Fin (14 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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El rostro de Maribel muestra su acostumbrado maquillaje, y su rizado de peluquería aparece tan artificioso y tan cuidado como siempre. Sólo en la cercanía, y bajo la inmisericorde luz del sol, se aprecia alguna sutil diferencia con respecto a la imagen rotunda y sin fisuras que mostraba anoche: una calidad más acuosa en los ojos, menos umbría a pesar del rímel y la sombra suavemente difuminada; alguna arruga más en tomo a los párpados, como si el maquillaje fuese ahora, realmente, una capa de pintura, una serie de trazos y pigmentos sobre el verdadero rostro, como si se notara un imperceptible clarear en la coloración del cabello cerca de las raíces, un ligero apelmazamiento de los rizos en la zona de la nuca.

Cuando subía por el camino, riendo a carcajadas con sus compañeras, Maribel llevaba puestas unas gafas de sol anchas y redondeadas, a la última moda, pero se las ha quitado al llegar a la plaza, y ha continuado sonriendo mientras Ibáñez hacía las primeras preguntas, mientras María se juntaba con Ginés y lo abrazaba por la cintura, con total naturalidad, mientras Cova decía «¿Qué?, ¿Has descansado bien?». Y entonces Maribel, al darse cuenta de la presencia de Hugo, se ha avergonzado repentinamente, sin poder evitarlo. Su rostro ha reflejado esa turbación, y también el esfuerzo que hacía inmediatamente para mirarle a la cara fugazmente, y saludarle con forzada naturalidad, con impostado optimismo:

—Hola, Hugo.

—Maribel...—le responde éste—. Ya me han explicado. No te preocupes: cuando se le pase la tontería volverá, ya verás. Yo también soy hombre y... al final siempre volvemos, de verdad, aunque estemos siempre quejándonos...

—Gracias, Hugo—dice Maribel—. Ya he hablado... ya hemos hablado de eso esta mañana. Ahora lo único que me preocupa es que podamos volver a casa a una hora decente, o al menos llamar por teléfono. Les dijimos... les dije a los niños que volveríamos al mediodía.

—Hombre... al mediodía ya no creo. Pero esta noche cenamos en casa, eso te lo digo yo, aunque tengamos que ir a pie hasta Somontano.

—¡ Ay, no, por favor, espero que no! Espero que la cosa se solucione antes.

Nadie ha atendido al cruce de palabras entre Maribel y Hugo. Se les ha ignorado discretamente al ver que éste tocaba el tema sensible. El grupo se ha apiñado instintivamente en la esquina que ocupaban los tres hombres, bajo la sombra del eminente roble. Mientras Hugo y Maribel hablaban, Ibáñez ha preguntado, sin más preámbulos, por el resultado de la expedición.

—Hemos visto la tienda—ha respondido Nieves—, bueno, en realidad había dos tiendas; pero de sus ocupantes nada de nada.

—¿Y habéis mirado dentro? No sea que estuvieran durmiendo—insiste Ibáñez.

—Mira, íbamos cinco—dice Amparo respondiendo a Ibáñez—, y da la casualidad de que ninguna de las cinco es tonta. ¡Pues claro que miramos! Y primero les estuvimos llamando, un buen rato, a ver si respondía alguien. Pero nada, ni un alma.

—Los escaladores se levantan temprano—dice Cova—, lo raro sería que los hubiéramos encontrado.

—Oye
y...
¿os fijasteis... os fijasteis si había... si había cosas dentro de las tiendas?—dice Ginés dubitativamente, con sucesivas pausas, como si construyera la pregunta, cuidadosamente, a medida que la va planteando—. Quiero decir... si se habían dejado algo o... ¿quién fue... quién miró dentro de las tiendas?

—En la más pequeña miré yo—dice Nieves—, pero no sé a dónde quieres ir a parar. Claro que había cosas: los sacos... y ropa; la gente no sale a escalar cargando con todo el equipaje.

María va a decir algo, probablemente en torno al mismo tema, pero no llega a pronunciar la primera palabra, porque Ibáñez les interrumpe en ese momento:

—Es igual; el caso es que no estaban—dice con impaciencia—. Y no sabemos cuándo volverán; pueden tardar horas.

—Eso sin contar que a lo mejor están tan colgados como nosotros—dice Hugo.

—A ésos les da igual—dice Amparo—, para escalar no necesitan electricidad.

—No te creas—dice María—, a veces tienen que hacer agujeros en la roca; lo hacen con un taladro pequeño, de batería.

—Pero éstos seguro que no—dice Hugo—, éstos deben de ser de los de escalada libre; Ibáñez dice que iban con esas mallas ajustadas que llevan, como de saltimbanquis...

—¿Y dónde se escala por aquí?—dice Cova—. A lo mejor los podemos ver, aunque sea de lejos.

—En las paredes del desfiladero—le responde Ginés—. Pero no se ven desde aquí, ni mucho menos; hay que hacer una buena caminata.

—Olvidémonos de los escaladores—dice Ibáñez—. Yo sugeriría que nos pongamos en marcha cuanto antes.

—¿Ah sí? ¿Y adónde vamos a ir?—dice Amparo.

—A la urbanización. O a donde decidamos ahora entre todos que hay que ir. Pero rápido, que ya hemos perdido mucho tiempo... y además ahora empieza a hacer calor.

testa Amparo—, ¿cómo no va a haber nadie en toda la urbanización, un domingo por la mañana? Además, al desfiladero también se puede bajar por el otro camino, el del colmenar, que está después de la urbanización.

—Sí—dice Hugo—, pero entonces te pierdes toda la zona de los rápidos, que es la más bonita...

—Pero, vamos a ver—replica Amparo—, ¿se trata ahora de hacer turismo o de... ?

—A ver, por favor, centrémonos—le interrumpe Ginés—. No anticipemos acontecimientos. Lo de los coches es buena idea; se guardan las cosas en el maletero y...

—El de Ginés no se puede abrir—apunta Hugo.

—Pero los otros sí—interviene de nuevo Amparo—y el tuyo... perdón, el de tu mujer, también se puede abrir, además tengo entendido que le habéis dado un empujoncito hacia la urbanización...

—Muy graciosa.

—Yo me apunto—dice Ibáñez—, a lo de trasladar las cosas, quiero decir; así podremos volver a intentarlo otra vez con los coches... ¿Os imagináis que ahora se encienden, después de tanto elucubrar?

—De todas formas—dice Ginés—, si a alguien le molesta mucho andar y quiere quedarse aquí...

—Yo no me quedo aquí sola—dice Amparo—, ¡vamos!, ni acompañada. Yo ya no me separo del grupo, ¿tú sabes la cantidad de perros que hemos visto? Al bajar al río lo mismo: hemos visto a dos olfateando las tiendas... ¡y lo del corzo!... nada, nada; ni harta de vino me quedo yo aquí.

—¡Claro que sí, joder!—dice Hugo—. Tenemos todo el día por delante; la mañana está estupenda: brilla el sol, los pajaritos cantan, las nubes... bueno, no hay nubes: mejor aún. Aprovechemos que no hay coches, ni teléfonos, para dar un buen paseo, disfrutemos de la naturaleza antes de que empiece la depre del domingo por la tarde.

—Venga, no se hable más—concluye Nieves—, vamos a dentro a coger las bolsas, y nos largamos.

—Yo llevo bien poca cosa—dice Ibáñez—, yo voy como el poeta: «Ligero de equipaje, casi desnudo».

—Pues vístete un poco—dice Amparo—y carga tú con lo de Rafa.

—O con la bolsa de la basura—apunta Nieves.

—¿Qué basura?

—Lo de la cena—aclara Nieves—, los platos y todo eso... las botellas; no se puede dejar aquí: hay que llevarlo a un contenedor que hay arriba, donde están los coches.

—Ya repartiremos los bultos de la expedición—dice Hugo—. Esto es como en las películas: cuando desaparece un expedicionario... bueno, perdón...

Hugo enmudece al ver las miradas de reprobación de los que le rodean; busca a Maribel con la mirada, y al final la localiza en un extremo del grupo, hablando con Cova, aparentemente ajenas ambas a lo que se estaba diciendo. De todas formas, Ibáñez acude en ayuda de Hugo—premeditada, o tal vez espontáneamente—imprimiendo un giro de ciento ochenta grados en la conversación.

—Oye—le dice a Nieves—, ¿de qué os reíais tanto hace un rato, cuando subíais andando por el camino?

—Nada... cosas de mujeres—dice Nieves con una media sonrisa.

—Nos reíamos de una cosita que vimos en Internet —dice Amparo.

—Más bien una cosaza—apunta Maribel.

—Ya me imagino—dice Hugo—. Un negro con un rabo así de grande.

—¡Vaya hombre! ¡Premio!—exclama Amparo.

—¿Y qué es eso de que lo visteis?—dice Hugo—, ¿cuándo lo habéis visto?

—No te preocupes, que tu mujer no lo ha visto—dice Amparo—. No podrá comparar.

—Me lo mandaron a mi correo—aclara Nieves—, no sé quién, pero me reí un rato. Luego se lo envié a Amparo y a Maribel. Es, digámoslo así, la escenificación de un chiste. Se lo estábamos explicando a Cova y a María; por eso nos reíamos.

—Me imagino—dice Ibáñez—que la explicación incluía algún que otro comentario especialmente agraviante para los varones del grupo.

—El que está seguro de sí mismo no tiene nada que temer—dice Nieves.

—Para empezar soy blanco—dice Ibáñez—, y creo que las razas

marcan algunas diferencias. Y además me acerco a los cincuenta.

—Te acercas tanto que te caes—dice Amparo.

—No le hagas caso—tercia Hugo—, es la mejor época para el hombre.

—Venga, vamos a por las bolsas—dice Nieves—, que si empezamos así... el tema da para largo.

—Largo... y ancho—concluye Amparo.

Cova y Maribel, y Hugo, ya han empezado a desfilar hacia el edificio; y ahora les siguen Ibáñez, Nieves y Amparo, sonriendo todavía por las agudezas que se han lanzado en el cruce de pullas.

María y Ginés son los últimos en abandonar la esquina de sombra, que ha disminuido imperceptiblemente mientras duraba la improvisada reunión. Pero María se retrasa un poco y frena a Ginés, sujetándolo discretamente por un brazo hasta que el resto del grupo se adelanta y empieza a entrar en el refugio.

—Aquí hay algo que no me gusta nada—dice María en voz baja, mirando a Ginés directamente a los ojos.

—¿Qué? ¿Qué pasa?

—Antes, allá abajo, en las tiendas...

—¿Las tiendas de los escaladores?

—Sí. He visto algo que... que no es lógico.

María mira hacia la puerta del refugio, y Ginés mira también hacia allí; pero ya han entrado todos, y en la puerta no se ve a nadie.

—Acaba, mujer—dice Ginés—, que me tienes en vilo... Yo... yo también estoy preocupado.

—Yo fui la que miró dentro de la tienda grande. Cuando hay dos tiendas, es en la grande en la que se guarda todo el equipo, la pequeña sólo es auxiliar, para que duerman...

—¿Y tú cómo sabes... ?

—Yo había hecho escalada, una temporada; salía con un chico...

María se queda un momento en silencio, mirando a Ginés, y después añade, con cierta tirantez:

—Sí, no era profesional; entonces aún no lo era.

—¡Pero si yo...!—protesta Ginés—.No pensaba en eso.

—Me lo ha parecido... ¡Es igual! Esa gente... se habían dejado todo el equipo en la tienda; unos
friends
que valen un dineral...

—¿Friends?

—Sí, se les llama así; son unas piezas que se ensanchan y... bueno, se usan cuando hay fisuras. ¿Hay fisuras en el... en ese desfiladero?

—¿Quieres decir grietas? Sí, sí que las hay: unas grietas muy largas.

—Ves: para eso se usan; se lleva siempre el juego entero, cuatro o cinco medidas diferentes. A cien euros la pieza... Imagínate... ¿No lo entiendes? Ningún escalador dejaría eso dentro de una tienda; eso se tiene siempre muy cerca, para poder acariciarlo de vez en cuando... ¿Me oyes? ¿En qué estás pensando?

Ginés se ha quedado pensativo, alzando la cabeza lentamente hasta mirar al refugio, sin verlo, abstraído completamente en sus pensamientos.

—¡Ginés!

—Perdona—dice éste volviendo bruscamente a la realidad—, te he oído, te he oído. Estaba pensando en eso, precisamente en eso... Es lo que yo me temía...

—¿El qué? ¿Qué has pensado?

—Lo mismo que tú: que aquí pasa algo raro, pero aún no sé... Por cierto, ¿se lo has dicho a las chicas... a las otras?

—Lo he intentado, se lo he querido hacer ver pero... ¡ joder tío! Tus amigas son medio subnormales... Sí, no me mires con esa cara. Son tontas... quitando a Cova, que es la única que se entera de algo... las otras... Amparo va de graciosilla, pero en realidad... y Nieves... ¡ Bah!

—No has insistido...

—No sé... me ha parecido que... que a lo mejor yo también me estaba comiendo el tarro demasiado.

—Estabas en minoría...

—Además... en realidad... me huelo que lo del tipo ese... Rafa: el que haya desaparecido, a lo mejor no es lo que piensan y... tampoco quería asustar a la pobre... a Maribel.

—Y entonces... ¿qué piensas? ¿Qué crees tú que ha pasado?

—No sé, no sé, no sé; no quiero pensar nada de momento. Sólo tengo sospechas. No quiero...

—Es curioso... estamos en la misma situación, en el mismo proceso...

—A lo mejor resulta que te pareces más a mí que a tus amigos.

—Te he metido en un buen lío, ¿eh, María?... ¿Te llamas María de verdad?

—¿Por qué me preguntas eso ahora?

María se ha puesto a la defensiva, bruscamente, ante la última pregunta de Ginés.

—Es igual, es igual, déjalo—dice éste—. Te he metido en un buen lío; a lo mejor te han intentado llamar, o tenías que hacer algo hoy.

—Probablemente. Pero te diré una cosa: me lo estoy pasando bien, ¿sabes? Es como unas vacaciones. Estoy un poco harta de la vida que llevo.

—¿Y por qué la llevas?

—Me estoy pagando una buena jubilación.

—¡ ¿Ya?! ¿Ya piensas en eso? Yo a tu edad aún no pensaba en la jubilación.

—Yo a tu edad ya estaré jubilada. Ya no tendré que trabajar. Ésa es la diferencia.

—Yo no te he dicho que esté trabajando.

María se queda un momento en silencio, escrutando el rostro de Ginés, que ahora compone una expresión neutra, inexpresiva.

—¡No me fastidies!—dice por fin María—, no tendrás que follarte a nadie, como yo; estarás en un despacho o... ¡yo qué sé! Pero trabajas. Un tío que tiene estos amigos no creo que proceda de la nobleza.

—¡Yuhu! ¡Tortolitos! La puerta se va a cerrar.

Hugo ha aparecido bruscamente en el quicio de la puerta. María y Ginés se han sobresaltado un poco al oír el inesperado grito. Luego se han girado, y dejando en el aire su conversación, empiezan a caminar en dirección al edificio.

—Todavía no. Algunas han ido al lavabo. Pero es verdad, daos prisa—dice Ibáñez, asomando la cabeza por la puerta, tapando por unos momentos la sonrisa blanda, torcida, de Hugo.

Desde la casa que está en la parte más alta se domina toda la subida de tierra pedregosa, hoyada por hondas roderas, formando apenas un tosco camino de bordes irregulares. Si no fuera por el tendido eléctrico, sostenido por postes de hormigón, que sigue su trazado, nadie diría que esa trocha terrosa y violentamente inclinada pretende ser una calle que une la entrada a diversas viviendas.

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