Authors: David Monteagudo
—Mira... mira qué digno él...—dice Hugo, mientras sus compañeros echan a andar en dirección a la calle porticada—, ¿pero a quién te crees que engañas con tu chulería y con la novia tía buena que te has traído? ¡Venga hombre! ¡Si eres más maricón que un palomo cojo!
Amparo y Maribel, y Nieves, se cruzan miradas interrogantes, hacen amago de detenerse; pero Ginés sigue avanzando y ellas optan finalmente por seguirle. Hugo, mientras tanto, permanece en pie, retadoramente, sin dar un paso adelante.
—Sabéis lo que hacía...—grita a los que se van alejando—, sabéis lo que hizo vuestro hombre, vuestro «general Truman», que no quiere minarla moral del grupo... ¡el muy maricón! Y va de tipo duro... pues intentó enrollarse conmigo. Sí señor, como lo oís. Me invitó a comer a su casa. A mí ya me extrañaba que viviera sólo con su madre... pero no, no os penséis, la vieja no apareció en todo el rato; estaba bien enseñada, sabía cuándo no tenía que molestar...
Maribel se para en seco, y arrastradas por ella se detienen también Nieves y Amparo. Las tres se miran, desconcertadas, sin saber qué hacer. María que también se ha parado, mira al suelo en actitud reflexiva.
—¿Os sorprende, eh?—prosigue Hugo—. Pues es verdad: no hizo más que insinuárseme, y al final... al final me propuso que viéramos una película porno los dos juntos, en el video, en su habitación... ¡Como si no supiéramos en lo que acaban esas... esas sesiones!
Ahora es Ginés el que se para, meneando la cabeza con expresión de fastidio.
—Venga, Hugo—dice Ginés, alargando las vocales con indulgencia, como se hablaría a un niño que no cumple su obligación—, no podemos separarnos.
—Bueno, ¿y qué pasa si fuera maricón?—salta Amparo—. ¿Qué pasaría?... Todo el mundo tiene derecho a ser lo que le dé la gana: homo, hetero o bisexual, lo que le dé la gana. Y eso no significa...
—Déjalo, Amparo; no te esfuerces—dice Ginés—. No... no va por ahí la cosa...
—Eso, intenta despistar ahora al personal... ¡Pero si ni siquiera lo has negado! Yo quiero que me contestes tú. No quiero que envíes a tus chicas para que te defiendan. ¡Quiero que me lo niegues tú si te atreves!
—Mira...—dice Ginés finalmente—, tengo cosas más importantes en las que pensar: mucho más importantes que los problemas de indefinición sexual de unos adolescentes de hace treinta años, que ni siquiera se habían comido un rosco, pero... de todas formas... escucha bien lo que te voy a decir. Suponiendo que fuera verdad eso que has dicho, suponiendo que no fuera precisamente al revés y ahora tú hables por despecho, suponiendo que yo sea «maricón» como tú dices, y tú el más macho del mundo... primero, eso no significaría que yo no pueda tener más valor, más capacidad de liderazgo y más dotes de mando que tú. Y segundo, si además de serlo me interesara ocultarlo (cosa bastante absurda) lo más sencillo sería pasar completamente de ti, mostrarte una total indiferencia, porque dado el estado en que te hallas, es decir, borracho como una cuba, no creo que nadie le diera ningún crédito a tus palabras...
—Pues tu novia está poniendo una cara muy rara—dice Hugo—. Se ve que nunca había pensado...
—Así que si me molesto en contestarte—prosigue Ginés—y pedirte que nos sigas, es en consideración a que... i que ha desaparecido tu mujer y todos comprendemos...
—Tampoco eres el único que ha tenido una desgracia, ¿eh?—dice Nieves dirigiéndose a Hugo—. Mira a Maribel: ella mantiene el tipo y... Quien más quien menos... Yo... yo he dejado a mis hijos en Villallana, ¿vale? Y no... no...
Nieves se interrumpe, ahogada por el llanto que se le agolpa en la garganta, en los ojos húmedos, enrojecidos, a punto de desbordarse.
—¡Qué cabrón! ¡Qué cabrón que eres!—dice Hugo—. Te has creado tu guardia de mujercitas... ¿Tú también, Maribel? ¿Tú también le defiendes?
—Yo sólo sé que quiero marcharme de aquí lo antes posible—dice Maribel.
—Por fin alguien dice algo sensato—concluye Amparo.
Los dos hombres y las cuatro mujeres se ponen en marcha. Cuando el último de ellos desaparece tras la curva que forma la calle porticada, se produce un ligero movimiento en el extremo opuesto de la plaza. El oso ha vuelto a aparecer por el mismo lugar de antes: se asoma tímidamente, olisqueando el aire y avizorando la plaza; y al final, ya sobre el pavimento de ésta, se alza sobre sus dos patas traseras y estira el cuello, moviendo la cabeza a un lado y otro, en un concienzudo trabajo de sus fosas nasales, húmedas, oscuras y extraordinariamente activas.
Hugo está sentado en una silla de plástico, de las que hay a menudo en las terrazas de los bares. Está empapado, recién salido del agua, y el bañador—un holgado bermudas—va soltando el agua acumulada en finos hilillos que gotean por las aberturas que la silla tiene en el asiento. Hace calor, el sol cae prácticamente a plomo, sin una nube en el cielo que mitigue su ardor. La brisa que fluye constantemente es leve, casi imperceptible; pero sobre la piel mojada se convierte en una caricia fresca y agradable.
Hugo rebusca en el revoltijo de ropa que tiene al lado, sobre una silla gemela a la que ocupa, y al final sus manos emergen todavía húmedas, empuñando el encendedor y un cigarrillo. El agua, mientras tanto, forma pequeños charcos bajo la silla, tres charquitos redondos que se acaban juntando en uno mayor, sin forma, luchando con la avidez del embaldosado granuloso, poroso, calentado pacientemente, durante horas, por el sol.
A pocos metros de distancia, Ginés nada en la piscina: se dirige al borde en lentas brazadas, con la cabeza fuera del agua, y una vez alcanza el asidero respira profundamente y sumerge la cabeza unas cuantas veces. Entre una inmersión y otra, mira fugazmente a donde está Hugo. De pronto algo llama su atención en la dirección contraria: son las chicas, que salen en este momento del vestuario hablando entre ellas, sin mirar a los dos hombres. Nieves, con la piel blanca, sujeta con el brazo una gruesa toalla a modo de escudo, bajo la que asoman unos tobillos anchos, fuertes, ligeramente hinchados. Amparo, con un bikini de color verde y un bronceado irregular, lleva la toalla a modo de bufanda, colgando del cuello. Se ve muy bajita descalza, y al lado de Nieves.
—A lo mejor... a lo mejor ya no desaparece nadie más —le dice Nieves a Amparo.
—No pienses en eso ahora, mujer—responde Amparo—, ahora disfruta del baño y ya está.
Entornando los párpados, Hugo mira a las mujeres en silencio, repantigado en su silla, una mano ocupada en abrevar el cigarro y otra en acomodarse el sexo dentro del bañador, en peinarse con los dedos el pelo del pecho, produciendo una ducha localizada de pequeñas gotitas.
—Menos mal que habéis salido, chicas—dice de pronto—, éste ha intentado violarme unas cuantas veces.
Hugo sonríe, aunque nadie le responde. Por detrás de Amparo asoma Maribel. Lleva un bikini estampado, floreado, y avanza lentamente, aparentemente con algún problema en los pies. Entonces emerge de detrás del grupo un cuerpo esbelto y bronceado. Es María; se dirige sin vacilaciones hacia la piscina, quitándose la goma que le sujetaba el pelo, agitando su cabellera, y al llegar al borde se tira de cabeza sin apenas detenerse. Hugo se ha incorporado en la silla, e incluso ha estirado el cuello, hasta que la chica ha desaparecido entre una explosión de salpicaduras. María bucea durante un buen rato por el fondo de la piscina, trazando una parábola que la conduce a una de las paredes.
Refractado por la superficie agitada del agua, su cuerpo se deforma, llamea y se disgrega como si fuera a deshacerse en móviles manchas de piel morena, de tela negra y flotante cabellera. Pero de pronto emerge agarrándose al borde, precisa y definida.
—¿Quién tiene el champú?—dice, agitando su cabellera mojada con rápidos giros de la cabeza.
—Eso al final—dice Ginés—, en el último momento... no vamos a enjabonar el agua antes de...
—Eso—dice Hugo—, primero que se vaya reblandeciendo la mugre que llevamos... Menos mal que la piscina es grande.
—Tú fíjate—dice Amparo, asomándose al borde—, en poco tiempo... ya hay un montón de hojas y... y bichos muertos...
—El agua no circula—apunta Ginés—. Las piscinas, cuando funcionan, se están depurando constantemente.
—Busquemos la redecilla—dice Nieves mirando en derredor—. Tiene que haber una redecilla por aquí, con un palo muy largo.
—No nos conviene perder más tiempo—dice Ginés.
—No está muy fría...—dice Amparo, metiendo un pie en el agua.
—Por eso—dice Ginés—. Sería mejor que estuviera más fría...
—¿Por qué?
—Porque querría decir que lleva menos tiempo estancada.
Después de algunas vacilaciones, Nieves se ha decidido a desprenderse de la toalla, dejándola colgada del grifo de una de las inútiles duchas. Hugo ha seguido con atención todos sus movimientos, en silencio, con el cigarro detenido en la mano, a un palmo de la cara. A pesar de su tipología un tanto rubensiana, el cuerpo de Nieves conserva el esquema esencial del ánfora, y cierto equilibrio clásico en sus proporciones.
—Eh, tía... llevas la etiqueta colgando—dice Hugo, señalando con el cigarro—. Sí, sí, tú: la del bikini rosa.
—No es verdad... ¿dónde?—dice Nieves, llevándose una mano a la espalda, entre los dos omoplatos.
—No, en el culo. Trae, ya verás, te la quitaré yo; cortaré el hilo con los dientes.
—Yo esperaría al final, después del jabón. No es por nada...—dice Amparo, sujeta con ambas manos a la escti lera, con medio cuerpo ya dentro del agua.
—No es verdad—dice Nieves—, ya me la quité antes. Y no es rosa... el bikini, es fucsia.
—¡Dios! Pero... ¿cómo podías andar así?
La exclamación procede de Ginés. Con el cuerpo en el agua, está abrazado al bordillo, y al acercarse Maribel le ha visto los pies, llenos de llagas y profundas marcas hechas por los zapatos, y ampollas reventadas que dejan al descubierto la carne viva.
—¡Qué asco!—dice Hugo.
—¿Qué?... Ah, los pies—dice Maribel con indiferencia—. No... no molesta. Llega un momento en que ya no duele... Cuando quieres que te duela, ya no te duele.
—¿Querías que te doliese?—dice María al lado de Ginés, con una mueca de desagrado e incredulidad.
Maribel no responde. Se dirige a la escalera, de la que Amparo—que ya está surcando el agua—acaba de separarse. Maribel tiene un cuerpo sensual, pero chato y sin gracia. Sin la camisa que ha llevado todo el rato, da la impresión de que su cuello, ya de por sí recio, se ha acortado todavía un poco más.
—Bueno...—concluye Ginés—, ahora, en la bici, los pies ya no sufrirán tanto, pero... no estaría de más que te pusieras un poco de la pomada ésa que encontró...
—Me pondré los mismos zapatos que llevaba—le corta Maribel taxativamente, sin ni siquiera mirarlo—y no me haré ninguna cura.
Ginés se queda mudo, mirando a Maribel con desconcierto. Pero luego cambia de actitud y se anima súbitamente.
—¡Venga—dice en tono jovial—, todo el mundo a bañarse!
Ginés se aparta del borde impulsándose con las piernas y Ilota boca arriba, relajado, cerrando los ojos, hasta que el impulso decrece y le obliga a bracear de nuevo. Mientras lanto, Maribel ha ido entrando en el agua con un gesto de repulsión, apartando cuidadosamente las pequeñas hojas amarillentas, alargadas, que flotan a su alrededor. Amparo, en cambio, bromea con Nieves a costa de su indecisión para meterse en el agua. Nieves se acerca a la escalera sin mucho entusiasmo, y Amparo la salpica a traición, produciendo un nuevo retroceso estremecido. Pero Nieves se ríe.
—Si no me salpicas entraré—dice, avanzando a pasitos muy cortos.
—¡Pero si ya estás mojada! Cuanto más te lo pienses más te va a costar.
Finalmente Nieves inicia el descenso por la escalera. Maribel, mientras tanto, se sumerge y bucea unos pocos metros, tal vez huyendo de las hojas y las avispas muertas que flotan en la superficie.
—¡Hombre, ahora que lo pienso!—dice Hugo repentinamente^—. Los seis en bici por la carretera, y después de bañarnos... ¡Verano azul!
La ocurrencia desata algunas risas espontáneas; algunas sonrisas más discretas, pero no menos sinceras.
—Ya... y tú eres el Piraña, ¿no?—dice Amparo.
—Más bien el pulpo—apunta Nieves.
—No sé—dice Maribel desde la escalera a la que se ha agarrado—cómo tenéis humor para... para reíros y...
—Oye—insiste Hugo—, pues ahora me acuerdo de un chiste de eso, de lo del verano azul...
—¿El del pitufo?—dice Amparo—. Es muy viejo, y si empiezas contando el final...
—¡Vete a la mierda!—dice Hugo.
María sale del agua remontando ágilmente el bordillo, y empieza a recogerse el pelo para escurrir la abundante agua que contiene, sonriendo todavía por las últimas pullas que unos y otros se han lanzado. La aparición de su cuerpo moreno y elástico, con su breve bikini negro, con su tatuaje en un flanco y su espesa cabellera rizada, vagamente racial, provoca un repentino silencio de admiración, de curiosidad, de envidia. Ginés, de espaldas a ella, es el único que no la está mirando. Hugo rompe el silencio hablando precisamente a María.
—¿De qué te ríes tú, si eso no es de tu época?—dice con la sonrisa despectiva y los ojos brillantes—. ¡Si no debes de saber ni qué es eso del «verano azul»?
María menea la cabeza con desdén, sin dignarse responder.
—¡Claro que lo sabe!—dice Amparo—. ¿No ves que lo dieron otra vez, hace unos años?
María sigue escurriendo su cabellera, con la cabeza ladeada, casi en horizontal. No ve a Hugo, que se ha levantado de la silla y avanza sesgadamente hacia ella, con unos pasos rápidos y silenciosos que resultan muy cómicos, en parte por el flanear nervioso de la carne sobrante de su pecho y su cintura.
—Ahora que ya estás bien seca...
Hugo sujeta a María por la cintura, la estrecha contra su cuerpo, y la levanta al mismo tiempo que gira con ella, con la evidente intención de lanzarla de nuevo a la piscina. María se debate durante unos segundos, pero al final se afloja y colabora para minimizar la violencia de la caída.
Después del chapuzón, María reaparece enseguida; se agarra al borde la piscina, y con la cabeza baja, como si estuviera meditando, resopla largamente, con un resoplido que es casi un suspiro.
—Al menos ayúdame a subir—dice de pronto alargando el brazo hacia Hugo.
Hugo le ofrece el brazo sin perder su sonrisilla burlona, se agacha un poco, y entonces María se aferra a la muñeca que se le ofrece, se encoge, y con un rápido movimiento tira con todas sus fuerzas de Hugo, que no esperaba el ataque y acaba cayendo al agua.