Authors: David Monteagudo
—¡Toma ya!—dice Nieves—. ¡Por abusar de los más pequeños!
Hugo todavía no ha salido, y María ya está de pie sobre el bordillo, después de remontarlo con un impulso todavía más ágil, más rápido y gimnástico que el anterior.
—¿Quién tiene el champú?—dice escurriendo de nuevo su cabellera.
Lo tiene Amparo, entre su ropa; pero no responde porque está distraída, mirando al agua con desusada intensidad, como si fuera un pescador primitivo que acechase la presencia de un pez para arponearlo.
—Hugo...—dice de pronto, con la alarma pintada en el rostro—no acaba de salir...
—¿Qué dices?—pregunta Ginés, poniéndose inmediatamente en guardia.
—¿Quién tiene...?—María se interrumpe; se acaba de dar cuenta, a mitad de la pregunta, de que ocurre algo raro a su alrededor.
—¿Dónde está?—dice Amparo—. ¿Dónde está Hugo? ¡No lo veo!
Las palabras de Amparo producen una brusca agitación: es Nieves, que chapotea histérica, como si a dos metros de la escalera se hubiera olvidado, de pronto, de nadar.
—¡Quietos!—grita Ginés—. ¡No se ve nada! ¡No me dejáis ver si...!
Ginés está en el centro de la piscina. En posición vertical, mirando en todas direcciones, hace esfuerzos denodados por mantenerse a flote sin agitar el agua, por distinguir algo a través de su superficie rizada. Pero el nerviosismo de Nieves ha provocado una pequeña tempestad, y la sigue provocando: tanto que Amparo—que permanece sujeta a la escalera—ha tenido que alargarle la mano para ayudarla a alcanzar el borde.
—¡Maribel!—dice entonces María—. ¡Tampoco aparece!
—¡Es el agua! ¡Es el agua!—grita Nieves, pugnando por alcanzar la escalera.
—¡Parad, por favor!—suplica Ginés—. ¡No puedo... no puedo ver si...!
Tampoco María, desde su altura, puede ver con la suficiente claridad. La agitación que producen Nieves y Amparo, incluso Ginés, provoca una imagen tan cambiante y fragmentaria del fondo de la piscina, tan llena de reflejos, que no le permite llegar a ninguna conclusión categórica. La confusión de gritos y frases entrecruzadas, entrecortadas, tampoco ayuda a discernir: es como otra superficie, en este caso sonora, que pierde su transparencia a base de acumulación y superposición.
—Pero Maribel... ¿qué hacía Maribel?
—¡Estaba buceando!
—¡Es el agua! ¡Desaparecen... desaparecen cuando van al fondo!
Ginés—cada vez más agotado—todavía tiene menos perspectiva, con los ojos a un palmo del agua y la violenta refracción que esto produce.
—¡Salgamos... salgamos todos!—dice finalmente, cuando Nieves ya está subiendo por la escalera, gimoteando, resbalando en cada escalón, mientras Amparo opta por remontar el bordillo.
Ginés alcanza la otra escalera, sube los escalones, todo ello con movimientos cuya lentitud se debe más al agotamiento que a la prudencia
—¡Es el agua! ¡Es el agua!
—¡Silencio...!—grita Ginés, jadeante pero todavía autoritario. Está al lado de la escalera, de pie pero con la cintura doblada, encogiendo e hinchando el estómago en cada respiración, apoyando las manos en las rodillas, mirando el agua con febril expectación, como hacen María y Amparo, e incluso Nieves.
Pero el agua se va calmando, poco a poco; las rayas negras, paralelas, que surcan el fondo de la piscina, se recomponen como un puzzle en movimiento; abandonan la tumultuosa promiscuidad que las hacía entremezclarse, y retornan lentamente a su condición lineal y geométrica; y al final sólo queda una piscina vacía y silenciosa, impasible, con las rayas del fondo arqueadas hacia los extremos como efecto de la refracción, y esa fría transparencia del agua.
—Todo se está cumpliendo—dice Amparo—... tal como ella decía: Hugo ya no sufría y... y ella... ella le paró los pies aquella vez, en la furgoneta... Tenía que ser la siguiente.
Ginés no replica a Amparo; se queda mirando fijamente a la piscina sin pronunciar palabra, respirando por la boca, encogiendo y distendiendo el estómago cada vez más despacio, dejando más tiempo entre una respiración y otra.
La calle es larga y rectilínea; es una calle estrecha, de una sola dirección, que desciende en suave bajada hasta la salida del pueblo. Los edificios de dos y tres pisos—antiguos unos y otros más recientes—se agolpan a un lado y otro sin dejar un resquicio, en monótona sucesión de paredes y ventanas cerradas, que le dan a la calle el aspecto de un angosto pasillo o corredor. Las bicicletas avanzan sin que haya que pedalear, a una velocidad constante y moderada que hace innecesario el uso de los frenos. Son cuatro bicicletas; tres mujeres y un hombre empuñan los manillares. No es mediodía, todavía no, pero la orientación de la calle hace que el sol caiga de lleno sobre el asfalto y las aceras, sin conceder ni un estrecho pasillo de sombra.
A pesar del ambiente veraniego, las prendas frescas y coloridas y las flamantes zapatillas deportivas; a pesar de ser la bicicleta un vehículo amable y eminentemente festivo, los cuatro ciclistas avanzan con rostros serios, reconcentrados, con expresiones sombrías, en medio de un silencio sepulcral en el que sólo se oye el tintineo cuadriplicado del piñón de la rueda trasera. Nadie ha pronunciado una palabra desde que subieron a las bicis hace unos minutos. Ya van por la mitad de la calle cuando el hombre—el único hombre de este cuarteto—rompe finalmente el silencio.
—Verano azul...—dice Ginés con amargura.
—Es curioso...—dice María—. Lo echo de menos, ahora... lo echo en falta.
—¿El qué?
—A Hugo—responde María.
Nadie responde a las palabras de María, nadie se atreve a añadir nada; sólo se oye el crepitar inocente y festivo, como una matraca en sordina, de los piñones de las bicicletas. Un perro ladra, a lo lejos.
—No habían pasado doce horas—dice de pronto Nieves, con la mirada turbia, con una entonación de reproche—. No habían pasado doce horas; lo de Ibáñez fue... era la última guardia, no hace ni... ni...
De nuevo el silencio. Una bocacalle se abre a la izquierda; los ciclistas ven pasar fugazmente la perspectiva de la calleja recta y empinada. Ya han pasado cuando la mente analiza la imagen y avisa de una pequeña anomalía.
—Había algo al final—observa Amparo.
—Ya lo he visto—dice Ginés—. Será un perro.
—Parecía... parecía más grande—dice Amparo.
—Lo que tenemos que hacer es salir de aquí cuanto antes—dice Ginés—. ¡Mira, ya se ve: la carretera!
—¿Eso es la carretera?
—Claro, dirección Villallana; lo sé por el almacén de madera.
Ginés empieza a pedalear y las chicas le imitan. Unas decenas de metros más adelante las casas se acaban a un lado y otro, y la calle—después de un cambio de rasante— parece continuar en un ambiente suburbial, de naves industriales, y algún que otro chalet. Pero de momento las bicicletas ruedan todavía dentro del casco urbano. En la acera derecha, la calle se prolonga sin una sola abertura, como un muro continuado de edificios. Todas las bocacalles parecen estar a la izquierda: en ese lado aparece ahora una escalera, una plaza elevada con árboles y coches aparcados, y a continuación otra calle que desemboca, también en bajada.
—Esto está cada vez peor—dice Nieves, sin dejar de pedalear—, nunca habían sido dos de golpe.
»—Cada vez es más seguido—añade al cabo de unos segundos, respondiendo al silencio—. A lo mejor nos teníamos que haber quedado en el refugio...
—Rafa desapareció en el refugio—dice Ginés secamente.
—O haber ido hacia el norte...
—Si te gustan las carreteras de montaña... Al norte no hay núcleos de población, no hay más que monte y más monte; tardaríamos días en atravesar la cordillera...
—Lo lógico era ir hacia el sur—añade Ginés tras una breve pausa—, buenas carreteras y poblaciones cada vez más grandes... con las bicis nos plantamos mañana en La Capital... no hemos hecho más que lo que dicta la lógica...
—¿Cómo?—dice Nieves.
Nieves se ha retrasado un poco, y no ha oído bien las últimas palabras de Ginés.
—Digo—dice Ginés, volviendo la cabeza—que hemos hecho...
—¡Ginés!
Un chillido desgarrador, salido al unísono de las gargantas de Nieves y Amparo, acompaña el grito de advertencia dado por María. Un enorme camello, de pelo sucio y movimientos parsimoniosos, ha aparecido repentinamente por la derecha, hasta ocupar la mitad de la calle. Ginés lo ve en el último momento, cuando ya casi lo tiene encima. Ni siquiera intenta frenar; se ciñe a la izquierda y pasa, tensando todo su cuerpo, mientras María—que ha apretado sin éxito los frenos—acaba colándose de forma similar, rozando al camello, que se ha asustado en realidad tanto como los ciclistas, y retrocede con toda la rapidez que le permite su eminente tamaño, su vetusta anatomía. Esto favorece a las otras dos mujeres, que no hacen otra cosa que seguir su trayectoria, bloqueadas, petrificadas por el espanto, mientras el camello se eclipsa mostrando los cuartos traseros, difundiendo un mareante olor a estiércol.
Nieves separa los pies de los pedales y trastabilla, topa ligeramente con el manillar, con el brazo de Amparo, que a su vez ha notado en la mano derecha el azote de la raída cola del animal. Pero al final ambas consiguen pasar sin llegar a caerse, y se detienen sin dificultad al cabo de unos metros, junto a Ginés y María, que han observado atónitos la escena, sin poder hacer nada. La calle hace subida en este último tramo, desde la bocacalle por la que ha salido el camello hasta el nuevo cambio de rasante en que empieza la carretera, cuyo trazado vuelve a descender en una pendiente muy leve.
—¡Un camello! ¡Un... un camello!—dice María, mientras el animal se aleja con un trote decreciente, visible para los ciclistas porque la calle se abre a una especie de solar no edificado.
—O un dromedario—apunta Amparo.
—No, es al revés—corrige María, sin dejar de mirar al animal—. El dromedario es el que tiene una sola joroba.
—Hemos tenido suerte—dice Ginés—, podríamos... podríamos habernos caído...
—¡Este trasto no frena!—dice María—. ¡No frena una mierda!
—¡Y qué mal que olía el cabrón!
María sonríe ante el comentario de Amparo. Nieves, en cambio, reacciona de forma dramática ante el incidente.
—Yo... yo no puedo...—dice, con voz acobardada y temblorosa—, yo no puedo más. Todo esto de los animales... esto... esto es como una pesadilla. ¿Qué tienen que ver los animales con... ?
—Podría tener... no sé... alguna explicación—dice María—. A mí me ha parecido ver que llevaba una tira, una brida... como un arnés, como si fuera parte de un arnés...
—¿Un arnés?—dice Ginés—. Yo no... no he visto nada, no me he fijado.
—Es que era por delante, en el cuello—insiste María—. Luego se ha dado la vuelta y...
Ginés está mirando al descampado que se abre a su derecha: una franja sin edificar que se prolonga en la lejanía hasta lo que parece un campo de fútbol, vallado con tela metálica. Junto al campo de fútbol, allá lejos, hay un solar, un terreno con hierbas resecas y desiguales, y unos garabatos negruzcos que podrían ser cepas ya muertas, sin el verde de las hojas. El camello se ha detenido, indeciso, a medio camino entre el cruce del encontronazo y el campo de fútbol. Tal vez ha visto lo mismo que Ginés: un movimiento reptante y huidizo entre la agostada vegetación de la viña abandonada, algo del mismo color que la hierba, tal vez más oscuro, más amarillento, unas manchas que aparecen y desaparecen a intervalos, con un desplazamiento acechante, husmeador, con esa forma de aplastarse contra el suelo al avanzar que sólo tienen los felinos.
—Larguémonos de aquí—dice Ginés buscando el pedal con el pie—. ¡Rápido!
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto?
—No lo sé, pero...
—Parecen... parecen...
Es la voz de Amparo la que duda. Ella y María ya han visto lo que llamaba la atención de Ginés. Nieves no; no ha querido mirar en esa dirección, y sin embargo ha hecho lo mismo que ellas, lo mismo que Ginés: arrancar lo más rápido posible hacia delante, en dirección a la carretera. Pero la calle hace subida, y la salida es torpe y vacilante. Hay quien no acierta a poner el pedal en la posición idónea para dejar caer todo el peso del cuerpo, quien se golpea en la espinilla al intentarlo, quien arranca empujando el asfalto con los pies, de puntillas, para luego dar unas primeras pedaladas muy lentas, sin fuerzas, brujuleando con un manillar que parece haber adquirido vida propia.
—¡Venga, vamos!
Ginés ha arrancado con más soltura, pero ahora se refrena para esperar a las chicas, para azuzarlas, mientras su mirada viaja una y otra vez hacia el horizonte del descampado. Ahora ya es evidente que son grandes felinos los que se mueven entre los rastrojos, probablemente leonas, pues no se ha visto en ningún momento la melena propia de los machos; y parece que han venteado a los ciclistas, o tal vez han oído sus gritos, porque su avanzar es cada vez menos rastrero, cada vez más decidido. Ahora ya ondulan a la carrera sus elásticos cuerpos, en línea recta, en dirección a ellos, mientras las bicicletas empiezan a adquirir inercia, remontan por fin el cambio de rasante y enfilan la carretera todavía dando tumbos, empujadas por toda la fuerza de la que son capaces sus conductores.
La suave bajada que hace la carretera, en línea recta, les ayuda a adquirir velocidad y distanciarse del cruce en poco tiempo. Ya han recorrido un buen centenar de metros cuando María mira unos segundos para atrás. Al hacerlo se ha desviado hacia la cuneta, sin darse cuenta, y tiene que corregir bruscamente la trayectoria. Pero lo que ha visto es tranquilizador.
—¡Se han quedado atrás!—grita a sus compañeros—. ¡ Ya no nos siguen!... ¡ Uno venía, pero se ha dado la vuelta!
—¡El camello, ahora persiguen al camello; ha tirado calle arriba!—dice Amparo, que también ha vuelto la cabeza, animada por la buena noticia.
—¡Mirad! ¡Mirad!—dice Ginés repentinamente, señalando a su derecha.
Los últimos edificios que les ocultaban el paisaje han quedado atrás, dejando a la vista una gran explanada en la que se eleva la inconfundible estructura de la carpa de un circo, rodeada de la habitual batería de camiones y caravanas. La carpa está a una buena distancia de la carretera, y no se aprecia ningún movimiento a su alrededor.
—¡Claro, había un circo!—dice Ginés con alegría, con un matiz de alivio en su voz.
—Eso explica lo del camello y... y los leones—dice María.