Fin (30 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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—Hay un sitio en el que no hemos mirado—dice apartando la comida a un lado de la boca, con la vista fija, aparentemente, en los surtidores de gasolina.

—¿Qué sitio?—dice María.

Ginés tarda tres o cuatro segundos en responder, lo justo para que su silencio empiece a llamar la atención. Finalmente engulle el bocado con precipitación y dice, sin dejar de mirar al frente:

—En el tanatorio.

—Joder...—dice María.

Ahora se produce un silencio un poco más largo. María se queda inmóvil durante unos instantes; después gira la cabeza y mira a Ginés, pero éste sigue en la misma posición, como si estuviera contemplando los surtidores: tan sólo ha bajado un poco el bocadillo, hasta apoyar los antebrazos sobre los muslos. Amparo en cambio no ha tenido la menor reacción: como si las palabras de Ginés no hubieran llegado a sus oídos, continúa toqueteando en el teléfono cada vez más encorvada, cada vez más atenta a su muda pantalla.

—¿Y eso...?—dice María cautamente, como si temiera la respuesta.

—Tengo curiosidad—responde Ginés, con una entonación que se esfuerza en resultar neutra—. Si la gente no ha sido evacuada, sino que... desaparece... habría que ver si alguien que ha... fallecido, que ha fallecido recientemente...

—Recientemente...—repite María, en actitud pensativa.

—Sí, recientemente... pero antes del apagón—dice Ginés, acercando de nuevo la comida a la boca, pero sin llegar a tocarla.

María aparta la vista de Ginés, mira hacia el suelo unos segundos, en actitud pensativa, y luego, de repente, levanta la cabeza.

—A lo mejor no había nadie—dice, mirando de nuevo a Ginés—, ningún muerto... no sabemos si cada día... ¿Cuántos habitantes tiene...?

—No sé...—dice Ginés, dubitativo—, antes eran... en mis tiempos...

—Cuarenta mil.

La cifra la ha dado Amparo. Ginés y María miran hacia ella, sorprendidos, pero Amparo sigue encorvada sobre el teléfono, atenta, silenciosa. Si no fuera porque su voz es inconfundible, se diría que no ha sido ella la que ha hablado.

—¡Caramba... sí que ha crecido!—dice Ginés—. Sí, entonces sí... no soy experto en estadística, pero... De todas formas, podemos... podemos probar en La Capital. Allí... allí sí que no falla.

—¡Se ha encendido!—exclama de pronto Amparo—. ¡Mirad, se ha encendido!

María y Ginés se levantan de un salto y rodean a Amparo.

—¿Cómo? ¿Qué se ha...? ¡Déjame ver!—dice Ginés, pugnando por que Amparo le muestre el móvil que atesora entre sus manos, a un palmo de la cara.

Amparo continúa sentada, y Ginés y María revolotean con ansiedad en torno a su silla. Acercando la cabeza a la de ella, intentan ladear el teléfono, sujetándolo a través de las manos de su dueña, que lo tiene firmemente agarrado.

—A ver—dice Ginés, cuando por fin consigue ver de frente la pantalla—. Pero... no funciona. Está apagado...

—¿Cómo que no?—dice Amparo—. ¡Sí que funciona, mira!

De pronto el entusiasmo de Amparo se transforma en perplejidad, que a su vez se va convirtiendo en una especie de ofendida susceptibilidad.

—Antes... antes iba, y vosotros...—dice, sin dejar de mirar al teléfono—vosotros lo habéis apagado con tanto toquetear...

María y Ginés se miran un momento, en silencio. Sus miradas son serias, tácitas, cargadas de significado.

—¡Mira! ¿No ves?... No hace nada, pero se enciende—dice Amparo, renaciendo en su entusiasmo.

—Amparo... No se ha encendido. Es el reflejo del cielo que te ha engañado—dice Ginés, grave, triste, casi avergonzado.

—¡Venga, hombre! ¡Si lo sabré yo!—protesta Amparo—. Ves, ya se ha vuelto a apagar, es cuando lo tocáis... Se ha encendido. No hacía nada, pero se ha encendido. ¡Vamos ... como si no supiese yo qué es lo que he visto!

Ginés y María se miran de nuevo con la misma mirada que han cruzado hace unos instantes. Se diría que ninguno de los dos quiere intervenir, replicar a Amparo; que cada uno espera que sea el otro el que tome la palabra. Pero Ma ría niega implícitamente, con un gesto de abatimiento, y es Ginés el que habla a una Amparo que no mira a sus ami gos, que acaso no quiere mirarlos, atenta, ficticiamente, a su absurdo teléfono.

—Bueno... es igual, Amparo—dice Ginés—, es igual, no importa, no... no tiene importancia, tal vez sí, tal vez... no hemos mirado bien y... de todas formas da igual; si no funciona...

—¡No me hables como si estuviera loca, ¿vale?!—estalla Amparo, levantándose bruscamente de la silla—. ¡Tú siempre vas de listo! Eres... eres la máxima autoridad. ¡Ni que fueras el papa de Roma! ¡Hemos ido a donde tú has querido, te hemos... te hemos seguido, has hecho que llegáramos... que llegara a creer que tú nos salvarías, que teníamos salvación... cuando ni tú mismo te lo creías! ¡Eso... eso es lo que me da más rabia!...

—¡Qué sabes tú lo que cree o no cree Ginés!—dice María.

—¡ Lo sé mejor que tú, guapa, lo sé mejor que tú!—dice Amparo encarándose con María—. Pregúntale... pregúntale a tu flamante novio, escarba un poco y verás... Mira... ni siquiera me caes mal, no es culpa tuya. Ginés... Ginés te sigue, te sigue el juego, es normal... se esfuerza en agradarte, no quiere... no quiere que se rompa la idea que te has formado de él, y supongo... supongo que también le gustaría creer, creer en lo que tú dices, pero en el fondo...

—En el fondo, ¿qué?

—¡Pues que él estuvo ahí y tú no! Si hubieras estado ahí, si hubieras... si hubieras visto cómo se puso... si hubieras estado allí aquel día, tú tampoco tendrías ninguna esperanza...

—¡ Ya estamos otra vez con eso!—dice María—. ¡Esto es... esto es un... un puto diálogo de sordos, joder! ¿Pero es que no has visto... no has visto cómo estaba...? Es Villallana, es una ciudad de cuarenta mil habitantes: no es... no es una urbanización. ¡Y no había un alma! ¿Qué más tienes que ver para darte cuenta de que aquí ha pasado algo gordo, algo que no tiene nada que ver con ese pobre tipo, ni con... con... vuestros malditos problemas de conciencia?

—Tú no lo viste. ¡Fue algo horrible!—dice Amparo—•. Cuando se dio cuenta, cuando descubrió el pastel ...le salía, le salía espuma por la boca y... los ojos... los ojos... estaba como en trance, y dijo... dijo aquellas cosas... lo predijo todo, todo lo que está pasando.

La vista de María viaja con incredulidad, con una especie de interrogante repulsión, de Amparo hacia Ginés. Ginés desvía la mirada y dice, en actitud evasiva:

—Citó algunas frases, cosas de La Biblia... «No quedará piedra sobre piedra»... lo de la estatua de sal... Babilonia y Nínive... cosas...

—¡Es todo lo que está pasando!—exclama Amparo.

—¡Nadie habla ahora contigo!—dice María, cortante, sin ni siquiera mirar a Amparo—. ¿Y todo eso... fue en el guateque ése, cuando descubrió... ?

—Fue una especie de ataque de histeria—dice Ginés incómodo, como si deseara acabar con el tema cuanto antes—, alguno pensó que hasta podía ser epilepsia...

—No se habla mientras se tiene un ataque de epilepsia—recuerda María.

—Ya lo sé, pero en el momento...

—Tú te quedarás—dice de pronto Amparo, mirando a María.

—¿Qué quieres decir?—dice María.

—Sí. Tú te quedarás. Serás la última...

—¡Vaya, hombre, gracias!—dice María—. Me dejas un panorama estupendo: sin mi novio, sola en el mundo... no, sola no: con la compañía de algunos animales salvajes. ¡No te jode!

—Eso ya es tu problema.

—¡Basta, por favor!—dice Ginés—. Intentemos... intentemos permanecer unidos, ya estamos... ya estamos cerca de La Capital. Si en algún sitio puede quedar alguien es ahí, en una gran ciudad de... millones de personas. Démo nos... démonos esa última oportunidad.

—¿Y por qué? ¡A ver...!—dice Amparo, con airada rebeldía—. ¿Por qué ir a La Capital? Desde el primer momento nos has querido llevar ahí... ¿Por qué no ir para allá... o para allá?—añade señalando teatralmente a un lado y a otro.

—Es verdad, ¿por qué?... De todas formas vuestro «todopoderoso» Profeta—dice María, enfatizando burlonamente la palabra—nos perseguirá allá adonde vayamos, y apartará a cualquier ser humano...

—Por favor...—dice Ginés—no me lo pongas tú ahora más difícil; tú no, por favor...

—¡Pero si es que ya no sé a qué... a quién estoy ayudando! Ya... ya no sé quién eres, no... ¡Ahora me doy cuenta de que no... no sé nada de ti!

Ginés mira a María con extrañeza, vagamente anonadado. Parece que no acierte a pronunciar la respuesta que las palabras de María le han sugerido.

—Sabes lo mismo que sé yo...—dice al final, desviando la mirada—, bastantes problemas tengo a veces para saber quién soy...

María guarda silencio durante unos segundos, mira distraídamente a Amparo, que parece haberse desentendido de la conversación y toquetea de nuevo su teléfono móvil. Pero no es en Amparo en quien ahora está pensando.

—Tú también crees en lo del Profeta, ¿verdad?—dice de pronto mirando a Ginés, con una serenidad resignada, fatalista.

—¡Si creerá... que a lo mejor hasta está compinchado con él!—dice Amparo, levantando un momento la vista del teléfono.

Ginés se lleva una mano delante de los ojos, se masajea la frente con lentitud al tiempo que niega con la cabeza y expulsa el aire ruidosamente, como si se sintiera abatido por un gran cansancio.

—Lleguemos a La Capital —dice, mostrando de nuevo su rostro—. Sólo os pido eso... Y a partir de ahí que cada uno haga lo que quiera... Yo también estoy cansado de tirar del carro...

—Nos lleva al matadero—dice Amparo, con la misma escalofriante indiferencia de su última intervención—. Pero él tampoco se va a salvar. A lo mejor tú...

—¡Basta ya!—grita María, en un inesperado estallido—. Si vas a venir con nosotros, te guardas tu mierda para ti, ¿vale?... Todos pensamos cosas malas, pero... nos jodemos, y no andamos rallando al personal, sobre todo cuando estamos así... así de jodidos.

Por unos instantes todos permanecen en silencio. Sólo se oye el canto de las cigarras, y la respiración agitada de María, que hace subir y bajar su pecho. Amparo, por su parte, esboza un mohín desdeñoso, y vuelve a concentrarse en su teléfono móvil.

—¿Podremos llegar hoy a... a La Capital?—dice María, encarándose de nuevo con Ginés. En su voz parece haber una excesiva frialdad, pero tal vez sea fruto del esfuerzo por serenarse, después del rifirrafe con Amparo.

—El problema no es si llegaremos hoy: el problema es
cuántos
llegaremos—dice Amparo en voz baja, como hablando consigo misma.

María ha oído, un movimiento de sus ojos lo delata;

pero está de espaldas a Amparo y opta por ignorarla. Ginés también obvia el comentario.

—No sé si llegaremos—dice, en actitud dubitativa—, depende de a qué velocidad...

—Yo no pienso dormir otra vez al raso—dice Amparo.

—Si no llegamos, nos faltará muy poco...—dice Ginés—, hay una zona residencial bastante pija, está a diez o quince kilómetros de La Capital... Buscamos uno, un buen chalet que tenga piscina y...

—Venga, vamos—dice María—, no perdamos más tiempo... de todas formas no parece que haya mucha hambre.

El sándwich de Amparo yace en el suelo, casi entero, junto a la silla que ésta ocupaba. En su camino hacia las bicicletas, Ginés y María recogen los suyos, que habían dejado precipitadamente sobre sus respectivos asientos. Con una expresión adusta, de incomodidad, María se desvía hasta la papelera más cercana, y tira allí lo que queda de su emparedado.

—No valía nada—dice, como para justificarse, caminando de nuevo hacia las bicis.

Ginés, en silencio, pensativo, recupera el envase de plástico, de forma triangular, y mete allí su sándwich a medio consumir, y después lo guarda en una de las alforjas de su bicicleta.

Ya han puesto las bicicletas en posición vertical, cuando los dos, al mismo tiempo, miran hacia Amparo.

Amparo viene despacio, desganada, mirando al teléfono móvil como lo haría una hija adolescente llamada por sus padres, hastiada del viaje y las horas de coche, en un área de servicio de cualquier autopista. Pero Amparo tiene más de cuarenta años, y el pelo cano, y un rostro curtido en el que las patas de gallo blanquean pálidas, rosadas, cuando levanta las cejas.

—Seguro que era él—dice mirando todavía el teléfono, mientras lo devuelve al bolsillo—. Al principio pensé que era otra cosa, pero ahora me doy cuenta de que era él, que se divierte jugando con nosotros.

Amparo mira a sus compañeros, y la expresión que ve en sus caras le hace darse la vuelta inmediatamente. Hay un perro detrás de ella, junto a las sillas en las que estaban sentados. El perro se agacha cauto, temeroso, por detrás de las sillas, y estira el cuello lentamente, centímetro a centímetro, hasta llegar con el hocico al sándwich que ha dejado Amparo; lo olisquea y empieza inmediatamente a comerlo a bocados, pero con delicadeza, con timidez, como si se esforzase en pasar desapercibido.

—¡Vaya! ¡Qué raros que son los galgos!—dice Amparo.

El perro, de color grisáceo, tiene todo el aspecto de un galgo de carreras: delgado, fibroso, con el hocico afilado y el espinazo curvo que sostiene una caja torácica ancha y redondeada en contraste con el vientre recogido, inexistente, y el remate de un rabo largo y filiforme que se esconde tímido entre las piernas, que busca el abdomen siguiendo el dibujo de la huidiza curva de la espalda.

—¡Es un galgo de carreras!

—Son más grandes de lo que yo pensaba.

—¡Mira, hay otro!

Distraídos como estaban mirando al primer animal, los tres ciclistas no han visto llegar al segundo, que ahora se acerca sigilosamente, hasta ponerse a la altura del afortunado devorador del bocadillo. Es un ejemplar de la misma raza que el primero, de la misma talla y con idénticas características físicas; sólo cambia el tono de su pelaje, que es efe un color pardo tirando a ocre. Con la misma suavidad en los movimientos, con la misma timidez, va acercando su cabeza a la merienda que el otro agita con sus mordiscos, hasta que al final, como al descuido, como quitándole importancia, atrapa y trasiega hacia su garganta, todo en el mismo gesto, un trozo mediano de emparedado que había caído al suelo. Entonces el primero, desmintiendo su apocada actitud, se eriza y gruñe por lo bajo, enseñando los dientes, en una amenazadora demostración de agresividad contenida.

El segundo galgo se ha apartado bruscamente, pero se queda a la expectativa a unos pasos de distancia, cebado por la dulzura de lo que ha probado, esperando obtener todavía alguna otra migaja. Mientras tanto, María y Ginés han dejado sus bicis recostadas de nuevo contra los surtidores. Los dos, lo mismo que Amparo, detenida a unos pasos de ellos, contemplan la escena en silencio, fascinados por la extraña anatomía de los animales, por su extrema delgadez entre estilizada y grotesca, por la ondulante levedad de sus movimientos.

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