Fin (16 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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—Bueno... habrá que entrar—dice Ginés, poniendo un pie en los escalones, y a continuación dice, hablando consigo mismo—: Espera, vamos a llamar... Hay que llamar, aunque sólo sea por...

Ginés aprieta el timbre, tan mudo como el de la cancela; y después llama con los nudillos en la superficie acristalada, en el espacio que queda entre dos barrotes; y después dice en voz alta «¿Hay alguien?», mientras empuja lentamente la puerta, que cede a su mano con un leve maullido de los goznes.

El recibidor es pequeño; tiene una puerta delante mismo de la de entrada, en la pared opuesta: una puerta insignificante, pintada del mismo color que las paredes. Pero Ginés y quienes le siguen desdeñan esta puerta, porque en la pared de la izquierda hay otra, abierta de par en par, que comunica con lo que parece ser una sala de estar, con una mesa y unas sillas de madera de aspecto convencionalmente rústico, y una anacrónica estufa de butano con la rejilla fría y requemada. Ginés esconde la cabeza instintivamente al entrar en la sala, pues toda la vivienda parece edificada a la escala de personas de baja estatura, sobre todo en lo que respecta a las puertas y a la altura de los techos. Los otros integrantes del grupo van entrando también, lentamente, mirando en derredor con respetuosa curiosidad. La sala de estar está alegremente iluminada. La luz entra por la amplia ventana que da a la calle, velada apenas la panorámica del paisaje por unos visillos, y por las líneas verticales de la reja que hay en el exterior. También se cuela la luz por un ventanuco que hay en la pared opuesta, cuya vista se limita a la superficie inclinada, recubierta de arbustos, de la montaña. El cristal de este ventanuco aparece entreabierto, pero el aire está quieto dentro de la casa, y hace más calor que en el exterior; además reina un silencio opresivo y algodonoso. El zumbido de los insectos se ha apagado al entrar en la vivienda, aislado por los gruesos muros de la edificación; y en cambio se oye dentro, en algún lugar, el vuelo aislado e intermitente de alguna mosca.

—Hay moscas—dice Cova, como si la presencia de moscas fuera algo siniestro.

—¿Y
qué pasa?—dice Hugo.

—«Vosotras, las familiares—empieza a citar Ibáñez distraídamente, mientras pasea la mirada por toda la estancia—, inevitables golosas...».

—Claro que hay moscas—dice Maribel señalando una mesa baja, cercana a un sofá—, se han dejado un pastel a medio comer.

Efectivamente, en la mesita hay restos de una tarta de aspecto achocolatado, sobre un disco de cartón forrado de plata, que a su vez reposa sobre un envoltorio grande, arrugado, con el anagrama de alguna pastelería. También hay dos vasos: uno ancho y redondo, lleno hasta la mitad de un líquido oscuro que bien podría ser Coca-Cola, y otro más alto y estrecho, vacío, pero con indicios de haber contenido cerveza.

Desde el recibidor no se veía este lado de la habitación. El sofá forma parte de un tresillo que rodea la mesa de centro, y en la pared hay una librería en la que destaca—entre figuritas de porcelana y lomos de obsoletas cintas de vídeo— el inevitable televisor, ni muy grande ni muy moderno. A la derecha de la librería, la pared se abre en una chimenea de obra de ladrillo, con la boca ocupada por un rimero de troncos cuidadosamente apilados, ocultando el hollín de las paredes de la caja. En torno a la chimenea, en un cuadrado de dos metros de lado, la pared muestra—en vez de la pintura blanca del resto de la habitación—una superficie de piedras distribuidas sin gracia, nadando en cemento, en un grosero intento de imitar un muro pirenaico, de piedra pizarrosa.

—Mira—dice Nieves—, también hay trozos de pastel en el sofá.

—No son más que migajas—dice Amparo.

—No, no; también hay algún trozo más grande—dice María, agachándose frente al sofá—. Mira, y en el suelo también... ¡Qué raro!

—Las dejaría el buitre—dice Maribel—. Ahora ya sabemos por qué ha entrado.

—Esperemos que sí—dice María, dejando de nuevo sobre el sofá, con un gesto de repulsión, el trozo de pastel que estaba examinando.

—¿Qué quieres decir con...?—dice Maribel, pero se interrumpe de pronto, y exclama, señalando a la librería—. ¡Mira, un reloj!

El reloj está en uno de los estantes del mueble, junto a unas figuritas de vidrio de escasa calidad. Es un pequeño reloj de sobremesa, con la esfera sostenida por dos volutas vagamente arquitectónicas, de un material que imita el oro viejo.

—¡Por fin uno analógico! —dice Ginés—. Marca la una menos diez...

—¿Es la una menos diez?—pregunta Hugo.

—No, está parado—dice Ginés—, ¿no ves el segundero?

—Es la hora en que se paró—dice Cova con la mirada perdida, como quien acaba de tener una revelación—, la hora del apagón.

—Exacto—confirma Ginés.

—¿Tan temprano era?—dice Amparo.

—Sí, parece muy pronto, pero... ya puede ser—dice Nieves—, piensa que oscureció muy pronto, con todas aquellas nubes.

—«... de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada...»—dice Ibáñez lentamente, mientras pasa los dedos por las piedras que decoran la pared de la chimenea.

—¿Qué coño dice ése?—pregunta Amparo.

—Es un poema—dice Hugo con cierto desdén, sin desviar ni un milímetro la mirada, fija desde hace un rato en los botones del televisor.

—Pues con lo horteras que son—dice María—ya podría esta gente tener un reloj de cuco. Al menos sabríamos qué hora es.

—¿Los de cuco no llevan pilas?—dice Maribel.

—Funcionan con pesas—le aclara María—, ¿no lo has visto nunca? Son unas pesas con la forma de una piña.

—Hay dos puertas...

Cova ha pronunciado esas tres sencillas palabras, y todos han guardado silencio durante unos segundos. Lo que ha dicho Cova es verdad: aparte de aquella por la que han entrado, hay dos puertas, una en cada una de las paredes laterales. Las dos están cerradas. La de la pared de la izquierda—mirando siempre hacia la chimenea—tiene un amplio cristal esmerilado, de color ámbar; la otra es de madera, de una madera tal vez demasiado ostensible, pues en realidad está pintada a mano, simulando unas anchas vetas simétricas, en crema y marrón.

Todos han quedado mudos durante unos segundos, al oír las obvias palabras de Cova. Tan sólo Ibáñez, empujado por la inercia del poema que va recordando a trozos, rompe el silencio.

—«... perseguidas por amor de lo que vuela»—dice con la dicción descuidada, con la vista y la mente fijas en la puerta que tiene delante, a dos metros de distancia, con su veteado ficticio y su manilla dorada.

Mientras tanto, Hugo se ha ido acercando a la puerta acristalada; alarga la mano hacia el pomo, lo hace girar y la abre unos centímetros, y después un buen trozo más, al tiempo que acerca la cabeza a la rendija.

—Aquí está la cocina... No hay nadie—dice, asomándose al interior.

Pero sus compañeros parecen más preocupados por lo que hay en la pared opuesta. Alguno se ha vuelto fugazmente a mirar a Hugo; pero ahora todos miran hacia la otra puerta, como si la ingenua simetría que decora su superficie tuviera algún extraño poder hipnótico que atrajera sus miradas y al mismo tiempo les impidiera avanzar hacia ella. De nuevo es Ginés el que se decide a tomar la iniciativa: da unos pocos pasos y se detiene ante la superficie de madera pintada. En el silencio denso y opresivo que se ha producido, se oye de nuevo el vuelo breve, caprichoso, de las moscas.

—«... yo sé que os habéis posado... sobre el librote cerrado...»—recita Ibáñez, mientras los demás, atentos al menor movimiento de Ginés, ni siquiera le prestan atención.

Ginés alarga la mano hacia la manilla.

—«... sobre la carta de amor...».

—¡Basta!—grita de pronto Ginés, sobresaltando a todos—. No sigas—añade dándose la vuelta para mirar a Ibáñez con una severidad que a todos parece desproporcionada—. No sigas...

—Desde luego, si estaban durmiendo, ya se habrán despertado.

Las palabras de Amparo han ayudado a rebajar la tensión del momento. Pero de nuevo vuelve el silencio y Ginés hace girar la manilla. El pestillo lanza una pequeña detonación al liberarse de la traba; no ha sido más que un clic metálico, amortiguado por la madera, pero algún cuerpo de los que se amontonan detrás de Ginés se ha contraído imperceptible, fugazmente, al oír el ruido, como si le hubieran pinchado con una aguja. Ginés empieza a abrir la puerta a cámara lenta, pero se detiene cuando la abertura no tiene más de un palmo, como haría cualquiera en una casa que no es la suya ante la visión parcial de una cama deshecha.

—¿Qué pasa?—dice Cova en voz baja, con un deje de angustia. Está en una de las últimas posiciones, y ha renunciado a competir con los cuerpos que se estiran de puntillas, que alargan el cuello en un intento de ver algo más allá de los hombros de Ginés. En cambio mira hacia atrás constantemente, esperando que Hugo salga en cualquier momento de la cocina.

Pero Hugo no sale, y nadie responde a Cova. Es Ginés el que habla finalmente, con la entonación del cirujano que comunica a sus ayudantes el próximo movimiento que va a hacer.

—Hay una cama. Voy a ver... si hay...

Por la rendija abierta sólo se ve una esquina de los pies de la cama, con una colcha revuelta, que se retira para dejar ver las sábanas. Pero Ginés va ensanchando la abertura, y el panorama de sábanas arrugadas se va extendiendo, y la cama es ancha, de matrimonio; sólo se ve la mitad de la cama, y Ginés alarga la cabeza y hace pasar los hombros por la abertura para ver el resto. Y entonces abre la puerta de par en par.

—No hay nadie—dice, sin ocultar un suspiro de alivio; y en el mismo momento se da cuenta de la presencia de otra puerta cerrada, en la pared que queda a su derecha.

—Debe de ser la del lavabo—dice Nieves.

Nieves ha entrado detrás de Ibáñez y de Ginés, y ahora se aparta para dejar entrar a los demás, que se van situando en el espacio que queda entre los pies de la cama y un tocador que hace esquina a la izquierda. La pieza es pequeña, y nadie le ha prestado mucha atención, más allá de constatar con una rápida mirada que se trata de una típica habitación de matrimonio con las apreturas y el mal gusto de las viviendas humildes, y que tiene una pequeña ventana que da, como la que estaba junto a la librería, al paisaje arbustivo de detrás del chalet. Lo que ahora llama la atención de los visitantes es la supuesta puerta del lavabo, pintada del mismo color marfileño que las paredes.

—Pues también habrá que probar—dice Ginés refiriéndose a la puerta—, por si acaso...

En ese preciso instante, antes de que Ginés se dirija hacia la puerta, se oye al otro lado de ésta el inequívoco sonido de una cisterna al descargar su contenido en el inodoro. Todos se quedan mudos, petrificados. La sorpresa es tal que nadie es capaz de hacer ni decir nada en los cuatro segundos que transcurren desde que cesa el rugido de la cisterna hasta que la manilla de la puerta gira y ésta se abre, con el agravante de que además se ha oído claramente, en esos cuatro segundos, el sonido de los pasos al acercarse, e incluso alguna palabra incomprensible, mascullada más que vocalizada por el misterioso personaje que está al otro lado.

Pero la puerta se abre, y quien aparece en ella es Hugo.

—¡Joder!—dice Ginés, coreado por otras expresiones similares, o por simples y guturales resoplidos de alivio.

—¿Qué pasa?—dice Hugo, alarmándose a su vez, al ver la conmoción que ha causado su llegada; al ver cómo los siete rostros atónitos, congelados, de ojos muy abiertos, estallan al verle en una unánime reacción de alivio, pero también de animadversión, de censura hacia él.

—¡Joder tío, nos has asustado!—dice Ginés—, Pensábamos que había alguien...

—¿Y no hubiera sido mejor que hubiese alguien?—replica Hugo, avanzando unos pasos y mirando la cama vacía.

—Sí, pero ya no contábamos... ya no... ¿Y de dónde sales? ¿Cómo coño has podido...?

—Estabas en la cocina—dice Cova, todavía perpleja—, yo te he visto, te vi entrar y...

—La cocina tiene una puerta. Estaba cerrada, pero tenía la llave puesta y la he abierto. He salido fuera, he dado la vuelta y he entrado aquí, a inspeccionar.

—Pero ¿por dónde?

—Por la entrada, por el recibidor. Está aquí mismo —añade, señalando detrás de sí, hacia el interior del lavabo.

—Es verdad—dice Maribel—, en el recibidor había una puerta.

—Esa luz... es la luz de la calle—dice Ibáñez con un matiz de decepción, mientras se asoma al interior del lavabo.

Ibáñez ve que el lavabo tiene un ventanuco, todavía más pequeño que los dos anteriores, pero la mayor parte de la luz le llega directamente desde el exterior, a través de las dos puertas consecutivamente abiertas.

—¿Y por qué has tirado de la cadena?—pregunta entonces Ginés—. ¿Has usado el lavabo?

—No ha tenido tiempo.

—Quería saber si había agua. En el grifo de la cocina ha salido un poco, un chorro de nada, y luego se ha parado. Aquí lo mismo—dice Hugo señalando al cuarto de baño—. No sé... se me ha ocurrido probar la cisterna.

—Muy bien—dice Ginés sin ocultar su enfado—. Y ahora nos hemos quedado sin agua si alguien tiene que ir al váter.

—Ya lo sé... me he dado cuenta después—se disculpa Hugo de mal humor—. Mira, se me ocurrió así... no pensé que...

—Pero en el váter había agua—dice Nieves—, se ha oído...

—Pero eso no quiere decir que ahora vuelva a llenarse—dice Ibáñez—. El agua estaría acumulada ahí desde vete a saber cuándo. Prueba ahora y verás. Si en el grifo no hay...

—Así que no tenemos agua...—dice María hablando para sí, limitándose a poner en voz alta su pensamiento.

—Pero eso puede ser un problema de aquí—dice Nieves, insistiendo en su versión optimista de los hechos—, de la urbanización, o de esta casa. En el refugio sí que había agua.

—Porque tuvimos suerte—dice Ginés—. Yo ya temí que no hubiera; pero debe de ser que allí hay un depósito, o el agua llega por simple gravedad... fijaos que está mucho más bajo que esto, casi tocando el río.

—En cambio aquí deben de subir el agua con una bomba o algo así—dice Amparo.

—Exacto.

—Bueno, no pasa nada—dice Ibáñez—; de todas formas hay que largarse de aquí. Aquí no hay ni Dios... y no podemos esperar a que vengan.

—Sí, pero... convendría hacer una parada. Y comer algo—dice Ginés—. Con la broma ya debe de ser mediodía.

—Lo iba a decir yo—dice Amparo—. Yo no doy un paso más si no descansamos antes.

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