Fin (25 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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A pesar de todo, el laberinto de calles y pequeñas placitas tiene un indudable atractivo, y una belleza un tanto melancólica. Cuando se llega a la zona más antigua y primigenia, al germen de la población, el suelo se ondula en repechos y bruscas bajadas y subidas empinadas en las que el cemento ha sido rayado en estrías horizontales para mejorarla adherencia de posibles vehículos. De todas formas, las calles son aquí tan estrechas que difícilmente podría pasar un coche, además hay tramos que discurren bajo techo, bajo arcos y túneles sobre los que el cúmulo de viviendas se eleva todavía dos o tres pisos.

Los caminantes pasan bajo una de estas bóvedas acelerando el paso, mirando hacia atrás, mirándose unos a otros constantemente, recontándose, sin ocultar su temor. El túnel no tiene más de diez metros, pero es suficiente para que a la mitad de su recorrido los rostros apenas se diferencien, y no se dibujen más que las siluetas a contraluz, contra la claridad que proviene de ambos extremos.

Por fin desembocan en una placita en la que hay una fuente, con un mosaico arcaico y agrietado. El perro les ha venido siguiendo, como si fuera un componente más del grupo, y ahora se ha parado imitando a sus guías, mirándolos con la boca abierta y la lengua colgante, con una mirada muy expresiva, como si les interrogara sobre el motivo de la parada. La plaza es apenas un ensanchamiento, un cruce en absoluto geométrico de cuatro callejuelas que allí convergen, dos de ellas bajo techo. La superficie de la plaza hace bajada, y tiene la suficiente anchura para que el sol llegue casi hasta el asfalto, iluminando la pared a cuyo pie está la fuente. Esta fuente queda a mano derecha, al lado mismo de la bocacalle por la que han aparecido los caminantes, en la parte más alta de la plaza.

—¡Mira, unas sillitas!—dice Maribel señalando a su izquierda, a un rincón en el que realmente hay cinco sillas, frente a una casa que tiene la puerta abierta.

—Qué raro...—dice Amparo—. ¿Qué harían aquí los críos...?

Las sillas son de estilos y materiales diversos, pero es verdad que hay tres, de enea, cuyas dimensiones resultan casi infantiles. No obstante, Nieves interviene enseguida para dar su explicación:

—No es que sean de niños—dice, agachándose ligeramente para acariciar el pelaje del perro, de un ocre tirando a pajizo—. Estas sillas le gustan a la gente mayor, para salir a tomar el fresco por la noche.

—Es verdad—dice María—, aquí no debe de haber más que viejos.

—Claro—dice Ginés pensativo, siguiendo sus propias reflexiones—, a la una de la noche...

—La sillita de la reina—dice Hugo, con el tono incoherente de los borrachos, mientras enciende un nuevo cigarrillo.

—¿Qué?—dice Ginés—, ¿probamos en la casa?

—Sí, miremos—dice Amparo—. En esta mierda de pueblo no creo que haya una tienda de ropa un poco decente. Yo pasaría de todo y buscaría ropa en las casas... Si está limpia...

—¡Ay, a mí me da no sé qué!—dice Maribel arrugando la nariz.

—Ropa aún—apunta María—, pero el calzado...

—Yo quería un bañador—dice Nieves.

—La sillita...—empieza a decir Hugo, pero se interrumpe y replica a Nieves, con retraso—. ¡Eso es igual, nenas: os bañáis en bolas y ya está!

—¿Y tú?—dice Amparo—, ¿tú también te bañarás en pelotas?... O eres de los que...

—A ti no—le replica Hugo sin demasiada lógica, haciendo bailar el cigarrillo encendido ante su cara—, a ti ya te buscaré yo un bañador si hace falta, y de cuerpo entero... Pero a otras...

Ignorado por sus compañeros, Hugo traza una parábola mirando sesgadamente a María, con sonrisa maliciosa, hasta caer sentado en una de las sillas, que se tambalea ligeramente cuando recibe su peso.

—El culito de la reina—dice Hugo, y a continuación alarga el brazo, el mismo que sujeta el cigarrillo, para intentar alcanzar al perro. Pero el perro esquiva la caricia con una ondulación de su cuerpo, y se queda a la distancia precisa para que Hugo no pueda tocarlo, inmóvil, mirando a algún punto concreto que parece llamar su atención.

—¡Tú, ven aquí!—dice Hugo, inclinando el torso hasta que la silla bascula sobre dos de sus patas. Al final llega a tocar al perro, pero éste se aparta un poco más, por puro instinto; y entonces, repentinamente, se pone en guardia, levanta las orejas y se queda un momento inmóvil, moviendo las aletas del hocico. Aparentemente no mira a Hugo, sino a Amparo, o a Ginés, y de pronto se da la vuelta y echa a andar, con un trotecillo ágil que le hace desaparecer en un instante calle arriba, por el mismo lugar por el que había llegado.

—¡Eh, perrito!—dice Nieves intentando retenerlo, ensayando unos silbidos bastante torpes—. ¿Qué le has hecho?—añade a continuación, encarándose con Hugo—. Ya le has tenido que hacer algo... ¿No le habrás quemado con el cigarro?

—¿Yo? ¡Pero si no lo he tocado!—protesta Hugo—, ¡vaya mierda de perro! Habrá olido algo... Ya sé: se habrá olido que te ibas a poner en bikini—añade, conteniendo apenas la risa.

—Ya volverá—dice Ginés malhumorado—. Y tú aguanta un poco la lengua... o no te dejaremos beber más.

—¿Ah, sí?—replica Hugo, arrastrando socarronamente los dos monosílabos.

Parece que va a decir algo más, pero le interrumpe Maribel:

—¡La fuente sí que da agua!—dice desde unos metros más allá, haciendo caer un chorro límpido en la taza reseca y polvorienta.

—Claro—dice Nieves—, debe de ser de manantial.

—Al menos los manantiales no se han...

Ginés se interrumpe al ver la extraña gesticulación que hace Amparo, como si quisiera imponer silencio.

—Chicos, chicos...—dice Amparo, en un susurro—, no os mováis... hay algo, hay alguien ahí.

—¿Dónde?

Amparo señala con la cabeza hacia la parte baja de la plaza. Ginés y María miran en esa dirección, pero no ven nada, nada más que cemento y paredes en sombra, y un arco de medio punto que se abre a otra calle parcialmente cubierta.

Los otros tres integrantes del grupo ni siquiera se han dado cuenta del aviso de Amparo. Pero el repentino silencio, la actitud inmóvil y expectante de sus compañeros, acaba por llamar su atención: Maribel deja de apretar el grifo de la fuente, cuyo chorro enmudece en poco tiempo; Hugo se levanta de la silla; y apenas han pasado unos pocos segundos cuando todos han visto ya lo que señalaba Amparo, cuando todos están mirando la zona baja de la plaza, el arco en sombra de la calle cubierta, la silueta corpulenta que se alza en su interior, inmóvil, erguida, recortada en negro contra la luz que incide por detrás, allí donde la calle se abre de nuevo a cielo abierto.

—¿Qué es...? Es una persona...

—Sí, eso... eso parece.

—Esta vez no dirás que estamos histéricas...

—Todavía... todavía no se ha movido.

—Pero es... es muy grande, ¿no?

Resulta difícil calcular las proporciones desde la distancia a la que se encuentran, viendo la figura solamente en silueta, sin rasgos ni extremidades; resulta difícil calcularlo cuando a uno le domina un miedo paralizante e irracional, pero efectivamente la silueta parece pertenecer a una persona corpulenta: a un hombre alto y, además, grueso; aunque hay algo indefinido—tal vez su prolongada quietud—que impide caracterizarlo definitivamente como humano.

—A... a lo mejor es una estatua...

—¿En medio de la calle?

—Pero, bueno, ¡esto es ridículo! ¿No estábamos deseando encontrar a alguien? Pues hablémosle.

—Es que no... no se mueve...

—¡Hola! ¡Buenos días!

—¡Se ha movido! ¡Ahora sí que se ha movido!

—Pero... ¿qué... qué tiene...? Lleva... lleva como un gorro.

—¡Oiga! ¡Oiga!

Ha sido María la única que se ha atrevido a llamar a la misteriosa figura. Los demás, incluso Hugo, incluso Ginés, han abandonado su actitud burlona, su escepticismo, para acabar coincidiendo con sus tres compañeras de juventud en una acobardada pasividad, incapaces de hacer algo que no sea asistir, con horror, al desenlace que provoque la acción de María.

El desenlace llega pronto. María da unos pasos en dirección al enigma, y entonces la figura, la negra silueta, se agacha hasta reducirse a un volumen redondeado, se remueve inquieta, y finalmente se aleja túnel abajo con un flanear de carnes pesadas, de oscuro pelaje ya definitivamente animal, más definido aún cuando deja la zona de sombra y permite ver, durante unos segundos, antes de desaparecer tras una curva, las orejas redondeadas, la cola corta, pegada al cuerpo, el trote característico, entre torpe y poderoso, de los plantígrados.

—¡Uñoso! ¡Era un oso! ¡Era... era un oso!

—Estaba de pie. Por eso...

—¿Un oso? ¿Y qué coño pinta un oso aquí?

—No sé... podría ser...

—Ahora los traen para aquí, de otros sitios. Están repoblando...

—Pero eso es en La Cordillera, no... no aquí.

—Por eso... por eso se escapó el perro.

—¿Cuántos somos? ¿Cuántos... cuántos éramos?

Nieves ha formulado la pregunta en un estado de visible excitación, mirando a sus compañeros con los ojos desorbitados, con rápidos movimientos de cabeza que tienen algo de gallináceo.

—Cálmate, por favor—dice Ginés—. Estamos todos.

—¡¿Pero cuántos éramos?!—insiste Nieves cada vez más alterada—. ¡¿No consigo recordar cuántos éramos?!

Los demás asisten a la escena con rostro atemorizado. La ansiedad de Nieves les ha impresionado, y las miradas saltan de una persona a otra, en un rápido recuento de los presentes. Tan sólo Hugo parece ajeno a lo que está ocurriendo: medio encorvado, se tapa los ojos con una mano, en una actitud que podría ser reflexiva.

—Nieves... Nieves... tranquila, estamos todos—dice Ginés acercándose a ella y poniéndole las manos sobre los hombros—, no falta nadie, somos... somos seis, ves: Amparo, Ma... Maribel, Hugo...

—¡No, pero éramos más! ¡Antes éramos más!

—¿Cuándo?—dice Amparo—. ¿Cuándo quieres decir?

—Marchémonos de aquí—dice Maribel, mirando a un lado y otro—. El oso podría volver...

—¡Basta ya!—dice de pronto María, apartando bruscamente a Ginés—, ¿es que no eres capaz... es que nadie es capaz de abrazar a esta mujer?

María abraza estrechamente a Nieves. Es algo más baja que ella, y tiene que empinarse un poco para quedar mejilla con mejilla.

—¡Es que...—lloriquea Nieves—, siempre pasa cuando... siempre desaparecen cuando hay algo... cuando estamos distraídos!

—No, no te preocupes—dice María hablándole al oído—, recuerda lo que dijo Ginés: todavía no han pasado doce horas, aún falta mucho y, además, esto se va a acabar... esto se tiene que acabar.

Ahora nadie mira a las dos mujeres abrazadas. La atención se ha desviado hacia Hugo, que ha empezado a emitir una especie de gemido prolongado, gorjeante, que se va debilitando hasta interrumpirse por completo. Hugo sigue tapándose los ojos, y además da la espalda a sus compañeros, de modo que éstos no tienen ninguna pista de lo que le puede estar ocurriendo. Sólo ven que el gemido vuelve, ahora a impulsos entrecortados que agitan, que sacuden la espalda de Hugo en repetidos espasmos.

—¡Hugo!—grita Amparo—. ¿Qué le pasa?

—Buenos días, señor oso—dice Hugo mostrando su rostro, congestionado por una risa que a duras penas puede controlar para vocalizar las palabras—, sería tan... tan amable de indicarnos dónde... dónde está la piscina...

Hugo se interrumpe, ahogado por una explosión de carcajadas que agitan su cuerpo durante un buen rato. Después de varios intentos infructuosos de retomar la palabra, consigue por fin articular de nuevo alguna frase, hipando de risa, secándose las lágrimas, interrumpiéndose a cada poco para dejar escapar nuevas risotadas.

—Y el muy cabrón va... va y se da media vuelta y... y si te he visto no me acuerdo...

Hugo vuelve a desternillarse de risa. Los demás le miran severamente, sin participar en nada de su hilaridad; también María y Nieves, que al final se han separado, y Nieves ha dicho, avergonzada: «Debo oler a... a perros» casi al oído de María, que ha respondido con un cálido «No te preocupes, todos estamos igual». Pero Hugo continúa con su fiesta particular, incapaz de contener la risa, excitándola con nuevos comentarios destinados a recrear la escena.

—Oiga... oiga, por favor—dice, sujetándose el estómago—, ¿eso... eso es un sombrero o... o son las orejas?...

La risa vuelve con una intensidad que no parece que vaya a decrecer. Hugo está en esa fase en que la risa ya empieza a resultar molesta, pero todavía no merece el esfuerzo de intentar frenarla, sobre todo cuando resulta tan fácil provocarla de nuevo.

—Buenos días señor oso... ¿Qué tal la familia?

—Bueno, vale ya, ¿no?—le corta Ginés elevando la voz.

—Pero ¿qué pasa?—replica Hugo con el rostro todavía sonriente—, es que... es que me ha hecho... me ha hecho gracia cuando...

—¡Basta ya! Que haya osos por aquí no es precisamente para tomárselo a risa.

El solo hecho de oír la palabra «oso» desencadena en Hugo un nuevo ataque de risa.

—Es que estaba ahí, de pie, y ésta... ésta va y le dice...

—¿Te quieres callar? ¡Imbécil!—restalla la voz de Ginés.

Por unos instantes todo queda en silencio. Todos miran a Ginés, que respira profundamente, como después de un gran esfuerzo. Hugo se ha quedado inmóvil, y la mueca carcajeante va desapareciendo de su rostro, desdibujándose hasta quedar congelada en una sonrisa amarga y burlona.

—Tendrías que ser más comprensivo—le dice Maribel a Ginés—. Tú no has perdido a tu mujer... ya me entiendes...

De nuevo flota el silencio sobre el grupo; se escucha incluso el rozar del aire en las dilatadas aletas de la nariz de Ginés, que mantiene los ojos bajos.

—¿Qué?—dice Hugo—. ¿No me pides perdón?

—No me importa—dice Ginés amasando cada palabra—que nadie beba o coma hasta reventar, o que haga con su cuerpo lo que le dé la gana. Pero lo que no... tolero es que se insulte a las personas, o que... o que se hagan cosas que puedan minar la moral del grupo.

—¿Ah, sí?... A la orden mi teniente. ¿Y... y por qué tenemos que hacerte caso a ti? Maricón.

—Va, venga, marchémonos de aquí—dice Ginés echando un vistazo a la plaza—, está claro que por aquí no vamos a encontrar...

—He dicho «maricón»—insiste Hugo.

—Sí, Hugo, has dicho «maricón»—replica Ginés pacientemente—, todos lo hemos oído. Vamos, todos, volvamos por donde hemos venido, alejémonos de aquí. A saber si el oso habrá ido a por refuerzos...

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