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Authors: David Monteagudo

Fin (9 page)

BOOK: Fin
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Ginés no contesta a María. Es Cova quien lo hace:

—El Profeta. Hugo siempre dice el Profeta... ¡Qué raro! Erais amigos íntimos, siempre juntos—añade dirigiéndose a Ginés—, y en cambio en eso... ¿Qué piensas tú de eso? ¿Qué opinión te merece esa persona... el que no ha venido? Hugo siempre se pone muy negativo cuando habla de él.

—Es... es un asunto un poco complicado...

Ginés vacila antes de continuar, observado atenta, expectantemente, por Ibáñez y Amparo.

—Es un asunto—dice por fin Ginés con una sonrisa un tanto forzada—que requiere una copa más de las que ahora llevo. Luego... cuando estemos mirando las estrellas, te lo explico todo.

—Muy listo—dice María—. Con el cielo cubierto de nubes...

—Nieves dice que vendrá—dice Amparo de pronto, con aire ensimismado—. Todavía cree que vendrá...

—¿Quién? ¿Ése... el que no ha venido?—dice María.

—Sí, me lo ha dicho hace un momento; está preocupada, dice que si hubiera decidido no venir se lo habría dicho a ella... teme que le haya pasado algo por el camino, viniendo para aquí.

—A lo mejor se decidió a llamar un poco tarde—sugiere Cova—, cuando ya estabais aquí, y como aquí no funcionan los teléfonos...

—Pues explícaselo tú a ella—dice Amparo—, a ver si la convences... No sé por qué se preocupa tanto por...

—Es por lo del tiempo, por las nubes—dice Ginés—y por todo a la vez... Las cosas no están saliendo como ella quería.

—Es verdad—dice Amparo—, sigue nublado; yo he saI i tío hace poco y no parece que vaya a despejar.

—A propósito de Nieves—dice Ibáñez, mirando hacia el otro extremo de la mesa—, me parece que se está acalorando un poco con Rafa. Estaban hablando, hace rato que me fijo, pero ahora más bien discuten...

Todos se vuelven a mirar en la dirección que señala Ibáñez. Con gestos enérgicos, Nieves está cerrando una botella de la que se acaba de servir; mientras habla con Rafa, al que no mira en este momento. Rafa está a su lado, escuchando con una desagradable expresión de rechazo, mientras que Maribel y Hugo, que conversaban a unos pocos pasos, se han acercado a los dos que discuten, aunque de momento no se atreven a intervenir. En el silencio de curiosidad que se ha producido, la voz de Nieves, un tanto elevada, se escucha con la suficiente nitidez como para que todos entiendan sus palabras.

—¡Es lo mismo!—dice Nieves—, ¡exactamente lo mismo! ¿Cómo te crees tú que veían en Alemania, o en Suiza, a los españolitos que llegaban allí buscando trabajo? Yo te diré cómo los veían: los veían como unos tipos pequeñajos y renegridos que sólo servían para trabajar de peones, que no sabían hablar su lengua y se pasaban la vida metidos en la casa de España, en sus guetos particulares, sin integrarse para nada en... en la vida...

—Al menos iban todos a trabajar, no a robar y a vender droga. Los españoles iban todos con un contrato de trabajo...

—No todos, ¿eh?, no todos.

—O porque les llamaban los que ya habían llegado antes—insiste Rafa—porque sabían que había trabajo...

—Lo mismito que pasa aquí ahora.

Maribel se acerca un poco más a Rafa.

—Vamos, Rafa—le dice discretamente, en tono conciliador, y después añade un resignado «Cuando se pone a hablar de eso...» dirigido a sí misma, más que al auditorio.

Pero Rafa está muy enzarzado en la discusión, y no le hace ningún caso.

—No, no es lo mismo—dice, replicando a la última afirmación de Nieves—. ¡No es lo mismo, joder! Nosotros, los españoles, cuando íbamos para allá, a esos países, nos portábamos como personas decentes, y estábamos bien calladitos y obedientes, ¿y sabes por qué? Pues porque en esos países, ¿eh?, los gobiernos ataban bien corto a los inmigrantes, y no les regalaban la compra en el supermercado, ni les pagaban el alquiler del piso, ni... ni les construían mezquitas, ni...

—Ah, o sea, ¿a ti te parece mal ayudar a las personas que llegan con dificultades, ayudarlos a que se instalen y que vivan dignamente... ?

—Sí... les regalan la cesta de la compra, y luego ¿sabes dónde la meten? Pues en un Mercedes estupendo que tienen aparcado fuera. ¡Venga hombre, si van con unos cochazos, y unas joyas que... que ya me gustaría a mí poder tenerlos!

—Cariño—dice Maribel con la misma timidez de antes, tocando incluso el brazo de su marido para llamar su atención.

—Cállate tú ahora—le dice Rafa con la rapidez de la picadura de una serpiente.

Maribel retrocede de inmediato, musitando un prolongado «bueeeeno» que parece quitarle importancia al asunto, y al mismo tiempo expresa su renuncia a ejercer cualquier tipo de mediación. Hugo, mientras tanto, lo observa lodo desde el borde de la mesa, sin desprenderse de su vaso, sin pronunciar palabra.

—Hablas de oídas—dice Nieves mientras tanto—. Todo eso de los coches y las joyas, ya lo he oído otras veces: todo eso son prejuicios; la mayoría viven miserablemente para poder enviar dinero a sus familias cada mes.

—Ya... y por eso vienen aquí a quitarnos el trabajo.

—Eso sí que no pensé que lo llegaras a decir—dice Nieves mirándole directamente a los ojos—, eso no, de verdad. Eso sólo se puede decir por ignorancia... o por mala fe. ¿Cómo puedes...? Sabes perfectamente que los inmigrantes hacen los trabajos más desagradables, los que nadie quiere hacer, los peor pagados...

—Pues ya me dirás tú cuándo trabajan. Los moros están siempre en la calle, en las esquinas, en las plazas, en las terrazas de los bares, y siempre en grupo, ¿eh?, no verás nunca a uno solo. Son cobardes, nunca van con la verdad por delante.

Desde el grupo de Ginés se ha seguido la discusión en silencio, desde la inmovilidad, con una atención total y no disimulada. Nieves mira hacia ellos, a Ginés, a Ibáñez, para decir:

—A ver, por favor, que alguien me eche una mano; que alguien le diga a este hombre que lo que está diciendo es una sarta de tópicos...

—Eso—dice Rafa—, que alguien me diga un país civilizado, uno solo, dónde construyan una mezquita para un grupo... para cien personas... o menos.

—¿A qué te refieres?—dice Nieves—. ¿A Villallana? La comunidad musulmana es mucho más grande. ¿Qué es eso de cien personas?

—No olvides—dice Rafa—que las mujeres no pueden ir a rezar.

—¡Tú qué sabes! Sí que rezan, pero en un espacio...

—¡Un momento! Haya paz, por favor—le interrumpe Ibáñez que se ha ido acercando, junto a sus acompañantes, al escenario del litigio—. Respecto a lo que preguntaba Rafa... Estados Unidos, que es uno de los países más conservadores del mundo, permite la libertad de culto; es más, es uno de los valores de los que se enorgullecen; el país está lleno de mezquitas, de sinagogas, de iglesias ortodoxas, católicas, protestantes... templos budistas... No sólo de musulmanes vive el odio... digo, el hombre.

—Sí—dice Rafa—, pero los templos se los construye cada uno con su dinero. No lo paga el estado.

—Ah, eso sí, por supuesto; Estados Unidos no sólo es el país de la libertad, sino también del «búscate la vida».

—A ver, un momento—dice entonces Ginés, con la expresión de incomodidad de quien no acaba de entender algo—. Eso de la mezquita... hay una cosa... me extraña mucho que... debe de ser una iniciativa municipal, ¿no?

—Sí, el ayuntamiento—dice Rafa—. Están construyendo un centro cívico, o no sé qué, y allí les van a hacer la mezquita, sin que tengan que pagar un duro...

—Pero... no es así—interviene Cova tímidamente—, lo que van a hacer es cederles uno de los locales, como a tantas otras entidades de la ciudad.

—No—dice Rafa sin apearse de su irritación—, como a tantas otras no, que eso ocupa mucho más sitio. Será un local enorme.

—Bueno... de todas formas es cedido—dice Cova ganando en aplomo a medida que habla—. Lo hacen porque la comunidad musulmana tiene muchos problemas. Estaban en un local de alquiler, pagado por ellos, pero los vecinos no han parado hasta echarlos.

—¿Ah, sí?—dice Rafa, aumentando tanto el volumen como el ritmo de sus palabras—. Pues yo también tengo problemas, ¿vale? Yo, que llevo toda la vida aquí, he querido instalarme por mi cuenta, ¿vale?, necesitaba una nave, un garaje, ¿y sabes lo que me dijeron los señores del ayuntamiento cuando les pedí una subvención? Pues que si no era ni joven, ni mujer, ni moro, ni... ni maricón, nada de nada, tenía que pagarme yo los mil quinientos euros que piden en todas partes por un local un poco decente.

—Hombre...—dice Ibáñez—, lo de maricón podría solucionarse, con un leve maquillaje y un poco de... gesticulación.

—¡Tú no te cachondees, que esto es muy serio!

—Bueno, hombre; yo sólo quería quitarle un poco de hierro a la cosa. Peor sería que os tirara un cubo de agua por encima a los dos. Porque tú también... Nieves...

—Mira por dónde—dice ésta dirigiéndose a Rafa—, ahora se ha descubierto de dónde viene el odio que les tienes a los musulmanes...

—No, no es sólo por eso, ¿vale? No es sólo por eso —dice Rafa—. Es porque encima se hacen los chulos y van por ahí de perdonavidas, ¿vale?, y además no se acostumbran. .. no se adaptan a nuestras costumbres; los ves por ahí vestidos con chilaba, y las mujeres con el pañuelo ése y...

—Porque son orgullosos—dice Nieves—. Son fuertes y orgullosos, y están contentos de ser lo que son. No se dejan asimilar...

—¡Pero bueno!—le interrumpe Rafa—, ¿qué coño te pasa a ti ahora? ¿A qué viene tanto defender a esa gentuza? ¿Es que te has enrollado con un moro o qué?... Seguro que es eso: ha tenido que venir alguien de fuera para calentarte la cama...

—No señor—dice Nieves después de un agorero silencio—, no me he enrollado con ningún «moro» como tú dices, lo que pasa es que me subleva la injusticia y... no entiendo cómo tú, precisamente tú...

—¿Qué quieres decir?

—Pues que tú tienes que saber lo que es sufrir la marginación en carne propia...

—¿Yo?... ¡ ¿Qué dices?!

—Tú sabes lo que es acostarte sin haber cenado...

—¡Nieves!—dice Amparo con severidad, intentando inútilmente frenar la inercia hiriente de la discusión.

—¡Eso no es verdad!—protesta Rafa.

—Sí—insiste Nieves—, y que se burlen de ti en el colegio porque tu padre hablaba un andaluz tan cerrado que no se le entendía, y además era un alcohólico que llegaba a casa a las tantas, borracho, y perdía un trabajo tras...

—¡No te metas con mi padre, mala puta!—replica Rafa perdiendo el control, empujado por una ira que cada vez se parece más al llanto—, ¡no te atrevas a meterte con él! Nos crió a todos, a todos sus hijos, con su sueldo. Si algún día se tomaba una copa era porque... porque ya no podía más, porque estaba harto de todos los cabrones que se metían con él y le hacían la vida imposible, y todo porque... porque...

—Vale ya, cariño, vale ya...—dice Maribel en voz baja, rodeándole los hombros con un brazo protector.

—Mi padre era una buena persona... Díselo tú—dice Rafa luchando por contener el llanto.

Nadie se atreve a mirar a Rafa. Nadie se atreve a pronunciar palabra. Tan sólo Maribel, ocupada en consolarle, rompe el pesado silencio.

—Claro que sí, cariño, claro que sí... Y tú—añade mirando a Nieves—nunca pensé que... nunca habría pensado que tú...

—Perdonad... perdonadme todos, es que... estoy muy nerviosa—dice Nieves perdiendo de golpe todo su aplomo, ahogando su agresividad en una ansiedad histérica—, rs que... es que todo me sale mal, y Andrés... Andrés...

—¡Que le den a Andrés!—salta de pronto Hugo, que hasta ahora había permanecido en silencio—. ¡ Siempre nos nene que joder la fiesta: cuando viene, porque viene y no i leja de fastidiar; y si no viene, va esta tonta y...!

—Por favor no empecemos así—dice Ginés—. No... no empecemos a descalificarnos unos a otros, porque entonces esto ya no habrá quien lo pare...

—Ginés tiene razón—dice Ibáñez—, además, las terapias de grupo ya no están de moda.

—¡Tú cállate!—le corta Hugo despectivamente—. Es verdad, no me digáis que no: el Profeta siempre nos acaba jorobando.

—Hablas como si fuera...—dice Amparo—, como si todavía estuviéramos...

—¿Y no es verdad que la fiesta se está yendo a la mierda?

—Pero no es culpa de él—dice Ginés—. Hemos sido nosotros los que nos hemos liado. Precisamente tú lo estás mitificando: le estás atribuyendo un poder que ese pobre tipo no tiene. A lo mejor es por tu mala conciencia...

—De mala conciencia nada. Me la paso por el culo la mala conciencia. Eso vosotros, que sois unos blandengues.

—¡Eh, un momento!—dice Amparo—, aquí vamos a partes iguales, ¿de acuerdo? Todos a una, asilo dijimos, así lo hicimos. Que nadie quiera ser más bueno... ni más malo que los demás.

—Mira, al menos Amparo los tiene bien puestos—dice Hugo—, más que alguno que...

—Por favor—dice Ginés—, estamos dando un espectáculo a nuestras... acompañantes. No sé qué van a pensar.

—Que hemos matado a alguien o algo así—dice Amparo.

—Ojalá lo hubiéramos hecho—dice Hugo.

—Eso no lo piensas de verdad—dice Nieves.

—En cierto modo lo hicimos—dice Ginés.

—¡No, no es verdad!—dice entonces Nieves—, hicimos algo malo, pero no... no fue algo irreparable. Andrés está bien, yo he hablado con él; por eso quería que viniera, para que vierais que... Y no sé por qué no viene; no sé qué le habrá pasado...

—Has vuelto a pecar de ingenua—dice Ibáñez—. Querría venir, pero al final no se ha decidido. La herida no estaría tan cicatrizada como te ha dicho.

Rafa es el único que no parece interesado en la conversación. Muy serio, con los ojos todavía enrojecidos, mira al suelo en silencio mientras va recuperando el ritmo normal de su respiración. Maribel ha permanecido pegada a él, pero no por ello ha dejado de atender a lo que decían unos y otros.

—Pero, tengo entendido—dice Cova tímidamente, atrayendo todas las miradas, como siempre que empieza a hablar—, ¿quién me lo ha dicho?, que no has llegado a hablar con él, que sólo te has comunicado por el ordenador.

—Bueno...—dice Nieves—, es una forma como otra cualquiera de comunicarse.

—Hombre... no deja de ser un poco raro—dice María—que no haya habido ni una sola llamada.

—¿He oído «mamada»?—dice Hugo.

—Muy gracioso—dice Nieves—. Andrés... era un poco tímido.

—¿Un poco?—dice Maribel—. A veces se quedaba sin habla.

—Sólo cuando se ponía nervioso—aclara Nieves, como si le incomodara tocar ese tema—. En general, con las chicas se cortaba más. Da igual: el caso es que el ordenador, el teclado... debe de resultarle mucho más cómodo.

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