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Authors: David Monteagudo

Fin (10 page)

BOOK: Fin
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—Bueno... y ahora se supone que tenemos que pasar la noche aquí—dice Hugo con una sonrisa cínica—. Con el buen rollete que hay en el ambiente.

—O que cada uno coja su coche y nos volvamos a casa— concluye Amparo.

—¡No! ¡Eso sí que no!—dice Nieves recuperando la energía—. Démonos de tiempo hasta... hasta las tres, para ver si despeja, y si entonces todo sigue igual ya veremos... Y poned más alta esa música, que no hay nada más tristón que ese ronroneo, ahí, constante...

Es Ibáñez el primero que se decide a ponerse en movimiento. Se va al equipo de música, revolotea con los dedos durante unos segundos en busca del dial del volumen, v cuando lo encuentra dirige allí su mano, dispuesto a hacerlo girar con delicadeza.

Pero no llega a tocarlo. El aparato enmudece antes, por sí solo. Y al mismo tiempo se ve un resplandor muy blanco en las ventanas, un resplandor que dura apenas un segundo. Y también, al mismo tiempo, se apaga la luz y la sala queda completamente a oscuras. Pero no está completamente a oscuras: los ojos, habituados a la claridad, así lo han interpretado en un primer momento. Pero al poco rato se empieza a distinguir una pálida claridad en las dos diminutas ventanas, apenas una fosforescencia fantasmal, como la que podría producir en mitad de la noche una luna curvada y menguante.

Para entonces ya se han dejado oír unas cuantas voces.

—¡Anda, ahora se va la luz! ¡Sólo faltaba eso!

—¿Qué has tocado, tío? Se han fundido...

—¡Yo no he tocada nada! La luz se ha ido antes.

—Ha sido un rayo...

—Sí, se ha visto un relámpago.

—Yo no he visto ningún relámpago.

—¿Dónde están los plomos? Tiene que haber una caja con...

—¡Dios! ¡Qué... qué pasada!

—¡¿Qué... qué pasa... qué hay ahí fuera?!

—¡Venid, tíos, venid! ¡Es impresionante!

—Pero ¿qué pasa? ¡No empujéis!

—¡El cielo, es el cielo, es... las estrellas!

Ya han salido todos. La habitación queda a oscuras, inmóvil, solitaria, con los dos cuadrados pálidos de las ventanas, y el más grande de la puerta como única referencia. Afuera, en el patio, las voces alteradas, las expresiones de admiración maravillada, pueril, se suceden una tras otra, como si no fueran a acabarse.

Hugo es el primero en salir. Se detiene en el quicio misino de la puerta, mirando hacia arriba, y después da unos cuantos pasos vacilantes alejándose del edificio, lanzando va las primeras exclamaciones. El cielo está cubierto, inundado, abarrotado de estrellas. El cielo es todo él una luz espolvoreada, fragmentada en millones de diminutos puntos que se aprietan y arraciman caprichosamente, en zonas de diferente densidad. Lo que más impresiona es la quietud inmutable del conjunto. Las estrellas no fulguran, no titilan: emiten una luz quieta y fría, perfectamente recortada, a pesar de su profusión, sobre el fondo negro como la tinta, carente de matices, idéntico e insondable desde el cénit hasta la oscura silueta, dentada e irregular, de las montañas. Ni una sola nube; sólo el aire tibio y seco que se las ha llevado y circula todavía lamiendo la tierra, rozando la piel con su sensual caricia.

Ya están saliendo los demás. En ninguna mente, en ninguna boca, hay lugar para algo más que el asombro y la admiración más directa y elemental.

—¡Es... es increíble!

—¿Lo habías visto así alguna vez?

—No, tan bestia no; ni siquiera entonces, cuando... no, no era sí, no era tanto...

—¡Da miedo de tan... de tan...!

—¡Es precioso!

El espectáculo no se acaba; no se enturbia ni se degrada como una puesta de sol. Está ahí grandioso, cubriendo la totalidad de la bóveda celeste con una quietud y una nitidez que va en aumento a medida que las pupilas se relajan y dilatan, olvidando la agresión de los focos que había en la sala.

Sólo después de unos minutos, cuando se ha agotado el caudal de la primera admiración irreflexiva, empiezan a surgir las preguntas.

—Debe de haber un apagón, un apagón general. Por eso se ven tantas...

—No sabemos si hay un apagón. Primero hay que probar; a lo mejor sólo ha saltado el térmico, o el diferencial, y basta con rearmar y...

—No. Tiene que ser algo más. No se ve ninguna luz por los alrededores.

—Pero esto está muy aislado.

—Lo que no entiendo... ¿Cómo se ha podido despejar tan rápido? Yo salí hace poco y no...

—¿Y el rayo... el relámpago ése? ¿Cómo va a caer un rayo sin nubes?

—¿Qué rayo?

—¿Tú no lo viste?

—Será una tormenta seca.

—¡Eso es otra cosa, hombre! Seca quiere decir sin agua, pero no sin nubes; sin nubes no puede haber rayos...

—¡Es igual lo que haya sido! Fijaos qué viento más agradable, no es ni frío ni caliente.

—El viento es el que se ha llevado las nubes.

Los cuatro hombres y las cinco mujeres forman un grupo irregular, desplegado en abanico en el centro de la plaza embaldosada. Sus rostros son manchas pálidas, inciertas, a la luz de las estrellas. Se reconoce a la persona por la voz, por una estatura determinante, por la masa peculiar de un peinado; pero no por las facciones, en realidad irreconocibles, cambiantes, hormigueantes, cada vez más cambiantes y mentirosas a medida que uno intenta reconocer algo en el óvalo de claridad lechosa que la luz fría y muerta de los astros permite diferenciar. Del mismo modo, la arquitectura circundante se convierte en enormes masas de sombra, y no hay manera de saber si las copas de los árboles más cercanos se mueven mecidas por la brisa, o por simple aprensión de los sentidos empeñados en diferenciar sus contornos. Pero las voces suenan nítidas, cotidianas, y el airecillo que circula por la explanada es cálido y optimista, perfectamente insustancial.

—Nieves, ¿dónde está el cuadro de las luces?

Es Hugo el que ha preguntado, mirando hacia su izquierda, hacia el lugar del que han salido las exclamaciones pronunciadas con la peculiar voz infantil de la organizadora de la fiesta.

—Está nada más entrar, a la derecha—responde Nieves—. Es como un armarito cerrado. La llave está encima.

—¿De verdad queréis encender ahora—dice Amparo—, con este espectáculo ahí arriba?

—Quiero saber si tenemos luz.

—Sí, hay que mirarlo—dice Ibáñez—. Me mosquea esta oscuridad tan absoluta... no se ve ningún fulgor en el horizonte.

—¿Alguien tiene una linterna?—pregunta Hugo.

—Yo tengo una... en el coche—dice Amparo.

—En el coche. ¡No te jode!

Al exabrupto de Hugo le sigue un breve silencio. Después es María quien habla.

—Rafa traía una... nos ha alumbrado por el camino, cuando bajábamos los cuatro...

Se produce un nuevo silencio, esta vez un poco más largo. Rafa no ha pronunciado palabra desde que se ha ido la luz. Excepto los que están más cerca de él, nadie sabe ni siquiera dónde está situado.

—La linterna está en el dormitorio—dice finalmente Maribel—, con nuestro equipaje.

—Peor me lo pones—dice Plugo.

—Alúmbrate con el móvil—sugiere María.

—¡Los móviles no alumbran una mierda! Además tengo poca batería—dice Hugo rebuscando en sus bolsillos, de los que finalmente saca algún objeto pequeño que produce una extraña pulsación, como un golpeteo sordo y arrítmico.

—¡Mierda, ahora no funciona!

—¿Qué es lo que no funciona?

—¡El encendedor, joder, el encendedor!—dice, pulsándolo todavía una y otra vez—. ¡Mira que ir a fallar ahora!... ¡Pero si hace un rato lo usé!

—Espera—dice Ginés—, a ver si el mío...

Ginés es fácilmente identificable en la penumbra porque es el más alto de la reunión. Todos miran con expectación cómo el bulto que hace su cuerpo se remueve unos instantes para después volver a la inmovilidad.

El mechero se enciende al segundo intento, generando una llama que resulta, después de tanta oscuridad, extraordinariamente cálida y brillante. Ya el primer intento fallido se ha visto como un explosivo chispazo de luz entre los dedos de Ginés. La llama baila unos segundos empujada por la brisa, y se extingue cuando Ginés levanta el dedo del pulsador para entregarle el encendedor a Hugo, que entretanto se ha acercado hasta él.

—El más ricachón...—dice Hugo—y tiene un BIC de gasolinera.

Ginés no responde al comentario, y Hugo empieza a caminar hacia el edificio, cuya puerta, apenas visible, no es más que una mancha todavía más negra en la oscura superficie de la fachada.

—¿Quieres que vaya contigo?—dice Nieves.

—No hace falta. No creo que sea muy complicado.

Hugo da la espalda al grupo y camina hacia el refugio.

Va vestido en tonos oscuros, y sin las manchas pálidas de la cara y las manos como referencia, su figura se difumina en la sombra hasta desaparecer. Se diría que ya ha entrado en el edificio cuando un súbito resplandor amarillento recorta su silueta en negro, en el momento de trasponer la puerta abierta de par en par. Todos comprenden que ha encendido el mechero y que es la llama, oculta tras su cuerpo, la que ahora produce un baile de sombras fantasmagóricas en el interior de la sala. El resplandor se detiene un momento, oscilando apenas, y al poco rato suena la voz de Hugo, amortiguada por el grosor de las paredes:

—No tenemos corriente—dice en voz alta, para ser oído.

—¿Has probado a apretar el botón Test?—dice Ibáñez.

—¡Pero bueno!—dice Hugo—, ¿estoy hablando con Ibáñez o con Rafa? ¿A qué viene ahora tanta tecnología?... Por supuesto que le he dado al «test»—añade saliendo por la puerta, al tiempo que apaga el encendedor—, no es un problema de la instalación. El fallo viene de fuera.

—Estamos sin luz—dice alguien.

—Bueno, al fin y al cabo tampoco es tan terrible—dice Amparo con su inequívoca voz—, lo que queríamos era tumbarnos aquí, al sereno, a mirar las estrellas, ¿no?, pues ya lo tenemos, y sin nada que nos moleste.

—Ni tanto ni tan calvo—dice Ibáñez—, demasiadas estrellas me parecen éstas a mí.

—Sí, muy bonito—dice Maribel, pero no contesta a Ibáñez, sino a Amparo—, pero habrá que ir a las literas, a por las cosas... y al lavabo; y la verdad, con un mechero...

Maribel está en un extremo del grupo. Todos suponen que Rafa—cuya voz todavía no se ha dejado oír—está con ella, tal vez abrazado a ella, pero nada se distingue en el confuso bulto que en lugar de su cuerpo revela la oscuridad.

—Hay que ir a por la linterna de Rafa—dice Ibáñez—. Que vaya él, o Maribel. Que alguien les pase el encendedor.

La voz de Hugo suena de pronto, llegando de una dirección inesperada, más apartada que la de Maribel.

—El teléfono no funciona—dice con una entonación que ha perdido su matiz desdeñoso—. Mi móvil...

—¡Pues claro que no funciona!—dice Amparo—. ¿No sabes que no hay cobertura?

—Lo sé mejor que tú—responde Hugo—. No es eso. Es que ni siquiera se enciende.

—Se te ha muerto... la batería—dice María—. A mí me pasó una vez; no hacía ni pum.

—¡Qué raro...!—dice Hugo manipulando todavía—. Nada, no hay manera.

—Chicos...—dice Nieves con la voz un tanto alterada—. El mío tampoco va.

—¿No se enciende? ¿No hace nada?—dice María—. ¿Alguien más lleva el móvil encima?

—Yo lo dejé dentro, en el bolso—dice Cova—, como dijeron que no había cobertura...

—El nuestro... el de Rafa tampoco funciona—dice entonces Maribel.

—Tres a la vez...—dice Ginés. Su voz, tan indolente como siempre, transmite, por contraste, una extraña seguridad—. Ya es mucha coincidencia. Habrá... hay que ir adentro y comprobar si con los otros pasa lo mismo. Y de paso buscar esa linterna, o algún otro encendedor.

—Nadie más tiene encendedor—dice Nieves.

—Yo tengo un encendedor—dice María—, pero está en el bolso...

—¿Tú también fumas?—pregunta Hugo.

—A veces—dice María por toda respuesta.

Hugo va a decir algo, pero le interrumpe la voz de Ibáñez.

—María, tu encendedor... ¿es eléctrico o es de los de piedra, como el de Ginés?

—¿De piedra?—dice María, como si le hubieran hablado en chino.

—Sí—dice Ibáñez—, hay una ruedecita dentada que roza la piedra y produce chispas. En los otros es una chispa eléctrica, muy pequeñita.

—No sé, la verdad—vacila María—, me parece que es de ésos, de los eléctricos, supongo.

—Ya sé a dónde quiere llegar éste—dice Hugo—. ¡Tío, tú has visto muchas películas! Lo que insinúa Ibáñez es que ha habido una especie de radiación misteriosa que afecta a todos los aparatos eléctricos... Eso, eso—continúa animándose a medida que habla—, una radiación de rayos gamma; nos vamos a convertir todos en superhéroes: el superequipo. Y él será el cerebrito...

—Y tú la esponja humana—dice Ibáñez despertando alguna risa reprimida, aislada—. Lo único que digo es que el apagón no puede ser sólo de aquí, ni siquiera de la zona. Cuando veníamos aquí, y ya hace veinticinco años, se veía en el horizonte el resplandor, la radiación de luz de... de Somontano, supongo que sería, o de La Capital.

—La Capital está muy lejos.

—Pero produce una gran contaminación lumínica. Ésta no es una zona completamente aislada, por muy apartada que esté... no está libre de contaminación lumínica, sólo hay tres zonas en toda España, lo oí hace poco, por la radio, sólo hay tres zonas en las que no hay nada nada de luz, una está en Soria, la otra en... en Burgos, me parece, y la tercera en el norte de Extremadura.

—¿Y en qué programa era eso?—dice Hugo—, ¿en el de Gomaespuma?

—No es ninguna tontería lo que dice Ibáñez—interviene Ginés—, pero tampoco sería la primera vez que se produce un apagón general, de toda una provincia, o más, por alguna avería...

—Ya, pero ¿y lo de las nubes?—insiste Ibáñez—, que hayan desaparecido en... en tan poco tiempo. Y luego está lo de los móviles...

—¡Ay, no me asustéis—dice Amparo—, que bastante asustada está una ya! Sólo de pensar que nos vamos a tumbar aquí al sereno, en medio del monte... ¡Sólo falta que ahora me vengáis con radiaciones!

—Vamos a ver—dice Hugo en tono concluyente—. ¿Tú notas alguna radiación? ¿Tú has notado algo? ¿Te encuentras mal o algo así?

—En mi vida me había sentido mejor.

—¡Pues entonces!

—Yo no he dicho que tenga que afectar a las personas—puntualiza Ibáñez—, de hecho ni siquiera he dicho...

—No sé si soy la persona más indicada para intervenir—dice María—, pero... me parece que os complicáis demasiado la vida. Estáis aquí elucubrando... y a lo mejor vuelve la luz en cualquier momento. Y si no es así... pues aprovechadlo y relajaos. Al fin y al cabo estamos de fin de semana. Hay mucha gente por ahí que pagaría para poder pasar un día realmente incomunicado, de verdad, sin poder llamar a nadie ni ser llamado...

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