le dijo que lo sentía. Le dijo que no le guardara la cena. Le dijo que la quería.

Y al lado del teléfono, la caja esperaba, sin hacer tictac.

Al día siguiente lo encontró la policía. Con las cuentas cuadradas. Con la tienda perfectamente ordenada. El anticuario había cogido un cable alargador de color naranja y lo había atado a la percha de la pared de su cuarto de baño. En el cuarto de baño con azulejos, donde cualquier estropicio sería fácil de limpiar, se había atado el cable en torno al cuello y luego simplemente se había… relajado. Se había dejado caer, desplomado contra la pared. Estaba asfixiado, muerto, casi sentado en el suelo de azulejos.

Sobre el mostrador, en la parte de delante de la tienda, la caja volvía a hacer tictac.

Toda esta historia estaba en la gruesa carpeta de apuntes de Tess Clark.

Fue entonces cuando la caja vino aquí, a la galería de arte de Rand. Para entonces, ya era una leyenda, le dijo Rand a la pequeña multitud. La Caja de Pesadillas.

Al otro lado de la calle, la tienda de antigüedades no era más que una enorme sala pintada, vacía detrás de su escaparate.

Fue entonces, aquella misma noche, mientras Rand les estaba enseñando la caja y Cassandra tenía los brazos encogidos para mantenerse el vestido en su sitio, fue en aquel preciso momento cuando alguien del público dijo:

—Se ha parado.

El tictac.

Se había parado.

La multitud esperó, escuchando el silencio, usando las orejas como antenas para captar cualquier sonido.

Y Rand dijo:

—Adelante.

—¿Así? —dijo Cassandra, y le dio a la señora Clark la copa alta de vino blanco para que se la aguantara. Llevó una mano al asa metálica del lado correspondiente. Le dio a Rand su bolso de noche de cuentas, su bolsito sin asas, que tenía dentro el pintalabios y el dinero en metálico de emergencia—. ¿Lo estoy haciendo bien? —dijo, y llevó la otra mano al asa del lado opuesto.

—Ahora —dijo Rand.

La señora Clark permaneció allí, la madre, un poco impotente con una copa llena de vino en cada mano, mirando. Con todo listo para derramarse o romperse.

Rand puso una mano ahuecada en la nuca de Cassandra, en la piel desnuda que había por encima de su espinazo, donde un único rizo suave de pelo caía revoloteando. En el extremo superior de la larga cremallera de su culo. Presionó de forma que ella doblara el cuello, que su barbilla se levantara un poco y sus labios se movieran hasta abrirse. Sosteniendo su cuello en una mano y su bolso en la otra, Rand le dijo:

—Mira dentro.

La caja estaba en silencio. El mismo silencio en que está una bomba en el momento antes de activarse. A explotar.

Cassandra abrió mucho el ojo izquierdo, levantando mucho la ceja, con las pestañas de esa parte temblando, embadurnadas de rímel negro. Su ojo verde, húmedo y blando, algo intermedio entre el estado líquido y el sólido, quedó pegado al pequeño cristal de la mirilla, a la oscuridad de dentro.

La multitud los rodeaba. A la espera. Rand le seguía sosteniendo la nuca.

Una uña pintada se desplazó hasta el botón y Cassandra, con la cara pegada a la madera negra de la caja, dijo:

—Dime cuándo.

La forma correcta de mirar al interior, de ajustar la cara a la superficie de la caja, era girar un poco la cara a la derecha. Había que encorvarse un poco, como resultado de inclinarse demasiado hacia delante. Había que agarrarse a las dos asas porque esa posición le hace a uno perder el equilibrio. Tenías que apoyar tu peso en la caja, aguantándote con las manos y usando la cara para mantener el equilibrio.

Cassandra tenía la cara pegada a las negras y complejas esquinas y ángulos de la vieja caja. Como si le estuviera dando un beso. Le temblaban los rizos del pelo. Le centelleaban los pendientes relucientes y colgantes.

Pulsó el botón con el dedo.

Y la caja empezó a hacer tictac de nuevo, débilmente y desde lo más profundo de la misma.

Solamente Cassandra había visto lo que pasaba.

El temporizador aleatorio se activó otra vez durante otra semana, o durante otro año. O durante otra hora.

Ella siguió con la cara en el mismo sitio, pegada a la mirilla, y luego dejó caer los hombros. De pie, con los brazos todavía colgando, con la espalda encorvada y los hombros caídos.

Parpadeando muy deprisa, Cassandra dio un paso atrás y sacudió un poco la cabeza. Sin mirar directamente a la cara de nadie, Cassandra echó un vistazo al suelo de la sala, a los pies de la gente, con los labios fuertemente cerrados. La pechera rígida de su vestido se abombó hacia delante, separándose de sus pechos sin sujetador. Extendió los brazos y se apartó de la caja.

Se quitó un zapato de tacón alto y luego el otro, apoyó las plantas de los pies en el suelo de la galería y los músculos de sus piernas desaparecieron. Las dos mitades duras como rocas de su culo se volvieron blandas.

Una máscara de pelo suelto le colgaba delante de la cara.

Si uno era lo bastante alto, le podía ver los pezones.

Rand dijo:

—¿Y bien? —Carraspeó, dejó ir el aire con un largo sonido de saliva y mocos y dijo—: ¿Qué has visto?

Y todavía sin mirar a nadie a la cara, con las pestañas todavía señalando el suelo, Cassandra levantó una mano y se quitó primero un pendiente y después el otro.

Rand extendió el brazo para devolverle su bolsito de cuentas, pero Cassandra no lo cogió. Lo que hizo fue darle sus joyas.

La señora Clark dijo:

—¿Qué ha pasado?

Y Cassandra dijo:

—¿Podemos irnos a casa ya?

Y escucharon cómo la caja hacía tictac.

Es un par de días después cuando Cassandra se corta las pestañas. Abre una maleta en el suelo al pie de la cama y empieza a meter cosas dentro, zapatos y calcetines y ropa interior, y después a sacarlas. A hacer la maleta una y otra vez. Después de su desaparición, la maleta sigue allí. Medio llena o medio vacía.

Ahora lo único que le queda a la señora Clark son sus apuntes, su gruesa carpeta llena de apuntes acerca de cómo debe de funcionar la Caja de Pesadillas. De alguna forma debe de hipnotizarlo a uno. Debe de implantar una imagen o una idea. Un destello subliminal. Debe de inyectar algún mensaje en una parte tan profunda de tu cerebro que no se puede recuperar. No se puede resolver. Así es como te infecta la caja. Haciendo que todo lo que sabes se vuelva incorrecto. Inútil.

Lo que hay dentro de la caja es algún dato que no se puede olvidar. Una serie de ideas nuevas que no se pueden desaprender.

Y unos días después de su visita a la galería de arte, Cassandra desaparece.

Al tercer día, la señora Clark va al centro de la ciudad. De vuelta a la galería. Con su gruesa carpeta marrón de apuntes debajo del brazo.

La puerta de entrada está abierta y las luces apagadas. Bajo la luz gris que entra por los escaparates, puede ver a Rand, sentado en el suelo en medio de una alfombra de pelos cortados. Su barbita de diablo ha desaparecido. Su grueso pendiente de diamante también.

La señora Clark le dice:

—Has mirado, ¿verdad?

El propietario de la galería se limita a seguir allí sentado, despatarrado, con las piernas extendidas sobre el frío cemento, mirándose las manos.

La señora Clark se sienta con las piernas cruzadas en el suelo a su lado y dice:

—Mira mis apuntes. —Dice—: Dime que tengo razón.

El funcionamiento preciso de la Caja de Pesadillas, dice, se debe a que la parte delantera está inclinada a un lado. Lo cual te obliga a pegar el ojo izquierdo a la mirilla. Esta consiste en una pequeña lente de ojo de pez encajada en una pieza de metal, como la que te puedes encontrar en cualquier puerta. La forma en que la parte delantera de la caja está inclinada hace que solamente se pueda mirar su interior con el ojo izquierdo.

—De esa forma —dice la señora Clark—, todo lo que ves lo tienes que percibir con la mitad derecha del cerebro.

Lo que sea que ves dentro, lo tienes que contemplar con tu parte intuitiva, emocional e instintiva.

Además, solamente lo puede ver una persona cada vez. Lo que sufres lo sufres a solas. Lo que pasa dentro de la Caja de Pesadillas solamente te pasa a ti. No hay nadie con quien compartirlo. No hay sitio para nadie más.

Además, la lente de ojo de pez, dice, deforma lo que ves. Lo distorsiona.

Además, dice, el nombre que hay grabado en la placa metálica —«La Caja de Pesadillas»— te dice que vas a pasar miedo. El nombre crea una expectativa que tú cumples.

La señora Clark se queda allí sentada esperando a que el otro le dé la razón.

Se queda sentada esperando a que Rand parpadee.

La caja está colocada delante de ellos sobre sus tres patas, haciendo tictac.

La única parte de Rand que se mueve es su pecho, para respirar.

Sobre su mesa de trabajo, cerca del fondo de la galería, siguen estando las joyas de Cassandra. Y su bolsito de cuentas.

—No —dice Rand. Sonríe y dice—: No es así.

El tictac sigue su cuenta atrás, sonando fuerte en medio del frío y el silencio.

Lo único que se puede hacer es llamar a los hospitales y preguntar si tienen a una chica de ojos verdes y sin pestañas. Solamente se puede llamar un número de veces, dice la señora Clark, antes de que empiecen a dejar de oírte. A ponerte en espera. A hacerte desistir.

Levanta la vista de su gruesa pila de papeles, de sus apuntes, y dice:

—Cuéntame.

La tienda de antigüedades seguía vacía al otro lado de la calle.

—No es eso lo que ha pasado —dice Rand. Sin dejar de mirarse las manos, dice—: Pero esta es la sensación que produce.

Un fin de semana le tocó ir a un picnic de una empresa para la que trabajaba antes. Un trabajo que odiaba. Y a modo de broma, en lugar de comida llevó una cesta de mimbre llena de palomas adiestradas. Para todos los demás, aquello no era más que otra cesta de picnic, más ensalada de pasta y vino. Rand se pasó toda la mañana guardando la cesta debajo de un mantel, manteniéndola al fresco y a la sombra. Manteniendo calladas a las palomas de dentro.

Les dio a escondidas migas de pan de barra. Les metió trozos de polenta de maíz a través de los agujeros de la cesta.

Durante toda la mañana, la gente con la que trabajaba estuvo dando sorbos de vino o de agua con gas y hablando de metas corporativas. De declaraciones de intenciones. De construir equipos.

En el momento en que parecía que todos habían desperdiciado una bonita mañana de sábado, en ese momento en que las conversaciones sobre temas triviales llegaron a su fin, Rand dice que fue entonces cuando abrió la cesta.

La gente, aquella gente que trabajaba junta todos los días, que creía conocerse entre sí, cuando aquel caos blanco, aquella tormenta explotó verticalmente desde el centro del picnic, algunos gritaron. Algunos cayeron de espaldas sobre la hierba. Se taparon la cara con las manos abiertas. Cayó comida y se derramó vino. Se manchó ropa de calidad.

Fue un momento más tarde cuando la gente vio que aquello no les podía hacer daño. Cuando la gente vio que aquello era seguro. Era la cosa más maravillosa que habían visto nunca. Se cayeron hacia atrás, demasiado asombrados incluso para sonreír. Durante las horas incontables que duró aquel largo momento, se olvidaron de todo lo que era importante y miraron la nube de alas blancas que se retorcía en el cielo azul.

Vieron cómo ascendía en espiral. Y cómo la espiral se abría. Y los pájaros, adiestrados por muchos viajes, se marcharon lejos de allí, siguiéndose los unos a los otros, en dirección a alguna parte que siempre sabían que era su verdadero hogar.

—Eso —dice Rand— es lo que hay dentro de la Caja de Pesadillas.

Es algo que va más allá de la vida después de la muerte. Lo que hay dentro de la caja es la prueba de que lo que llamamos la vida no lo es. De que nuestro mundo es un sueño. Infinitamente falso. Una pesadilla.

Una sola mirada, dice Rand, y tu vida —tus vanidades y tus luchas y tus preocupaciones— pierde todo su sentido.

El nieto infestado de cucarachas, el anticuario, Cassandra sin pestañas y deambulando desnuda.

Todos tus problemas y tus historias de amor.

No son más que una ilusión.

—Lo que ves dentro de la caja —dice Rand— es un vislumbre de la realidad real.

Las dos personas que siguen allí sentadas, juntas sobre el suelo de cemento de la galería, la luz del sol que entra por las ventanas y los ruidos de la calle, todo resulta distinto. Es como si nunca hubieran estado allí. Y es justo entonces cuando se detiene el tictac de la caja.

Y la señora Clark tiene demasiado miedo para mirar.

13

No tenemos comida. No hay agua caliente. Es posible que muy pronto estemos atrapados a oscuras. Pasando de una sala a otra como si leyéramos braille, palpando a tientas cada sección blanda y mohosa del papel de pared. O bien reptando por la moqueta pegajosa, con las manos y las rodillas recubiertas de una gruesa costra de cagadas de ratón secas. Tocando todas esas manchas de la moqueta, apelmazadas y provistas de brazos y piernas.

No tenemos calefacción, ahora que la caldera vuelve a estar rota, como debe ser.

De vez en cuando se oye a San Destripado pedir ayuda a gritos, pero son unos gritos débiles, como el último eco procedente de una pared muy lejana.

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