Fin (31 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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Pero algo les distrae, un movimiento que sus ojos han captado vagamente, en un extremo de su campo de visión. El movimiento proviene de una de las papeleras: allí hay otro perro, otro galgo, en este caso negro, que rebusca en posición rampante, metiendo el hocico delgado, famélico, en una de las bocas de la papelera. Alzado sobre sus patas traseras, con su color negro y su cuerpo más estirado todavía, más rectilíneo, con sus poderosas ancas tensas por el esfuerzo, el animal tiene un aspecto cómico, pero también inquietante.

—Ha olido el bocadillo que has tirado—dice Ginés.

—No me gustan esos bichos—dice Amparo, frunciendo el ceño—. Me dan miedo.

—Buscan comida—dice Ginés.

—En la tienda quedaban cosas—apunta María.

—Sí—dice Ginés—, pero empaquetadas.

—Pues entremos y les sacamos... ¡ Ay! ¡ Qué susto!

María se ha sobresaltado al notar en su mano un extraño tacto, una caricia húmeda y cálida, que resulta ser el leve toque de un hocico, de una lengua que no pertenece a ninguno de los tres perros hasta ahora vistos, sino a un nuevo ejemplar, también negro pero con alguna mancha blanca, tan sinuoso, tan pintoresco, tan galgo como los otros tres. Amparo, que ya estaba al lado de sus dos compañeros, retrocede bruscamente al percibir la presencia del animal.

—¿Adónde vas?—le dice María—. No hacen nada, mira: me lamía porque aún debo de oler al emparedado...

—Son de pura raza...—no puede menos que exclamar Ginés, al ver la extrema delgadez y al mismo tiempo la poderosa musculatura de los animales, su cabeza exageradamente alargada, puntiaguda, en la que los ojos sobresalen ligeramente saltones, como si no encontraran sitio para incrustarse en un cráneo tan estilizado.

—Pero... ¿por qué hay tantos?—dice Amparo, puerilmente quejosa, mientras que María, sonriente, juguetea con el galgo que la ha lamido. El animal parece más interesado en recoger los restos del aroma a comida que en recibir caricias, pues rehúye escurridizo la palma que intenta posarse sobre su cabeza, para después buscarla con la humedad de su hocico, devolviendo en cosquillas lo que ha rechazado en caricias.

—¿Por qué... por qué hay tantos?

Lo cierto es que han aparecido algunos ejemplares más, añadiendo el marrón, el crema, un blanco sucio, ligeramente moteado, a la gama cromática de tonos cenicientos. No se sabe muy bien de dónde salen, pero siguen llegando, por separado o en pequeños grupos. Hasta que llega un momento en que se pierde la cuenta, y si al principio sorprendía la rareza de cada individuo, lo que empieza a asombrar ahora es el número, la entidad de lo que a todas luces ya es una jauría de ejemplares tan atléticos como, de momento, discretos y suaves en sus movimientos.

—Se habrán escapado de un canódromo...—dice Ginés—o de un camión que los transportaba. A lo mejor chocó, en el apagón, y...

Ginés se queda fascinado mirando a María. La chica sonríe con cierto asombro, rodeada ahora por cuatro o cinco perros que alargan la cabeza hacia sus manos, pues otros ejemplares han venido a sumarse al anterior, atraídos por aquello—fuese lo que fuese—que aparentemente estaba recibiendo su compañero.

—Amparo—dice Ginés, apartando la vista de la escena—. ¿Sabes si hay algún canódromo por...?

Ginés enmudece. Amparo está inmóvil, con los brazos a la altura de la cabeza, petrificada por el pánico, cerrando los ojos en una contracción de todas sus facciones, abriéndolos de vez en cuando para mirar hacia abajo y ver que la tortura no ha acabado, que el horror sigue fluyendo a su alrededor. En realidad, lo que la rodea, a la altura de sus caderas, no es más que una profusión, una abundancia tal vez excesiva, un oleaje de lomos curvos y ondulantes, en los que se marcan una a una las vértebras. Pero las aguas, en su avance, las aguas pardo grisáceas, se abren y rodean a la aterrorizada mujer sin apenas tocarla.

—Mujer...—dice Ginés—, no hacen nada.

Pero él mismo empieza a sentir cierta inquietud al ver el ámbito entero de la gasolinera invadido por los galgos, olisqueantes, curiosos; al ver la aglomeración, mucho más apretada y bulliciosa, que se produce en torno a la papelera, en la que convergen los afilados hocicos, y también en el lugar en que estaba el bocadillo, ya invisible, tapado por un rebullir de cuerpos inquietos, bruscos, generando los primeros ladridos secos, agudos, como la anatomía de sus emisores.

Pero sobre todo le inquieta a Ginés la acumulación en torno a María, las bocas cada vez más codiciosas, más atrevidas, los primeros dientes que presionan la mano, todavía sin apretar, como si la sopesasen, como si el mordisco camuflado, al descuido, no hubiera sido más que un travieso exceso de confianza. Ginés mira el rostro de María, y comprende que la chica empieza a tener miedo; y al mismo tiempo se da cuenta de que en su bicicleta, a sus espaldas, está ocurriendo algo parecido, y que los perros, amontonados, pugnan por meter la cabeza en una de las alforjas de la bici, cuya tapa de lona Ginés tuvo la precaución de cerrar.

—Chicas—dice Ginés lentamente, sin alzar la voz, esforzándose en controlar su nerviosismo—, vamos a subir a las bicis... despacio... despacio... sin hacer movimientos bruscos...

María empieza a darse la vuelta lentamente, para quedar de nuevo de cara a su bicicleta. Su movimiento de rotación produce una agitación nerviosa, un vago movimiento de protesta en la piña de cuerpos que gusanean a su alrededor, en el panorama de hocicos levantados hacia el cielo y dientes al descubierto.

—Dame la mano... ¡ Dame la mano!—dice entretanto Ginés, alargando su brazo, tendiendo un puente hacia Amparo que está bloqueada, petrificada, incapaz de salir de su inmovilidad. Finalmente, Ginés consigue atrapar su mano y empieza a tirar de ella, y Amparo se desplaza rodeada de perros, apartando sus cuerpos al avanzar, como el bañista que entra en el mar y se estira de puntillas, y esconde el estómago, intentando hurtarlo el mayor tiempo posible al contacto del agua demasiado fría.

Amparo va con los ojos cerrados, con el rostro crispado por una mueca de repulsión y sufrimiento; sólo mira para abajo fugazmente, de vez en cuando; pero Ginés la va guiando y la deja al lado de su bicicleta, y allí Amparo se sobrepone un poco, porque los galgos han ignorado precisamente su bici, que es la única que no lleva alforjas, y la menor densidad en la presencia canina le permite subir a la bicicleta y ponerse en disposición de salir.

María, entretanto, lo tiene un poco más difícil. Ha empuñado el manillar, y ahora está intentando pasar una pierna al otro lado del asiento. Pero su rostro revela una tensión máxima y un titánico esfuerzo de autocontrol, porque los canes que la rodean cada vez son más exigentes, más atrevidos, cada vez su renuente acercamiento se parece más a la agresividad, y ya los dientes sujetan un pie, una muñeca, ya un colmillo se ha enganchado y tira del pantalón, atravesando, de momento, tan sólo la tela.

Ginés ve el sufrimiento de María, pero tiene problemas más perentorios que resolver: su propia bicicleta está hasta tal punto rodeada de perros, es tan denso el confuso hormiguear en torno a la fatídica alforja, que sencillamente le resulta imposible acceder a la bici sin apartar de alguna manera ese conglomerado de cuerpos animales, de patas y lomos y cuellos en movimiento.

Ginés se queda anonadado por unos instantes, sin saber qué hacer. Parece mentira que los galgos no hayan despedazado ya la alforja a dentelladas; es como si su natural delicadeza les impidiera ser más expeditivos. Pero al mismo tiempo resulta terriblemente inquietante y amenazador pensar que sólo hay una fina membrana que separa la contención de la masacre, y que esa membrana se está tensando hasta la exasperación, y sólo hace falta una sutil aceleración, un movimiento más brusco, para que se desate todo el poder contenido de la jauría.

Entonces ocurre algo inesperado. La bicicleta de Ginés pierde el equilibrio como resultado de los tirones que sufre la alforja, cae hacia un lado, y los galgos se apartan bruscamente, rehuyendo el impacto de la estructura de acero. Ginés aprovecha el momento de confusión de los perros y se lanza sobre su bici, y se sube encima, no sin antes haber abierto y sacado de la alforja el recipiente de plástico cuyo contenido tanto atrae a los animales.

—¡Vamos! ¡Arranquemos ahora!—grita Ginés.

—¡No puedo!—dice María gritando, sollozando.

Ha conseguido sentarse en la bici, incluso poner un pie en el pedal, pero da la impresión de que los perros la retienen, la clavan al suelo tirando con los colmillos de los calcetines, de los cordones de sus bambas, y que en verdad le resulta materialmente imposible hacer girar los pedales. Lo cierto es que no puede arrancar, y en cambio corre el peligro de caer hacia un lado, maniatada a su bicicleta.

Entonces Ginés, levantando los brazos—porque los galgos a los que asustó la caída de la bici han vuelto ya, y le están rodeando, y alzan las cabezas hacia su codiciada presa—, saca el medio emparedado de su envase de plástico, y lo lanza lo más lejos que puede, en la dirección contraria a la que señalan las bicicletas.

—¡Ahora!—grita, al tiempo que deja caer todo su peso sobre los pedales.

En la jauría se ha producido un movimiento general, un replegarse y converger hacia el lugar en el que ha caído el bocadillo. Los ciclistas lo aprovechan para salir, pedaleando con todas sus fuerzas, hacia el lugar en el que la salida de la estación de servicio converge con la carretera. Pero al notar el movimiento de huida, algunos galgos, los más alejados del festín y también—por lo tanto—los más cercanos a María, vuelven hacia ella y persiguen con sus fauces los pies en movimiento, y uno de ellos se queda unido a la bici, con la cabeza describiendo círculos, con los colmillos enredados en los cordones, mientras que otros, con acercamientos rápidos como picotazos, intentan morder las piernas indefensas, cubiertas tan sólo hasta la mitad de los muslos por el pantalón de ciclista.

Entonces María lanza un grito desesperado, un chillido desgarrado y desgarrador, profundamente animal, que estremece a Ginés y Amparo y además tiene la virtud de asustar a los tres animales que todavía la acosaban, que se separan bruscamente de ella y quedan atrás en cuestión de segundos.

Ahora las bicis ya pisan la carretera, ya enfilan la bajada que providencialmente les espera, en dirección a La Capital, ya empiezan a coger velocidad, cada vez más velocidad; y las piernas siguen empujando los pedales con todas sus fuerzas, y nadie se atreve a mirar atrás, y tan sólo Ginés, con la voz deformada por el esfuerzo, le pregunta a María una y otra vez «¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Te han mordido?». Hasta que María, sin dejar de pedalear, abandona su enigmático silencio y dice, con una mezcla de rabia y amargura:

—¡Calla! ¡Estoy bien! ¡Cállate y dale caña!

Los ciclistas pedalean sin descanso por espacio de unos cuantos kilómetros. No pronuncian ni una palabra, no hace falta que nadie diga nada para saber que la evidente consigna es poner tierra de por medio y alejarse lo más posible, lo antes posible, de la gasolinera. Ya deben de llevar unos diez minutos pedaleando, y acaban de remontar una pendiente bastante prolongada, y la pendiente acaba en un alto, una especie de mirador desde el que se avizora el paisaje y se ve la prometedora bajada que empieza una veintena de metros más allá. Pero antes de que las bicicletas adquieran de nuevo velocidad, María se para en seco y echa pie a tierra.

—Parad un momento. Me mordió... me mordió uno de esos cabrones.

María deja caer a un lado la bicicleta, y gira la cabeza hasta mirar su pantorrilla derecha, en la que se aprecia una pequeña herida, un punto rojizo del que mana un hilillo de sangre. Ginés ha bajado de su bici precipitadamente, dejándola caer al suelo, y ya está arrodillado al pie de María, examinando el aspecto de la lesión.

—No parece muy profunda—dice, alejando la cabeza y entrecerrando los ojos, al tiempo que manipula la piel en torno a la herida—... lo justo para clavarte el colmillo ¡y el otro también! Se ve la marca de los dos, pero el otro no ha llegado a hacerte sangre, no llegó... no ha profundizado. ¿Te duele... cuando pedaleas?

—No, no. Sólo me escuece un poco.

—No debe de haber llegado ni al músculo.

—No es nada—dice María, con el gesto de malestar de quien se espanta una mosca—sólo... hay que echar agua oxigenada en cantidad, y yodo.

—Trae el botiquín—dice Ginés dirigiéndose a Amparo—, menos mal que pillamos el botiquín...

»¡Vamos, está ahí—señala Ginés, al ver que Amparo permanece inactiva—, en la alforja que ha quedado arriba!

Pero Amparo sigue agarrada a su bicicleta, mirando a María, a su herida, con una especie de atónita repulsión.

—¿Y si tenían la rabia?—dice, sin desviar ni un milímetro la mirada.

Ginés le lanza a Amparo una mirada seria, cargada de censura, y se pone en pie para coger él mismo el botiquín.

—Eran galgos de carreras, de competición—dice, mientras rebusca en la alforja—; esos animales están muy bien cuidados, los miman, seguro que están vacunados de todas las enfermedades posibles... De todas formas... no estaría de más buscar... en alguna farmacia o...

Ginés se arrodilla de nuevo junto a María y abre el botiquín, y saca un frasco de color amarillo y un rollo de gasa envuelto en plástico.

—No, el agua oxigenada—dice María, con expresión contrariada, impaciente.

La chica se agacha y coge ella misma el botellín del agua oxigenada, le quita el tapón, esboza un gesto de fastidio y se pone a mordisquear el otro tapón interior que viene sellado.

—¡Mierda!—dice después de algún intento infructuoso.

Ginés, mientras tanto, ha sacado una pequeña lanceta que hay en el botiquín; le coge la botella a María y corta a ras el pitorro de plástico, y empieza a rociar cuidadosamente la zona de la herida, ayudándose con un trozo de algodón.

—No, así no—dice María, tal vez con excesiva brusquedad—, tiene que ser... un buen chorro y...

Al final María se hace con la botella y, siguiendo sus instrucciones, Ginés manipula la piel, la pantorrilla tersa y morena, sin asomo de vello, hasta que la incisión hecha por el animal queda al descubierto, lo más abierta posible, y entonces María dirige al agujero un chorro delgado y mordiente, apretando la botella con todas sus fuerzas.

—Lo importante es que penetre—dice apretando los dientes, crispando el rostro, no se sabe si por el esfuerzo de estrujar la botella o por el escozor que ya debe de estar sintiendo—, la mitad de los microbios son anaerobios.

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