Fin (17 page)

Read Fin Online

Authors: David Monteagudo

BOOK: Fin
4.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

Amparo está sentada en el borde de la cama. Se ha sentado hace un momento, y Maribel ha hecho lo mismo animada por su ejemplo, no sin antes mirar las sábanas y sacudirlas con cierta aprensión. El resto permanece de pie, y Nieves se ha acercado al tocador que hay en la esquina, atraída por los pomos y los frascos, y una pequeña foto enmarcada que tiene encima.

—¿Había comida en la cocina?—pregunta Ginés.

—Me parece que sí, aunque no he mirado...

—Pero... ¿les vamos a robar?—dice Nieves, dándose la vuelta para mirar a sus compañeros.

—Coño, es una necesidad—dice Amparo—. Ya les dejaremos una nota explicándoles la situación. Yo tengo hambre.

—Les podemos dejar dinero—sugiere Maribel.

—Ya—dice Hugo—, o la visa, para que se cobren.

—Pensad que a lo mejor necesitamos mucho de esta comida...—dice Ginés—, yo incluso me llevaría algunas provisiones, y sobre todo agua.

—¡Hombre! Tampoco exageremos—dice Hugo.

—Yo me pongo en el peor de los casos—dice Ginés—. Lo único que hago es ser previsor. Imaginad... imaginad que tenemos que ir andando hasta Somontano...

—¡¿Hasta Somontano?!

—¡Son veinte kilómetros, ¿no?!, ¿no eran...?

—A ver, no quiero... no quiero ser catastrofista—dice

Ginés—, ni alarmar a nadie, pero... tenemos la mala suerte de estar en una zona muy despoblada, hay muy pocas casas, muy pocos lugares habitados en la carretera hasta Somontano; ni siquiera sabemos si vive alguien o... tenemos que contemplar la posibilidad de que...

—Acaba ya—dice Amparo, mirándole de reojo desde su asiento.

—De que nos pase lo que nos ha pasado aquí.

—Yo ya dije que esta urbanización era una mierda —dice Hugo—, que no había que subir...

—¡Pero aquí vive gente!—dice Nieves, que se ha integrado de nuevo en el grupo apiñado entre las dos puertas.

—Pues a ver, preséntamelos, ¡no te jode...!—dice Hugo—. Tendríamos que haber ido directos al desfiladero, allí siempre está lleno de excursionistas y domingueros...

—No tan lleno, ¿eh?, no tan lleno—apunta Ibáñez.

—Un momento, un momento, por favor—dice María, que ha estado escuchando con mucha atención todo lo que se decía, y ahora aprovecha un pequeño silencio para meter cuchara en la conversación—, ¿cuánto se tarda en ir hasta Somontano?

—¿A
pie? —Sí.

—No lo sabemos exactamente—dice Ibáñez—, en coche se tarda... son casi veinte kilómetros, aunque... pasando por el desfiladero nos ahorramos algún kilómetro... No sé... cuatro... cinco horas, seis. Depende del ritmo al que vayamos.

—Lo que está claro—dice Ginés—es que ya hemos perdido... perdido no: hemos gastado la mañana, y las horas siguen pasando. Yo comería algo aquí, sentados tranquilamente, para reponer fuerzas, y saldría cuanto antes hacia el desfiladero.

—Tiene razón—dice Amparo, levantándose de la cama—. Vamos a la cocina, a ver qué hay, y luego nos espachurramos a comer por aquí, en la salita.

—¿Y si la comida está contaminada?—dice Maribel.

—¿Qué comida? ¿El pastel ése?—le pregunta María.

—No... la comida en general...

—Hombre...—dice Ginés, un tanto descolocado por la pregunta—. Nada parece indicar que tenga que pasarle algo a la comida...

—Y nosotros hemos bebido agua—abunda Ibáñez—. Si la comida estuviese contaminada... el agua todavía lo estaría más.

—También hemos tomado café...

—Frío, por cierto.

—Y las galletas ésas que traía Nieves.

—Galletas nevadas...

—Y la ensalada de garruñas—concluye Hugo con grosería—. Venga, vamos a saquear la nevera, y el que esté muy cagao que se coma las latas.

—Eso, y que nos deje a nosotros lo de dentro—apostilla Amparo.

Ibáñez está sentado a la mesa de comedor, de espaldas a la ventana grande por la que se avizora, en panorámica, el paisaje. Delante de él, al otro lado de la sala, le dan la espalda María y Maribel, sentadas en el sofá, y por lo tanto encaradas a la librería y su apagado televisor. Amparo y Nieves, en cambio, ocupan los dos sillones, y los han orientado para poder conversar cara a cara con sus compañeros. Cova ha seguido el ejemplo de Ibáñez y ocupa una de las cabeceras de la mesa—la que mira hacia el recibidor y la puerta de entrada—mientras que Hugo, que ha empezado a comer en la silla contigua a la de su mujer, permanece ahora de pie detrás de ella, mirando distraídamente un cuadro que hay en la pared. El cuadro, de trazo pegajoso y erotismo groseramente insinuado, representa a una campesina de piel bronceada, sosteniendo un haz de trigo.

Todos consumen los bocadillos o las eclécticas raciones que han podido componer con lo encontrado entre la despensa y la nevera del diminuto chalet. Tan sólo Hugo, siempre más inquieto que sus compañeros, ha devorado ya su almuerzo, y ahora se sacude las migajas mientras manosea un melocotón no muy maduro que ha cogido por juego, sin demasiada intención de comérselo. Para mitigar la sensación claustrofóbica del interior de la vivienda, todas las puertas y ventanas han sido abiertas de par en par, y ahora circula el aire por dentro de la casa, aunque es un aire tórrido y extraordinariamente seco. En la reunión sólo falta Ginés, que ha salido—sin dejar de engullir su bocadillo—a inspeccionar el exterior de la casa.

—Esto me recuerda al cuento de «Ricitos de Oro»—dice Ibáñez, interrumpiendo por unos momentos su labor de escarbar con el tenedor en una pequeña lata de conservas.

—¿Qué cuento es ése?—dice Nieves desde su sillón, con la boca llena, sujetando con ambas manos el bocadillo.

—¿En serio que no lo conoces?

—Me suena lo de Ricitos, pero...

—Es el de esa niña que se encuentra una casita con la puerta abierta—empieza a explicar Ibáñez—, la comida preparada, las camas hechas... son varias camas, lo mismo que los platos en la mesa, porque se ve que es una familia numerosa, o más bien una familia típica de la época en que se inventaron el cuento, con cinco o seis hijos. Y la niña come de un plato, bebe de un vaso, y luego se echa una siesta en una de las camas. Pero resulta que en la casa viven unos osos, una familia de osos, y simplemente habían salido a dar un paseo antes de comer...

—Sí, ahora que lo dices... ¿Y cómo acaba el cuento?

—No lo sé. La verdad es que no lo sé, no me acuerdo. Me salen finales de alguna parodia que he leído, o de algo de un cómic de
El Víbora
, incluso una versión porno en la que Ricitos había pasado hacía tiempo la pubertad... Sí, iba rapada, y los rizos los tenía en...

—Ya estamos...—dice Amparo.

—Pero si es igual, el final es lo de menos; a lo que me refería era a la atmósfera ingenua pero llena de misterio... Esta casa es muy pequeña, parece de cuento, y no me negaréis que por unos momentos hemos temido todos que apareciera por la puerta papá oso...

—Sí que es pequeña la casa, sí—dice María, asomando la cabeza por encima del sofá—, ¿no os dais cuenta?, sólo tiene una habitación.

—Pero esta sala está bien—dice Maribel, mirando en derredor.

—Sí—dice Ibáñez alegremente—, si le quitas los cuadros, los muebles, las puertas, las lámparas... ah, y ese horror en torno a la chimenea...

—Debe de ser de un matrimonio de jubilados, o sin hijos —dice Nieves—. La foto que había en el tocador... no creo que tengan hijos.

—Jóvenes seguro que no son—dice Cova, alzando la vista del plato, en el que parecía muy concentrada.

—¿Por qué lo dices?—le pregunta Ibáñez.

—No sé... por cómo está decorado, por las cosas que hay...

—¿Y si alguna vez tienen invitados?—plantea Amparo—, ¿dónde los meten?

—Seguro que esto es un sofá cama—dice Maribel, mirando entre sus piernas—. Y fíjate que al lavabo se puede entrar por el recibidor. No hace falta pasar por la habitación.

—Todo lo que no sean dos lavabos...—dice Nieves—. Incluso para una pareja que viva sola. Al final siempre salen conflictos.

—No entiendo cómo puedes comer esa porquería—dice Hugo repentinamente, mirando a Ibáñez—, y con galletas.

—Pues yo no entiendo cómo podéis comer pan que ya no está crujiente—replica Ibáñez—. Eso sí que no lo puedo soportar: el pan que se hunde como una almohada cuando muerdes, y luego hay que apretar de rayos para cortar el bocado.

—Yo lo que no aguanto es la cerveza así—dice María mirando su botella—, fría, pero que no... que no empaña la botella. No puedo. Casi prefiero beber agua.

—Pues aún hemos tenido suerte de que la nevera estuviera cerrada—dice Amparo—y haya guardado un poco el frío.

—Al menos nosotros comemos pan con chorizo—insiste Hugo, arremetiendo de nuevo contra Ibáñez—o con queso, que es lo normal, y no galletas maría con... ¿qué es eso?

—Calamares en salsa americana—responde Ibáñez—. Son picantitos.

—¡Qué guarro! Si al menos estuvieran calientes... Y las galletas son dulces...

—Pues porque no he encontrado sardinas, que si hubiera... Las pones en un plato y las cubres de azúcar, y ya está, te las comes.

—¿Sin quitarles el azúcar?—dice Maribel con expresión de asco.

—Evidentemente, querida. Están buenísimas.

—Esconded el azúcar—dice María—, este tipo es capaz...

—¡Qué manía!—protesta Ibáñez—. En las culturas nórdicas no es inhabitual conservar el pescado con...

—Hugo, por favor...—dice Nieves de pronto, con el rostro muy serio—, te agradecería que salieras a fumar a la calle.

Todos se han quedado en silencio, mirando, con mayor o menor disimulo, a Nieves y a Hugo alternativamente. Nieves permanece inmóvil, con un resto de bocadillo detenido entre las manos, mirando fijamente a Hugo, mientras que éste—que ha sacado y encendido el cigarrillo con extraordinaria rapidez—aspira con delectación la primera calada.

—¿Calle?... ¿Qué calle?—dice Hugo, haciendo parada entre una pregunta y otra para expulsar el humo hacia arriba, como si quisiera soplarse el flequillo.

—Ya me has entendido.

—Hugo... por favor...—susurra Cova sin dejar de mirar a la mesa, a pesar de que Hugo está muy cerca de ella, apenas a un paso.

—Pero si están las ventanas abiertas—insiste Hugo abriendo los brazos, pero sin soltar el cigarro, que viaja entre dos de sus dedos—. Es como estar fuera.

—No es como estar fuera—insiste Nieves—. Estamos en el interior de una vivienda y tienes que respetar...

—¡ Venga hombre! —dice Hugo—. ¡ No me vengas ahora con normas!

—A algunos nos molesta que fumes...

—Y a mí me molesta que estés gorda, ¡no te jode!

—Hugo, por favor—repite Cova en un tono menos suplicante, más enérgico que antes.

—Déjalo—dice Nieves con aparente tranquilidad—, con eso no hace más que demostrar lo que es.

—¿Y tú qué? ¿A quién quieres dar lecciones tú? Si estamos metidos en esta mierda es por tu culpa, ¿te enteras? Eres la gran lianta; si no se te hubiera ocurrido organizar esa chorrada de fiesta... Ayer ya te metiste con Rafa; no paraste hasta conseguir que...

—¡Silencio! ¡No voy a consentir que siga esta discusión!

Ginés ha aparecido inesperadamente por la puerta de la cocina. Lleva algo en una mano, una pequeña bombona de butano unida a un hornillo o algo así. Su expresión es grave y severa, y su voz ha restallado con la energía y la autoridad de un fenomenal latigazo.

—¿Y a ti qué te pasa ahora?—dice Hugo—. Que yo sepa nadie te ha nombrado jefe de... ¿Y qué llevas ahí?

—No sé si soy el jefe—dice Ginés—, pero no consentiré que empecemos a comportarnos de esa manera. Mientras vayamos juntos asumiremos todos, con todas sus consecuencias, las decisiones que tome la mayoría, ¿de acuerdo? Y por supuesto no nos quejaremos de algo que escogimos libremente, por mucho que ahora sepamos que habría sido mejor no haberlo escogido. Además...

—¡¿Libremente?! ¿Cómo le ibas a decir que no a...?

—¡Además!—continúa Ginés, imponiendo su voz—, mantendremos las normas de convivencia, si cabe con más escrupulosidad que antes, porque en una situación de... de emergencia, es cuando más se debe mantener el orden. Tendrás que apagar tu cigarro.

—Ah, o sea que hay una emergencia—dice Hugo aplastando con rabia su cigarro contra el plato—. ¡Menos mal! Menos mal que alguien lo dice, porque aquí todo son risitas, y bromitas, y que si ji ji ji, y que si ja ja ja... y aquí pasa algo tíos, ¿me oís? ¡Aquí pasa algo gordo, joder, y nadie tiene huevos de decirlo!

Las palabras de Hugo han caído como una losa sobre las ocho personas que están en la habitación. Nadie dice nada, nadie mastica, nadie mueve un dedo. Los ojos buscan otros ojos, otra mirada que transmita algo más que temor e incertidumbre.

—Eso ya es otra cosa—dice Ginés en un tono diferente, más sereno—. Eso lo podemos discutir... racionalmente, analizar...

—¿Racionalmente?—dice Hugo—, ¿Es racional que no hayamos visto un... puto ser humano en toda la mañana? Aquí tenía que haber alguien, joder; aquí sí. Es como si alguien nos los hubiera quitado de delante justamente cuando... cuando teníamos que aparecer nosotros.

—¿Qué quieres decir?—dice Ginés. Por unos momentos su expresión ha dejado entrever sorpresa, confusión, como si las palabras de Hugo le hubieran sugerido algo en lo que no había pensado.

—No sé lo que quiero decir. Yo ya no sé... no sé ni lo que pienso...

—A ver, centrémonos; no... no empecemos a dejar volar la imaginación. Tenemos que analizar objetivamente qué es lo que tenemos. Lo que tenemos son una serie de circunstancias... inhabituales, pero no inexplicables...

—Si empiezas a hablar así—dice Amparo con la espalda muy recta, separada del sillón—me parece... es como los médicos: me parece que me estás escondiendo algo malo.

—Vale, vale, de acuerdo—dice Ginés, dejando en el suelo el objeto que llevaba en la mano—. No penséis que rehuyo la realidad. Lo que tenemos es que no funcionan los aparatos eléctricos, ningún aparato eléctrico. No hemos visto a nadie desde que... desde que llegamos ayer al refugio...

—Yo sí, yo vi a los escaladores—apunta Ibáñez.

—Pero eso fue antes del apagón.

—Ah, sí, por supuesto.

—Pues eso te convierte en el último de nosotros que ha visto un ser humano. De acuerdo. Después, esta mañana, no hemos visto a nadie; pero hemos visto animales, y su comportamiento era normal, no parecía que les ocurriese nada raro.

—Un poco más confianzudos de lo normal—apunta Amparo—, el buitre ése... Y el corzo.

Other books

The Egg Code by Mike Heppner
Obsession by Ann Mayburn
Revelations (Bloodline Series) by Kendal, Lindsay Anne
Bloom by Elizabeth O'Roark
Revealed by You (Torn) by Walker, J.M.
One Night More by Mandy Baxter
Peacetime by Robert Edric