Fin (34 page)

Read Fin Online

Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
8.13Mb size Format: txt, pdf, ePub
MARÍA-GINÉS

María y Ginés están tumbados en una cama. Es una cama amplia y confortable, cuadrada, de las que permiten que los dos miembros de una pareja puedan dormir con independencia, sin tener que recurrir a la drástica solución de las dos camas separadas. A los pies de la cama, a dos metros de distancia, se alza el rectángulo gris, aristado y vertical, de una pantalla de plasma. La habitación es amplia y despejada, con esa austeridad suntuosa, sin detalles superfluos, de las viviendas en cuya decoración se ha gastado, de golpe, un montón de dinero. El techo se inclina acogedoramente hacia la cabecera de la cama. No hay puerta de entrada: la habitación se abre a una escalera que conduce al piso inferior. Todo, las alfombras, la madera, el techo abuhardillado, el amplio ventanal con sus cristales dobles, con vistas al poniente, todo es cálido e insonorizado, aislante.

Pero ahora la ventana está abierta de par en par. La ha abierto Ginés, con la esperanza de que entre por ella algo del aire tibio que se disfruta en el exterior, pues la vivienda, a pesar de todas sus comodidades, resulta inhabitable sin la ayuda del aire acondicionado. Por eso ha abierto la ventana Ginés, por eso y para tener un poco más de luz, porque ni él ni María han encontrado nada para alumbrarse, ni una vela, en el precipitado registro que han hecho por toda la casa. La oscuridad es total en el piso inferior, en el que además han cerrado concienzudamente puertas y persianas; pero aquí arriba, en el dormitorio, hay una claridad difusa que entra por la ventana e ilumina vagamente los contornos de las cosas, que se refleja en la satinada pantalla del televisor como un brillo, como un fulgor irisado y fantasmal. La claridad procede del poniente. Sobre una moldura de negras montañas, recortadas en silueta, el cielo irradia aún una energía apagada, un deslumbrar fosforescente, como lo haría un metal fundido que empieza a enfriarse.

De todas formas, María y Ginés no necesitan la luz, de mutuo acuerdo han decidido emplear la noche en dormir, y levantarse lo antes posible, con la salida del sol. Se han bañado en la piscina a toda prisa, más por quitarse de encima el sudor que por recrearse en el baño; han rebuscado por toda la casa, han encontrado ropa limpia, se la han puesto, han encontrado comida y se la han comido, y todo esto lo han hecho precipitadamente, sin disfrutarlo, sin apenas hablarse, con la mirada perdida, con la mente fija en sus oscuros pensamientos, acuciados por la noche que se les iba echando encima. Finalmente han subido al dormitorio, han rehecho la cama y se han tumbado encima de la colcha, uno al lado del otro, agotados, doloridos, exhaustos, pero desvelados, incapaces de conciliar el sueño.

—Los mosquitos se nos van a comer—dice María.

—Dicen... dicen que no duele, que ni siquiera impresiona.

—¿El qué?

—Cuando te ataca un animal salvaje. Un día lo oí... era un reportaje, entrevistaban a gente que había sido atacada por... por animales, pero había sobrevivido. Algunos tenían heridas terribles, pero todos... todos coincidían en que no habían pasado miedo, que en ese momento, por lo que sea, lo... lo vives como un hecho muy natural.

—¿Lo dices para consolarme... para que esté más tranquila?

—María... lo digo para que lo sepas.

—Y yo...—María vacila un momento antes de continuar—yo te digo que no por eso me olvido de que he visto morir a esa pobre mujer, y que no... no hicimos nada para intentar... salvarla,
y...

—Ya te he dicho que...

—i Ya sé lo que has dicho! Pero a lo mejor, si hubiéramos gritado y... ¡yo qué sé! Si le hubiéramos tirado piedras...

—María... Estaba muerta, ya estaba muerta cuando...—Ginés se interrumpe. María ha lanzado algo parecido a un suspiro, a un sollozo. A pesar de la penumbra, Ginés puede ver cómo la chica se tapa la cara con las manos. —¿Qué pasa? Ya hablamos antes de eso...

—¡No me llames María!

—Pero... ¿por qué?

—¡Porque no me llamo María, idiota! Porque no me llamo María.

—¿Entonces...?

—Me llamo Eva... Siempre me he llamado Eva... María es mi nombre de guerra. Tiene gracia... ya no voy a ejercer nunca más, me has sacado del arroyo, ¿no se decía así?... ¿Qué pasa?... ¿Qué pasa ahora?

María ha hecho la pregunta al ver que Ginés se incorporaba, hasta apoyar un codo en el colchón, y se quedaba mirando hacia ella, fijamente.

—Es que yo... yo en realidad me llamo Adán. Ginés es mi segundo nombre... lo uso porque...

—¡No me fastidies, no... no...!

—Era broma, mujer, era broma...—dice Ginés cambiando automáticamente de entonación, tumbándose de nuevo sobre el colchón—. No sé, me ha parecido... gracioso... Adán y Eva...

—Gracioso... ¿Tú crees que estamos para hacer chistes? ... No sé cómo puedes, después de haber visto hace... hace menos de una hora...

—Lo siento. No sé por qué lo he dicho, me ha salido el chiste así, sin pensarlo...

Eva se ha quedado quieta. Sin las referencias que aporta el movimiento, los contornos de su figura se desdibujan imprecisos, engañosos, cambiantes. Es imposible adivinar la expresión del rostro, pero su tensa quietud sugiere un terrible potencial de irritación contenida. Su voz, cuando por fin se deja oír, confirma en parte esa impresión.

—¿Y tú? ¿Quién coño eres tú? No me has dicho nada. No sé dónde vives, dónde trabajas... A ver, ¿de qué trabajas tú? ¿De dónde sacas la pasta?

—Yo no trabajo...

—¿Cómo que no trabajas?

—No, no trabajo. A veces ayudo a un amigo mío, en su negocio, pero no: trabajo remunerado no hago ninguno.

—Entonces... estás forrado, eres multimillonario.

—No, soy rentista. Tengo una pequeña renta... bueno... una renta que me permite vivir... sin estrecheces.

—¿Sin estrecheces? Pero eso habrá salido de algún lado. ¿Te lo dejaron tus padres?

—¡No!... Mis padres, eran trabajadores... gente normal.

—¡Explícate de una vez, coño, explícate! ¡No sé a qué viene tanto misterio! Total... para lo que me queda en el convento...

—Fui el ayudante... durante unos años, fui una especie de secretario personal de un personaje muy influyente...

—¿De un famoso?

—No, famoso no: era un hombre... con mucho poder dentro del mundo de los negocios... pero no era conocido. Los más poderosos son los que no conoce nadie.

—Y tú te lo tirabas...

—¿Te parece que eso es lo más importante? ¿Que todo se puede reducir a eso?

—Me parece que te lo tirabas.

—Era un hombre mayor. Se portó muy bien conmigo, yo... yo le quería, de hecho... tuve un vínculo mucho más profundo con él que... que con mi propio padre...

—Y te dejó toda su fortuna...

—¡No, no era tan tonto!... ¿Tú no has leído
El gran Gatsby?
Su mujer y sus hijos me habrían despedazado, legalmente, se entiende. No... no me dejó nada en herencia; se limitó a ingresarme grandes cantidades en vida...

—Eso es mucha confianza...

—Era una de sus cualidades, tal vez la más... sobresaliente, una cualidad útil para los negocios. Conocía a las personas a golpe de vista, desde el primer momento. Y nun ca se equivocaba.

—Ya veo que estabas enamorado.

—Ya te he dicho que le quería.

—¿Y no has tenido ninguna novia?

—Sí, alguna, pero... El problema no es que sea hombre o mujer, el problema es encontrar... El problema supongo que soy yo.

—¿Y por qué me llamaste a mí? ¿Por qué me contrataste?

—¿Por qué?... No sé... Por lo mismo que te contrata la gente, ¿no?, por comodidad, por no tener que dar un montón de explicaciones.

—Pero... con tus amigos... ¿qué necesidad tenías de aparentar...?

—Mis amigos... ¿Tú crees que nuestra amistad era muy profunda, después de todo lo que has visto?

—No quieres a nadie. En realidad no quieres a nadie de verdad... no sé cómo puedes vivir así.

—¿Y tú? ¿Quieres tú a alguien de verdad ahora? ¿Tienes algún novio? ¿Un gran amor romántico para toda la vida?... ¿O el principal objetivo de tu vida, en este momento, era asegurarte una buena prejubilación, como tú dices?

La oscuridad es casi total. Se diría que el bulto confuso que forma Eva se repliega en la inmovilidad, se reduce y se anula hasta desaparecer, fundido en la negrura del aire. Transcurren unos segundos.

—Cambiemos de tema—dice de pronto, en un tono trabajadamente neutro—. Encontré una cosa... aquí, en la casa.

Se produce un movimiento en el lado de Eva, un removerse que se percibe más como un sonido de telas y roces, como un oleaje en el colchón, que como verdaderas imágenes.

—Mira... toca...

—¿Qué es...? ¡Mierda! ¿De dónde lo has...?

—Abajo, en el despacho, en un cajón.

—No me gustan las armas... ¿Está cargada?

—Tiene el seguro puesto.

—No me gustan estos trastos. No... no me gusta... saber que tienes el poder sobre la vida y la muerte, de forma tan rápida, tan sencilla, con sólo mover un dedo...

—Pues yo no me cortaré un pelo de usarla... Si tú desapareces ahora, de golpe... Yo... yo no puedo pasar una noche sola, en este... en este...

Ya no se ve el rostro de Eva, pero su voz ha sonado agónica, angustiada, a punto de quebrarse. Ahora es Ginés el que se mueve. Su movimiento se percibe apenas como una confusa agitación, como un removerse del aire denso y latente, hormigueante, de la oscuridad. Se diría que Ginés se ha desplazado hasta juntarse con Eva. Se oye un sordo entrechocar de ropas, un silenciado crepitar de cabellos.

—No te preocupes, mujer... Eva... eso, Eva. Lo único... lo único positivo que ha tenido la... la muerte de Amparo es que... que nos deja la esperanza de que a lo mejor se han acabado las... las desapariciones.

—Ella también desapareció; de otra manera, pero... La verdad es que parece... parece... No creo para nada en la tontería ésa de vuestro profeta, pero parece... que alguien se dedica a irnos eliminando, sistemáticamente, según un plan preconcebido.

Silencio. Quietud. Al cabo de unos segundos se oye la voz de Ginés.

—¿Crees que podría haber... alguien...?

—No, creer no. No puedo creer, porque ese alguien tendría que ser todopoderoso, y yo no puedo creer en esas cosas, no me lo pide el cuerpo. Yo sólo he dicho que lo parece. Pero también podría ser una casualidad. Pura coincidencia.

De nuevo se produce el silencio.

—Tío... hueles a ajo...

—¡ Oh, perdón! Debe de ser... es por ese embutido ibérico. Estaba muy bueno, pero...

—No, por favor, no te apartes. Abrázame así, fuerte... así...

El movimiento de los cuerpos se detiene un momento. Luego se oye otro pequeño movimiento, y a continuación la voz de la chica:

—Esa ventana me da miedo...

—Ningún animal... ningún animal peligroso podría trepar hasta aquí arriba... Si quieres la cierro, pero... nos asaremos de calor.

—No... es igual, déjalo. Abrázame fuerte y ya está.

Esta vez el silencio es más prolongado que en las anteriores ocasiones. El oído tiene tiempo de aislar el canto de los grillos que viene del exterior, su peculiar pulsación, y percibirlo como un elemento único, separado de la atmósfera y el aire cálido, quieto, que lo envuelve todo. También se percibe algún movimiento sobre la cama, un resituarse de los cuerpos, un esfuerzo, un roce del aire al salir por la boca y la nariz. Pero la oscuridad ha ido creciendo y ya es imposible distinguir ninguna forma, ningún volumen, aunque esté en movimiento.

—Pero... ¿qué coño te pasa?

La voz de Eva ha sonado brusca, inesperadamente, cortando por el medio la oscuridad.

—No, no, por favor... no puedo, no puedo hacerlo.

—Pero... estabas excitado... no me digas que no. Se te ha puesto gorda.

—No seas vulgar.

—¿No seas...? ¡Vete a la mierda, tío, eres un cabrón!

—Por favor, no va contigo la cosa... eres... eres deseable, eres...

—¿Pues entonces por qué no... por qué no te dejas... ?

—Por favor, no me hagas esto, ahora no... Luego... luego, cuando... si salimos de ésta... tú eres la persona mejor... la persona que más...

—Hagamos el amor, Ginés—dice Eva con una voz que ha cambiado completamente—, por lo que más quieras, aún podemos... aún podemos salvarnos. No hay amor, no había amor, en ninguno de vosotros... ¡Eso es terrible! Pero aún podemos, nosotros podemos.

—Eso no es amor... es otra cosa.

—Pero es que... es el único, es lo único que puedes darme. No me lo niegues... A lo mejor... a lo mejor descubrimos...

—No puedo hacerlo, María... perdón, Eva. No me pidas que... que haga eso...

Ginés enmudece, como si no encontrara más palabras para continuar. Eva también está un rato en silencio. No se oye ningún movimiento de los cuerpos. Cuando por fin vuelve a sonar la voz de la chica, lo hace con un acento que sobrecoge por su serenidad y por su tristeza resignada, casi comprensiva.

—¿Es por el Profeta, verdad... es por ese tío, para no «desatar su ira»?

Un cuerpo rueda por la cama. El sonido ha sido inconfundible, apenas una vuelta, tal vez sólo media, después renace la quietud.

—Haz lo que quieras, Ginés. Descansemos... Yo también necesito dormir. A nadie se le puede pedir más de lo que es capaz.

—Perdona...

—No importa.

—Si quieres te abrazo...

—¿Con este calor?

El silencio responde a Eva. El silencio se prolonga unos cuantos segundos, hasta que una mano tantea sobre la colcha, tropieza con algo, y de nuevo vuelve a aquietarse. El aire, en la oscuridad, parece denso y hormigueante, poblado de sugestiones fantasmagóricas; sólo en el hueco de la ventana el aire se vuelve ligero y transparente, perfectamente rectangular, de un azul oscuro y terso en el que brillan con ferocidad los alfilerazos de luz de las estrellas.

—Cada vez hay más coches.

Ginés tiene razón, cada vez hay más coches. La carretera se acerca a la autopista de entrada a la ciudad, y no es raro encontrar dos y hasta tres coches en un mismo tramo de recta. Pero Eva y Ginés han perdido el interés por los coches abandonados; hay tantos que la aparición de uno más ya no representa ningún acontecimiento; ahora se limitan a constatar, con una rápida ojeada, sin bajar ni siquiera de la bici, que los vehículos están desocupados, que las llaves y los cinturones están indefectible, fatalmente, abrochados. Por otra parte, se empiezan a ver algunos accidentes bastante aparatosos, sin duda como resultado de la mayor velocidad que los coches llevaban en esta zona en el momento del apagón. La carretera, sin llegar a ser una autovía, se ha convertido en una vía rápida con arcenes considerablemente anchos y guardarraíles a ambos lados.

Other books

Almost Friends by Philip Gulley
How to Look Happy by Stacey Wiedower
Dead and Gone by Andrew Vachss
Vivian In Red by Kristina Riggle
Wreckless by Bria Quinlan
Day of War by Cliff Graham
Somebody Like You by Beth K. Vogt
Acceptable Behavior by Jenna Byrnes
The Alpha Prime Commander by Kelly Lucille
False Front by Diane Fanning