—Hoy va a ser un día tan largo como yo diga…
Y le dice a la señora Clark:
—Ahora enséñeme cómo encender las malditas luces.
Y el Eslabón Perdido la baja hasta que sus pies enfundados en zapatillas tocan el suelo.
La señora Clark y la Hermana se adentran a tientas en la oscuridad, palpando las paredes húmedas del pasillo, avanzando hacia el brillo gris de la luz para fantasmas del escenario.
El señor Whittier, nuestro nuevo fantasma.
Hasta a San Destripado le gruñe el estómago.
Miss América dice que hay mujeres que beben vinagre para encogerse el estómago. Así de fuerte pueden doler los retortijones del hambre.
—Contadme una historia —dice la Madre Naturaleza. Acaba de encender una vela de manzana y canela con mordeduras en la cera—. Cualquiera —dice—. Contadme una historia que me quite el hambre para siempre…
La Directora Denegación abraza a su gata y dice:
—Puede que una historia te quite el apetito a ti, pero Cora sigue estando hambrienta.
Y Miss América dice:
—Dile a esa gata que dentro de un par de días ya estaremos dispuestos a comérnosla a ella.
Ya da la impresión de que le han crecido las tetas por debajo de la tela de lycra rosa.
Y San Destripado dice:
—Por favor, ¿puede alguien hacer algo que me distraiga de mi estómago?
Su voz suena distinta, seca y suave, hablando por primera vez sin la boca llena de comida.
El hedor es tan espeso como la niebla. Ese olor que nadie quiere respirar.
Y mientras caminan hacia el escenario, hacia el círculo de luz que rodea la lámpara para fantasmas, el Duque de los Vándalos dice:
—Cuando nunca había vendido un cuadro aún…
Mira hacia atrás para asegurarse de que lo estamos siguiendo y luego dice:
—Solía ser lo contrario de un ladrón de obras de arte…
Y entretanto, sala a sala, el sol empieza a salir.
Y nosotros apuntamos mentalmente: «Lo contrario de un ladrón de obras de arte…».
Un poema sobre el Duque de los Vándalos
«Nadie llama a Miguel Ángel la puta del Vaticano», dice el Duque de los Vándalos,
solamente porque le suplicó al papa Julio que le diera trabajo.
El Duque en el escenario, su mandíbula desaliñada, con la
barba pálida asomando como maleza,
se mueve sin cesar, mascando y amasando
un chicle de nicotina. Su sudadera gris y sus pantalones de lona tienen salpicaduras
como pasas secas de pintura roja,
rojo oscuro, azul y verde, marrón, negra y blanca. El pelo le cae sobre la espalda, un revoltijo de alambres,
oscurecido por la grasa
y espolvoreado de copos pegajosos de caspa.
En el escenario, en vez de un foco, un fragmento de
película:
un pase de diapositivas de retratos y alegorías, naturalezas muertas y paisajes.
Todo ese arte antiguo usa su cara, su torso y sus pies con
sandalias y calcetines
como si fuera la pared de una galería.
El Duque de los Vándalos dice: «Nadie llama a Mozart
esbirro de las empresas»
porque trabajara para el arzobispo de Salzburgo.
Y después escribiera
La flauta mágica
y
Eine kleine Nachtmusik
,
gracias al dinero que le llovió de Giuseppe Bridi y su
lucrativa industria de la seda.
Ni tampoco llamamos vendido a Leonardo da Vinci,
ni sicario,
porque pintara a cambio de oro para el papa León X y Lorenzo de Médicis.
«No —dice el Duque—. Miramos
La última cena
y la
Mona Lisa
y nunca sabemos quién pagó las facturas para crearlas.» Lo que importa, dice, es lo que el artista deja atrás, la obra de arte.
No cómo pagaste el alquiler.
Un relato del Duque de los Vándalos
Un juez lo llamó «vandalismo». Otro juez lo llamó «destrucción de la propiedad pública».
En Nueva York, después de que los vigilantes lo pillaran en el Museum of Modern Art, el juez redujo la acusación a «tirar desperdicios», lo que le faltaba por oír. Después del Museo Getty de Los Ángeles, el juez llamó a lo que había hecho Terry Fletcher «graffiti».
En el Getty o en la Frick Collection o en la National Gallery, el delito de Terry siempre era el mismo. La gente simplemente no se ponía de acuerdo en cómo llamarlo.
A ninguno de los jueces de esta historia hay que confundirlo con el honorable Lester G. Myers del Juzgado de Distrito del Condado de Los Ángeles, coleccionista de arte y todo un buen tipo. El crítico de arte no es Tannity Brewster, escritora y conocedora de todo lo que tenga que ver con la cultura. Y relájense, de ninguna manera el galerista es Dennis Bradshaw, famoso por su Galería Pell/Mell, donde solamente por coincidencia a la gente la tirotean por la espalda. De vez en cuando.
No, cualquier parecido entre estos personajes y alguien vivo o muerto es un completo accidente.
Lo que se explica aquí está todo inventado. Nadie es nadie salvo el señor Terry Fletcher.
Repítanse a ustedes mismos que esto no es más que una historia. Que nada de esto es real.
La idea básica vino de Inglaterra, donde los estudiantes de arte iban a la oficina de correos y se llevaban montones de esas etiquetas baratas para escribir la dirección que te dan gratis. Todas las oficinas tienen montones y montones de esas etiquetas, cada una del tamaño de una mano con los dedos extendidos pero puestos todos juntos. Un tamaño fácil de esconder en la palma de la mano. Las etiquetas tienen en el dorso una lámina de papel de cera que se despega. Debajo de la misma hay una capa de pegamento diseñada para pegarse a cualquier cosa para siempre.
Ese era su verdadero encanto. Los jóvenes artistas —en realidad, se trataba de don nadies— podían sentarse en su estudio y pintar una miniatura perfecta. O esbozar un estudio a carboncillo después de pintar la etiqueta con una capa base de blanco.
Luego, con el adhesivo en la mano, se iban a colgar su propia exposición. En los pubs. En los vagones del tren. En los asientos traseros de los taxis. Y su obra se pasaba más tiempo allí «colgada» del que uno imaginaría.
La oficina de correos hacía los adhesivos con un papel tan barato que nunca se podía despegar. El papel se rompía en jirones y se deshacía en los bordes pero aun así el pegamento no se iba. Y el pegamento crudo, que quedaba todo amarillo y lleno de grumos como si fuera moco, iba cogiendo polvo y humo hasta convertirse en una mancha negra mucho peor que el pequeño cuadrito de facultad de bellas artes que había sido. La gente pensaba que cualquier obra de arte era mejor que aquel feo pegamento que dejaba atrás.
Así pues, la gente dejaba las obras pegadas. En los ascensores y en los cubículos de los lavabos. En los confesionarios de iglesias y en los probadores de los grandes almacenes. En su mayoría, sitios donde no iban mal unos cuantos cuadritos. La mayoría de los pintores se contentaban con que su arte se pudiera ver. Eternamente.
Con todo, si quieres llevar las cosas demasiado lejos, confía en los americanos.
A Terry Fletcher la gran idea le vino mientras hacía cola para ver la
Mona Lisa
. Por mucho que se acercara, el cuadro nunca se hacía más grande. Pero si tenía libros de texto de arte que eran más grandes. Allí estaba el cuadro más famoso del mundo y era más pequeño que un cojín de sofá.
En cualquier otra parte, sería muy fácil metértelo debajo del abrigo y cruzar los brazos. Robarlo.
Mientras la cola se acercaba al cuadro, tampoco parecía un milagro tan grande. Allí estaba la obra maestra de Leonardo da Vinci y no daba la impresión de que valiera la pena malgastar un día entero esperando como un tonto en París, Francia.
Fue la misma decepción que sintió Terry Fletcher después de ver ese antiguo petroglifo del flautista que baila, el Kokopelli, después de verlo pintado en collares y glaseado en cuencos de comida para perros. Cuando por fin fue a Nuevo México y vio el original, esculpido y pintado en la pared de un acantilado, lo primero que pensó fue: Pero qué trillado…
A la vista de todas aquellas obras maestras de la pintura antigua tan cutres y con las reputaciones tan infladas, la idea básica que le dieron los adhesivos británicos de oficina de correos era que él podía hacerlo mejor. Que él podía pintar mejor y colar su obra en los museos, enmarcada y envuelta debajo de su abrigo. Nada muy grande, claro, pero podía poner cinta adhesiva de cara doble en la parte de atrás y cuando llegara el momento oportuno… limitarse a pegar el cuadro en la pared. Allí a la vista de todo el mundo, entre el Rubens y el Picasso… una obra original de Terry Fletcher.
En la Tate Gallery, haciendo sombra al cuadro de Turner
Tormenta de nieve: Aníbal y su ejército cruzan los Alpes
, estaría la madre de Terry, sonriente. Secándose las manos en un trapo de cocina a rayas rojas y blancas. En el Museo del Prado, infiltrada junto al retrato de la infanta de Velázquez, estaría su novia, Rudy. O su perro, Boner.
Claro, era la obra de él, su firma, pero el sentido de todo sería cubrir de gloria a la gente que él amaba.
Era una lástima que la mayoría de su obra acabara colgada en los baños de los museos. Era el único sitio donde no había vigilantes ni cámaras de seguridad. Durante las horas de poca afluencia, hasta podía colarse en el baño de señoras a colgar un cuadro.
No todos los turistas entraban en la galería de un museo, pero todos pasaban por el baño.
Casi parecía que no importaba el aspecto que tuviera el cuadro. Lo que lo convertía en arte, en una obra maestra, parecía ser el sitio en el que estaba colgado… lo elegante que fuera el marco… y qué otras obras había colgadas al lado. Si investigaba lo bastante, si encontraba el marco de anticuario adecuado y colgaba su cuadro en el centro de una pared abarrotada, se podía pasar allí días enteros, tal vez semanas, antes de que lo llamara alguien del museo. O de la policía.
Luego llegaron las acusaciones: vandalismo, destrucción de la propiedad pública, graffiti.
«Dejar desperdicios», llamó un juez a su arte, y abofeteó a Terry con una multa y una noche en el calabozo.
En la celda que la policía asignó a Terry Fletcher, todos los ocupantes anteriores habían sido artistas, y habían rascado la pintura verde para hacer dibujos en las paredes. Luego habían firmado con sus nombres. Petroglifos más originales que el Kokopelli. Que la
Mona Lisa
. Con nombres que no eran Pablo Picasso. Fue aquella noche, mirando aquellos dibujos, cuando Terry estuvo a punto de rendirse.
A punto.
Al día siguiente se presentó un hombre en su estudio, donde había una nube de moscas negras volando alrededor de un montón de fruta que Terry estaba intentando pintar antes de que lo detuvieran. Se trataba del crítico de arte más importante de una cadena de periódicos. Era amigo del juez de la noche anterior, y le dijo que sí, que toda la historia le parecía para partirse de risa. Una historia perfecta para su columna de difusión nacional sobre el mundo del arte. A pesar del olor dulzón de la fruta podrida, y del zumbido de las moscas, el hombre dijo que le encantaría ver la obra de Terry.
—Muy bueno —dijo el crítico mirando un lienzo detrás de otro, todos lo bastante pequeños como para caber dentro de una gabardina—. Muy, muy buenos.
Las moscas negras seguían volando en círculos, posándose sobre las manzanas moteadas y los plátanos negros y luego zumbando alrededor de los dos hombres.
El crítico llevaba unas gafas que tenían los cristales tan gruesos como el ojo de buey de un barco. Cuando hablabas con él te venían ganas de gritar, igual que uno le grita a alguien que está detrás de una ventana del piso superior, dentro de una casa grande, y que no baja a abrir la puerta cerrada con llave.
Con todo, lo que estaba claro, sin lugar a dudas, cien por cien claro, es que NO era Tannity Brewster.
La mayoría de sus mejores cuadros, le dijo Terry, seguían bajo custodia policial como pruebas para juicios futuros.
Pero el crítico dijo que eso no importaba. Al día siguiente trajo a un galerista y a una coleccionista, los dos famosos porque sus opiniones figuraban todo el tiempo en revistas de tirada nacional. Todos ellos se dedicaron a mirar su obra. No paraban de repetir el nombre de un artista famoso por sus grabados desaliñados que retrataban a famosos muertos y por estampar su firma enorme en su obra con un bote de pintura roja en espray.
Repito que este galerista no era Dennis Bradshaw. Y cuando hablaba, la coleccionista tenía acento texano. Su pelo de color anaranjado era exactamente del mismo tono anaranjado repulsivo que el bronceado de sus hombros y su cuello, pero no era Bret Hillary Beales.
Se trata de un personaje totalmente inventado. Pero mientras se dedicaba a contemplar sus cuadros, no paraba de usar la palabra «taquillero».
Hasta tenía un pequeño tatuaje que decía «Cariño» con caligrafía ensortijada en el tobillo, justo encima de su sandalia, pero de verdad que no era, para nada, de ninguna manera, nanay, NO era la señorita Bret Hillary Beales.
No, este trío falso e inventado de crítico, coleccionista y galerista, le dijo a nuestro artista: Te ofrecemos un trato. Tenían millones invertidos en la obra de un grabador que era un desastre, y sucedía que su volumen actual de trabajo estaba saturando el mercado del arte. Él estaba ganando dinero por una mera cuestión de volumen, pero estaba devaluando la obra de sus comienzos. Y perjudicando el valor de la inversión de ellos.
El trato era que si Terry Fletcher mataba al grabador, entonces el crítico de arte, el galerista y la coleccionista harían famoso a Terry. Lo convertirían en una buena inversión. Su obra se vendería por una fortuna. Los cuadros de su madre y de su novia, de su perro y de su hámster, obtendrían el empuje que necesitaban para convertirse en un clásico como la
Mona Lisa
. Igual que el Kokopelli, el dios hopi de las travesuras.
En su estudio, las moscas negras seguían volando en círculos en torno al mismo montón de manzanas reblandecidas y plátanos mustios.
Y por si le ayudaba a decidirse, le dijeron que Fletcher, el grabador, solamente era famoso porque había asesinado a un famoso escultor, que a su vez había asesinado a un pintor pesado, que a su vez había asesinado a un artista de collage que se había vendido al mercado.