Fin (18 page)

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Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
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—El corzo salió pitando en cuanto nos vio—recuerda Nieves.

—Y, además, parece evidente—continúa Ginés—que hay muy poca actividad... en la zona que hemos recorrido...

—Muy poca no, ninguna—dice Hugo.

—Es verdad, es verdad, no hemos detectado... en realidad no hemos detectado ningún síntoma de actividad humana desde que hemos salido: no hemos visto un coche, ni siquiera el ruido del motor, ni...

—Eso es verdad—dice Maribel, que se ha dado la vuelta hasta quedar de rodillas en el sofá, de cara a sus compañeros—, cuando veníamos antes, siempre te encontrabas con alguien.

—Y se oían los disparos de los cazadores—dice Ibáñez—. Los cazadores madrugan, nunca faltan a la cita.

—Pero hace muchos años que no veníamos aquí—dice

Ginés—. No sabemos lo que es normal ahora, un domingo por la mañana. Ni siquiera sabíamos si en la urbanización vivía alguien o no, ¿no os acordáis? Ayer, en el refugio, lo decíamos...

—Yo vine una vez con unos amigos—dice Amparo—, hace años, al desfiladero, y había otros excursionistas. Había algún coche aparcado donde empieza el sendero, y después nos los cruzamos...

—El desfiladero es otra cosa—dice Ibáñez.

—Pero... lo de que aquí esté todo abierto—dice Nieves—como si lo hubieran dejado... y no haya nadie...

—Sí—dice Ginés—, hay que reconocer que eso es muy raro. Y no es lo único; María me ha dicho... ella había practicado la escalada, en otros tiempos...

—No puede hacer mucho tiempo—dice Hugo con un significativo alzamiento de cejas.

—Por eso, mejor aún: sus conocimientos son recientes, conoce los hábitos de esa gente, y me dijo antes que... que en las tiendas había visto...

—¿Qué tiendas?

—Las de los escaladores, cuando bajaron al río. Se ve que dentro de las tiendas había un material muy valioso, unos mosquetones, o no sé qué, que valen un dineral. María dice que ningún escalador se marcharía dejando eso...

—¿Es verdad eso?—dice Nieves mirando a María, con un deje de severidad.

—No eran mosquetones, eran unos
friends
; pero sí, es verdad—dice María, abandonando el brazo del sofá en el que estaba sentada.

—¿Y por qué no nos lo dijiste?

—No sé... no quería... no quería alarmaros, pero... también hay otra cosa: una cosa que he visto ahora, cuando llegamos aquí...

María hace una pausa antes de continuar, una pausa que no hace sino aumentar la expectación que han creado sus palabras.

—Había trozos de pastel en el sofá...

—Y en la mesa—dice Nieves.

—No, pero los del sofá...—insiste María—, había dos bastante grandes, y tenían... se veía perfectamente la marca de los dientes, de una dentadura humana; concretamente de dos dentaduras humanas bien diferenciadas, una en cada trozo.

—Ya sé dónde trabaja esta chica—dice Amparo—, en el CSI.

—No—dice María sonriendo—, pero antes era... estudié para dentista.

—¿Y no acabaste? Con la pasta que se gana...

—¿Y qué pasa?—dice Hugo—, con lo de los trozos, quiero decir; si aquí viven dos personas es lógico que...

—Pero es que los trozos estaban tirados en el sofá—dice María—, estaban «caídos», como si las personas hubieran salido tan rápido que no hubieran tenido tiempo ni para dejarlos encima de la mesa.

—A lo mejor los dejaron encima de la mesa—sugiere Maribel—y luego el buitre...

—Entonces los habría roto con el pico; pero los pedazos estaban... tal cual, como si...

—¿Adonde quieres ir a parar?—dice Ibáñez.

—No sé—dice María—. Eso es lo malo, que no encuentro una explicación...

—Pero tú ibas a sugerir algo.

—Nada, una tontería.

—A lo mejor han evacuado a todo el mundo—dice Cova—y a nosotros no nos avisaron porque no sabían que estábamos allí, en el refugio.

Todo el mundo mira a Cova, pero nadie dice nada durante unos segundos.

—¿Y por qué tendrían que evacuar a la gente?—pregunta Hugo, rompiendo el silencio.

—No sé—dice Cova—, por contaminación, o radioactividad, o...

—Pero aquí no hay ninguna central nuclear—dice Amparo.

—Está la incineradora—apunta Nieves.

—¡Es verdad! La incineradora está muy cerca—dice Maribel—, me acuerdo que hubo protestas de los ecologistas, cuando la montaron... lo vi por la tele, me fijé porque. .. me acordé de cuando veníamos aquí.

—Lo de la incineradora tiene sentido, queman todo tipo de desperdicios, y podría ser...—dice Ginés—. Pero hay algo que falla en esa hipótesis: nos habrían avisado también a nosotros. El refugio se ve desde la pista, y estaba iluminado, y además estaban los coches.

—Sí—dice Amparo—, pero si realmente era una cosa tan urgente, que la gente se marchó de aquí «a pijo sacao», con la comida en la boca, como quien dice... podría ser que, sencillamente, no tuvieran tiempo de llegar hasta el castillo.

—Pues entonces se equivocaban—dice Nieves—. Yo no veo que haya pasado nada.

—No funcionan los aparatos eléctricos—dice Hugo—, eso es un dato objetivo.

—Sí, y el resto, de momento, son especulaciones—concluye Ginés—. Lo que hay que hacer es ir al desfiladero.

—Eso es verdad—dice Ibáñez—, no podemos empezar a sacar conclusiones sin haber contrastado suficientemente los datos. Es una cuestión de estadística: no es serio decir que han evacuado el país porque no hayamos visto a nadie en... en un kilómetro cuadrado.

—Menos mal que tenemos gente inteligente en el grupo—dice Amparo—. No arreglan nada, pero... todo lo que dicen suena muy bien.

—He encontrado esto—dice Ginés levantando la bombona que había dejado en el suelo.

—Ya lo he visto. Es una lámpara de butano.

—Yo pensaba que era un hornillo.

—Pero tiene la camisa rota.

—¿Qué camisa?

—Es eso blanco; es de fibra de vidrio, se pone al blanco vivo con la llama, y es lo que da la luz.

—Creo que funciona igual aunque esté rota—dice Ginés, frenando la oleada de comentarios—, da menos luz, pero funciona igual. Podría sernos útil.

—¿Y encenderá?

—Hay que probarlo. Por el peso debe de estar casi llena, se nota el líquido dentro, y... si enciende el mechero también encenderá esto. No interviene la electricidad para nada.

—¿Y vamos a ir cargando con eso?

—Por mí—dice Hugo con un resoplido de indiferencia—, si la lleva él, yo no pondré pegas.

—Hombre...—dice Amparo, dedicándole a Hugo unas expresivas palmaditas en la mejilla.

—También he encontrado otra cosa...

Todas las miradas convergen en el rostro de Ginés. El silencio y la expresión que ha compuesto hacen pensar que su segundo hallazgo será algo de mayor trascendencia.

—He encontrado una bicicleta...

—Está hecha polvo—se apresura a añadir al ver el brillo de esperanza que ha nacido en algunos ojos—. Los frenos... y habrá que hinchar las ruedas. Pero creo que funcionará.

—¿Dónde la has encontrado?—dice Hugo—, yo antes di la vuelta a la casa
y...
no vi ningún trastero.

—Estaba en el hueco de aquí debajo, tapada con una lona.

—¿Donde la leña?—dice María.

—Exacto. La casa es tan pequeña que tienen que guardar algunas cosas fuera. La lámpara también estaba ahí.

—La lámpara hay que probarla—dice Amparo.

—Eso ahora es lo de menos—dice Ibáñez—. Lo de más es qué hacemos con la bici.

—Alguien podría ir en bici hasta Somontano.

—Eso es evidente, pero ¿quién?

—Alguien que no tenga pareja—dice Cova inesperadamente, cuando apenas se había iniciado el silencio—, quiero decir... que no la tenga aquí.

Todos se quedan mirando a Cova; a todos ha sorprendido la resolución con que ha planteado su respuesta. Ella mira a Hugo a los ojos, y luego vuelve a su habitual actitud discreta, vagamente insegura.

—Y que no sea mujer—dice Amparo—. Al menos yo no estoy dispuesta a ir. Hay unas subidas brutales, está lejísimos... y además me perdería. El otro día llegué al castillo porque me indicaba éste—añade señalando a Ibáñez con la cabeza.

—Querrás decir ayer.

—Es verdad... me parece que haya pasado un siglo.

—Vamos a ver...—dice Ginés—las dos mociones parecen razonables. El viaje no es ningún paseíto, y con esa bici menos aún. En cuanto a lo otro... si la mayoría considera...

—No os preocupéis; me doy por aludido—dice Ibáñez—, No hay que haber estudiado lógica para saber que soy el único que cumple las dos condiciones.

—Bueno, bueno; no se trata de un trágala—dice Ginés—. Hay que consensuar, entre todos... de todas formas llegaremos a Somontano; se trata de que uno llegue un poco antes, y vuelva a recogernos con algún vehículo.

—Pero, de todas formas, el resto iría andando...

—¡ Hombre, claro! —dice Hugo—por si acaso hay que seguir avanzando. ¿Y si le pasa algo al ciclista? ¿Y si se marcha con el dinero?

—¿Qué dinero?

—Habrá que pagar el taxi, ¿no?, o lo que consiga...

—Eh, que yo tengo una visa oro—dice Ibáñez—, ya me lo pagaréis luego.

—De todas formas perderá algún tiempo buscando ayuda... a ver si vamos a llegar antes que él.

—De eso nada. Una bici es una bici, por muy poco que corra...

—¿Y si en Somontano...?

Nieves ha iniciado la pregunta, pero se interrumpe con la mirada y el gesto reconcentrados, como si el caudal de sus pensamientos fuera tan denso que hubiera obstruido sus naturales vías de salida.

—Y si en Somontano ¿qué?—dice Amparo.

—Me refiero a que... a que pueda estar evacuado...

—¡Hombre, no fastidies!—exclama Hugo.

—¿Que lo hayan evacuado? No, eso sí que no—dice Ginés enérgicamente—. Eso no podemos pensarlo; al menos hoy no. Actuaremos mucho mejor, seremos más eficaces, si no contemplamos esa posibilidad.

—Dices que la bici está deshinchada...—dice Maribel con una extraña entonación, como si esa cuestión pedestre, puramente técnica, encerrase algún terrible significado.

—Más bien las ruedas—dice Hugo con una sombra de burla.

—¿Y ya las podremos hinchar?—insiste Maribel.

—Sí, sí, hay un bombillo—dice Ginés—. Ya probé a darle un poco; funciona... no están pinchadas.

—Podrían pinchar por el camino—sugiere Nieves.

—Es una posibilidad; de hecho las ruedas son viejas, la goma está...

—Bueno, acabemos de una vez. Yo estoy dispuesto —dice Ibáñez poniéndose en pie; pasándose por los labios una y otra vez, con un gesto un tanto nervioso, la servilleta de papel que tenía sobre la mesa—. Si consideramos que puede ser útil...

—¡No vayas! No vayas; yo no quiero que vaya.

Maribel ha hablado como una niña; una niña angustiada y quejumbrosa que intentara frenar la maquinaria que han puesto en marcha los adultos. Incluso ha estirado los brazos por encima del respaldo del sofá—en el que continúa arrodillada—como si quisiera retener físicamente a Ibáñez dentro de la habitación. Pero ella no es una niña, y los adultos la miran sorprendidos, en actitud interrogante, esperando de ella alguna explicación, un razonamiento, algo más que una obstinada negación o una velada amenaza de llanto.

—No quiero que nos separemos—dice en respuesta a la muda interrogación—. No quiero que se marche nadie más.

—Pero... mujer... explícate un poco...

—Me da miedo. Me parece que si nos separamos será peor; que si se marcha... ya no volverá.

—Pero ¿por qué?

—¡No lo sé!... Pero me da miedo. Hacedme ese favor; ya me ha tocado sufrir bastante...

—Tiene razón... Maribel tiene razón—dice Amparo, con la energía de quien decide tomar partido en la cuestión.

—De todas formas tampoco es la panacea lo de la bici—dice Hugo—. Hay muchas incertidumbres.

—Bueno—dice Ibáñez sin volver a tomar asiento, pero visiblemente relajado—, pero que conste que yo estaba dispuesto a ir.

La expresión de Ginés—una expresión como de incomodidad, con el ceño fruncido—delata el esfuerzo que está haciendo para acomodar sus pensamientos a la nueva situación.

—Bueno, bueno, de acuerdo—dice finalmente—. De todas formas... llevaremos la bici. No cuesta nada... ya la llevaré yo; incluso nos servirá... creo que no hay portaequipajes, pero le ataremos la bombona, la lámpara, de alguna manera. Nos servirá de carrito.

—También se puede subir alguien por las bajadas, si está muy cansado—sugiere María.

—Es verdad—dice Cova. Ella también parece satisfecha y aliviada por la decisión de no dividir el grupo.

—¿Y qué harás en el desfiladero con la bici?—dice Hugo—. Allí más bien será un estorbo, incluso un peligro. Es muy estrecho aquello, y sin una valla...

—A lo mejor ahora ya han puesto valla.

—Pero... no entiendo—dice María interrumpiendo el cruce de frases—. El desfiladero... yo pensaba que se iba por el fondo...

—¿Cómo se va a ir por el fondo, si hay un río?—dice Hugo.

—Ahora estará seco, o casi—apunta Amparo.

—El camino está excavado en la piedra—aclara Hugo—, en la pared izquierda del desfiladero. Es estrecho y hay una buena altura hasta el río. Es una pasada... por eso viene aquí tanto excursionista.

—A éstos les encantaba porque podían hacerse los machitos—le explica Nieves a María.

—Sí, y asustarnos de vez en cuando—apunta Maribel.

—Y de paso meter mano...—añade Amparo.

—A ti ni ganas—dice Hugo, mirando hacia otro lado.

Maribel se ha animado por unos momentos cuando ha surgido el tema del desfiladero; incluso ha sonreído. Pero ahora se queda de nuevo pensativa, absorta, como si una mano pasara sobre su rostro aflojando la tensión que la sonrisa ejercía sobre las facciones.

—Al Profeta le daba miedo—dice de pronto, con la mirada perdida en el recuerdo—. Tenía vértigo, el pobre...

—Bueno, da igual—dice Ginés con cierta impaciencia—. Llevaremos la bici de todas formas. Si después vemos que es un engorro y no vale la pena, pues la dejamos y ya está. Ahora hay que salir inmediatamente hacia el desfiladero... ya hemos perdido aquí bastante tiempo.

Todo el mundo abandona con mayor o menor rapidez el lugar que ocupaba en la sala, en busca de la salida o del rincón en el que ha dejado su reducido equipaje. Como si éstas no hubieran sido pronunciadas, nadie ha hecho ningún comentario acerca de las últimas palabras de Maribel. En cambio se oye la voz de Ginés que dice, ya desde el exterior:

—No, no uséis el lavabo. No le vamos a dejar a esta gente ahí... todo enguarrado. Usaremos el monte como lavabo. Por cierto: coged el papel; coged todo el papel que haya.

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