Authors: David Monteagudo
—¡Y el oso!—recuerda Amparo—. ¡Seguro que también ha salido de aquí!
Pero Nieves no celebra el descubrimiento que han hecho sus compañeros: sin dejar de mirar hacia delante, sin apartar la vista de la carretera, pedalea con todas sus fuerzas, mientras un llanto tierno y continuado, limpio como el de un niño, fluye de su garganta y de sus ojos, y de las enrojecidas aletas de su nariz.
La carretera llanea en línea recta hasta la lejanía, mostrándose y escondiéndose en sucesivos cambios de rasante, resiguiendo las suaves ondulaciones de la llanura. El paisaje es austero y funcional: grandes extensiones de tierras en barbecho y de trigales amarillentos, con algunas zonas grises, muertas, como resultado de la reciente sequía; algún cerro arbolado, algún pequeño pinar, un caserío arcaico y terroso, abandonado; y otras construcciones diseminadas por el paisaje, de utilidad evidentemente agraria, almacenes y silos, granjas, con el blanco impersonal o el gris sucio del acero galvanizado.
Los ciclistas pedalean ahora en silencio, sudorosos, con desesperante lentitud. Van mirando al asfalto, con las cabezas bajas, porque están agotados, porque no es necesario mirar a una carretera que se prolonga recta y sin sorpresas, en imperceptible subida, hasta un cambio de rasante, uno más, que parece que nunca va a llegar. Miran al suelo para no constatar la evidencia del calor abrasador, del asfalto que se licúa en la lejanía reflejando el cielo, de los barbechos que reverberan su aliento tórrido y tembloroso, como si los terrones fueran piezas refractarias recién salidas del horno.
De pronto, Nieves levanta la cabeza y mira a sus compañeros. Con el pelo recogido, bajo la visera de una llamativa gorra, sus ojos miran asustados, rodeados de una piel que blanquea en contraste con los pómulos y las mejillas perlados de sudor, enrojecidos por el calor y el esfuerzo.
—¿Cómo... cómo será cuando desapareces?
La pregunta de Nieves, planteada con ansiedad, con tímido nerviosismo, no ha obtenido respuesta. Sus compañeros se limitan a empujar los pedales, a mirar su propia sombra pegada al asfalto, a sorprender la caída de la próxima gota de sudor temblequeando en la punta de la nariz. Pero Nieves vuelve a la carga, colocando las frases en los intervalos de su respiración agitada por el esfuerzo.
—Debe de ser como... como morirse: desapareces y te mueres; se... se acaba todo... no... no creo que haga daño...
Por unos instantes, Nieves guarda silencio, como esperando que alguien abone su teoría. Pero nadie dice una palabra, y es de nuevo su voz jadeante la que se hace oír:
—No, seguro... seguro que no duele, pero...
—¡Ay, calla, por favor!—dice Amparo bruscamente—, ¡Llevas media hora con eso!
—Es que... es que... ¡Yo no quiero desaparecer! ¡No... no quiero morir, no entiendo cómo... cómo vosotros podéis... podéis estar tan tranquilos! Perdón...
Nieves ha dado un pequeño tumbo al distraerse del pedaleo; ha rozado el manillar de María, y ahora vuelve a tensar la cadena para mantener la línea recta. Sin volverse para mirarla, Amparo le responde alzando ligeramente la cabeza, el rostro en el que las gotas recientes resbalan sobre una capa de sudor ya seco.
—¿Te crees que yo...—dice resoplando entre cada frase—que yo no tengo miedo? Pero al menos... no me dedico a dar la monserga... me callo y me jodo... no sé... cómo no pierdes el... el resuello... dándole a los pedales y... y al mismo tiempo...
—Vamos, Nieves, no te comas el tarro—dice Ginés—, no... no pienses siempre lo malo...
—¿Y qué voy a pensar? Esto... esto no se para, no... no se ha parado, ¡cada vez es peor!
Nieves vocaliza con dificultad a causa del esfuerzo. Por su cara no corren las gotas de sudor como por las de sus compañeros; se diría que su piel enrojecida irradia un calor tan intenso, que evapora la transpiración en cuanto ésta sale por los poros. No es que Nieves se haya revelado como una caminante, como una ciclista débil y melindrosa; más bien ha dado muestras, a lo largo de la penosa peregrinación que ya dura más de un día, de un vigor y una resistencia sorprendentes dada su corpulencia; pero su manía de seguir hablando le representa un esfuerzo suplementario, y además está obsesionada por no separarse ni un centímetro del grupo, lo cual la obliga a vigilar y corregir constantemente su trayectoria. María, que está viendo todos sus padecimientos, se esfuerza en mirar para ella, y le habla en un tono más comprensivo:
—Vamos, mujer—dice entre jadeo y jadeo—, no te preocupes... estamos todos... todos aquí, contigo.
—Lo que... lo que va a pasar—dice Nieves con obstinación—es que de... de repente, en cualquier momento...
El grupo ha perdido su perfecta formación desde que ha empezado el cruce de palabras; se producen pequeños encontronazos que pueden provocar una caída; y además se ha disminuido la velocidad sensiblemente, lo cual se agrava por el hecho de que la carretera, sin que apenas se note, va aumentando su inclinación a medida que se acerca al cambio de rasante. Finalmente Ginés, que es el que va delante, se para de golpe y echa pie a tierra. Nadie ha chocado, porque la pendiente y la escasa velocidad les ha permitido detenerse enseguida; pero aun así se ha producido cierto amontonamiento, de modo que el grupo está más apretado y cercano que nunca. Sobreponiéndose a los resoplidos de alivio o de resignación, a las protestas de Amparo, la voz de Ginés se eleva comprensiva, didáctica, pero autoritaria:
—Vamos a ver, Nieves... No nos queda otro remedio que seguir; tenemos la... la obligación de seguir adelante...
—¡Pero es que me da miedo!—gimotea Nieves, interrumpiéndose a cada poco para respirar—. Me da miedo ver que... que vosotros estáis tan tranquilos, como si no pasara nada, y... y hacéis bromas y todo y... siempre que ha desaparecido alguien estábamos distraídos... ¡Es... es cuando nos lo pasamos bien, cuando nadie está vigilando!
—Y tú crees que si estás...—dice María con largas pausas, en las que respira dos o tres veces seguidas—que si estás siempre vigilando... si no dejas de pensar en eso... pues que no ocurrirá.
El silencio de Nieves, puerilmente avergonzado, tiene mucho de asentimiento.
—No sabemos... no sabemos cómo funciona eso, Nieves—dice Ginés; su voz suena tierna y cercana, como si intentara compensar la rígida separación que les imponen las bicicletas que no han descabalgado—, no sabemos por qué desaparece la gente... No sabemos nada... Pero lo que sé es que no... que no lo arreglaremos... no salvaremos a nadie obsesionándonos y dándole... dándole vueltas a la cabeza... Lo que debemos hacer es actuar... y actuar, ahora mismo, es llegar a Villallana.
—Pero es que yo no puedo... no puedo dejar de pensar...
—Pues entonces piensa otras cosas—dice Ginés—, piensa que, a lo mejor, ya no... ya no desaparece nadie más... A lo mejor Hugo, y Maribel, fueron los últimos. Piensa: cada vez vamos más hacia el sur, ¿por qué no pensar que más abajo, en La Capital... ?
—¡Pero si no hay nadie... aquí tampoco hay nadie; cada vez... cada vez se ven más coches parados, estrellados...!
—El de la curva casi nos jode—apunta Amparo.
—Y el de la gasolinera—gimotea Nieves—con la manguera puesta y con... con las puertas abiertas... ¡Todo el mundo ha desaparecido!
—Pues lo siento, pero yo... yo no voy a abandonar la esperanza—dice María—. Es verdad, no es una pose; no es para... para aumentar la moral del grupo: es que no me creo que no haya nada más; no... no puedo creerme que a mí, precisamente a mí, me haya tocado ver... ver el fin del mundo... y menos aún ser la última superviviente. Me parece... eso sería demasiado presuntuoso.
—Claro—dice Nieves—, tú no le hiciste nada, tú no pusiste las mil pesetas...
—Mil quinientas—puntualiza Amparo.
—Ya estamos con eso—dice María con expresión de fastidio—, ¡esto es un diálogo de sordos!
—Es verdad—insiste Nieves—, todos... todos pagamos: los que queríamos hacerlo y los que no. Ese... ese dinero nos envenenó...
—Ya: las treinta monedas—dice María, con desdeñosa indiferencia—, nada nuevo bajo el sol.
—No hace falta que sea el fin del mundo—dice Amparo—, basta con que le dé tiempo para acabar con todos antes de que...
—Yo seré la siguiente—dice Nieves—; ahora... ahora me toca a mí... y yo... yo no quiero...
—¿Ah sí? ¿Y por qué tú?—le pregunta María.
—No sé...—dice Nieves, cada vez más cerca del llanto—, tengo... tengo un presentimiento...
—Mira, Nieves—dice Ginés—: todo esto es tan raro que... podría... podría ser cualquier cosa. No sé... he pensado. .. he pensado mucho en todo esto, en lo que ha pasado, en lo que nos está pasando, y creo... creo que es tan absurdo, tan fuera de lo normal, que... que a lo mejor no tiene una explicación, quiero decir una explicación racional, según las leyes naturales que conocemos, y...
—No marees la perdiz—dice Amparo—, todos sabemos lo que está pasando.
—No, no todos lo sabemos; no todos pensamos lo mismo. Lo que quiero decir es que a lo mejor los que desaparecen vuelven; vuelven al mundo normal, al de verdad, porque esto, esta situación... Algo pasó allí, aquella noche, en el refugio, una fractura... a lo mejor hemos pasado a otra... a otra dimensión. ¡Yo qué sé! Y los que desaparecen vuelven al mundo normal...
—Muy peliculero me suena eso...—sentencia Amparo.
—También es peliculero—replica Ginés—que una persona desaparezca, de golpe, sin dejar ni rastro.
—El mago ese—dice Amparo—, el que estaba liado con la Schiffer... ¿Cómo se llama?... El Copperfield, eso; pues hacía desaparecer un elefante.
—Pero no despoblaba una provincia—apunta María.
—Vale—dice Amparo de mala gana—. Estamos en la cuarta dimensión, en el túnel del tiempo o lo que sea, bien, y mientras tanto ¿qué pasa en el mundo «normal»? ¿Han seguido sin nosotros o qué?... Mira, a lo mejor la otra Amparo está currando ahora en el almacén. Me iría de perlas, porque... estos días tocaba inventario... Inventario—añade con un gesto de repulsión—, eso sí que es la cuarta dimensión.
Ginés menea la cabeza, sin poder evitar que una sonrisa se dibuje en su boca.
—Yo sólo intentaba abrir otros horizontes—dice indulgente—, apartar un poco de la obsesión... pero ya veo que tú lo haces bastante mejor que yo.
—A lo mejor es un sueño—dice María en tono insustancial—y los que desaparecen... es que despiertan.
—Pero ese sueño... ¿lo estás soñando tú?—dice Ginés—. Porque yo me siento muy de carne y hueso. Me niego a ser un personaje de tu sueño...
—Yo puedo soñar que tú dices eso—replica María. Ella y Ginés hablan con ligereza, más por el gusto de la pura dialéctica que por una verdadera fe en la idea que están desarrollando.
—Hombre... podría ser un sueño colectivo—dice Ginés—y lo estamos soñando todos, al mismo tiempo... Eso: aún estamos en el refugio, en las literas...
—Y los que han desaparecido es que ya han despertado—concluye Amparo.
—Exacto—dice Ginés.
—¿Y entonces por qué no nos despiertan?—pregunta María—. Por fuerza tienen que saber que estamos sufriendo...
—No siempre se recuerdan los sueños que has tenido —responde Ginés—. Ellos se han despertado pero no se acuerdan de que soñaban esto... Simplemente ven que nosotros seguimos durmiendo...
—Vamos a ver...—dice Amparo, con un gesto de irritación—. Es que a mí... a mí me da mucha rabia eso de explicarlo todo con un sueño. Es como en las películas: la típica película en la que van pasando cosas, un montón de cosas, y luego, como no saben cómo acabarla... pues resulta que todo era un sueño, y ya está: a cobrar por el guión... ¡No te jode! Como si no notara una la diferencia que hay entre estar soñando y estar despierta...
—Pero mientras sueñas sí que parece real—dice María—, es cuando te despiertas que te parece absurdo lo que has soñado.
—¡Callad, por favor!—dice Nieves.
—Eso, callad—bromea Amparo.
—¿Por qué?—dice María—, ¿por qué nos hemos de callar?
—¡Porque me da miedo!
Un silencio, un triple suspiro de fastidio, contenido, reprimido, sigue a la declaración de Nieves.
—Me da miedo pensar que nada es de verdad...—añade al poco rato—, que a lo mejor me estoy volviendo loca, que... que quiero despertarme y... y no puedo, ¡no puedo!
—¿Y pensar que el tipo ése nos está eliminando uno por uno... te tranquiliza más?—dice María.
—Al menos eso tiene un sentido—dice Nieves—, pero lo otro... lo otro... pensar que nada... nada de lo que...
—Vamos a ver, nena—le interrumpe Amparo—, verás, verás cómo yo te quito la tontería enseguida. A ver, ¿tú tienes la sensación de estar soñando... con toda la solana que está cayendo, y la cara ésa que llevas que parece un tomate, que seguro que se podría freír un huevo encima?
Nieves se pasa una mano por la mejilla, mientras su mirada pierde parte de su intensidad febril, y se vuelve algo más reflexiva.
—No... La verdad es que no—dice, algo más calmada.
—Pues yo tampoco, guapa, yo tampoco. Así que vamos a seguir pedaleando, aunque sólo sea para salir de este puñetero desierto, y vamos a pedalear calladitos, y sin hacer paradas, que yo esta noche, si es que llego a la noche, quiero dormir en una cama.
—¡No, por favor, sigamos hablando! —exclama Nieves alarmada, suplicante, al ver que sus compañeros se aferran de nuevo a los manillares.
—¡Vale ya, Nieves!—dice Ginés con severidad—, ¡esto ya pasa de castaño oscuro!
»No vamos a perder más tiempo—añade después de un breve silencio—. Vamos a seguir pedaleando; y si de verdad hay tanta necesidad de hablar, o de comentar cualquier cosa... pues aprovechamos la próxima parada... Pronto habrá que beber más agua; me parece que había otra gasolinera, o un hostal... ¡y además en un sitio que haya sombra, caramba... no aquí en medio de la carretera...! Pero ahora hay que avanzar...
Con un golpe de su pie derecho, Ginés hace girar el pedal para atrás, y después lo frena delante, afianzando firmemente el pie.
—¿Listos?—dice Ginés volviendo la cabeza.
—Listas—responde Amparo.
—¡Por favor, no sigáis!—lloriquea Nieves, sujetando el manillar pero con ambos pies en el suelo, mientras los demás dan la primera pedalada—. ¡No sigáis! ¡Esperadme!
Nieves arranca torpemente, dando tumbos, haciendo un gran esfuerzo para recuperar los pocos metros que el grupo le ha sacado de ventaja. Todavía no se ha puesto a su altura, cuando su voz vuelve a sonar, con frenética ansiedad: