Authors: David Monteagudo
—Pues cuando lleguemos a la autopista aún será peor —dice Ginés—. Aquello ya puede ser el caos... menos mal que vamos en bicicleta.
El sol acaba de salir por detrás de una montaña fea y baja, precedida por una gran factoría cementera. La industria no sólo le ha transmitido al monte y los alrededores su color ceniciento, de excremento de pájaro, sino que además le ha arrancado un considerable bocado en forma de cantera, en la que amarillea el mineral del interior de la montaña. Eva y Ginés pedalean en dirección a la cementera, con el sol de cara.
La carretera fluye suavemente, en descenso, hacia la gran cuenca fluvial desecada, plagada de industrias, hacia el entresijo de arterias y vías de todo tipo, a todos los niveles, que unen la ciudad con el resto de la provincia. Las bicicletas, a moderada velocidad, con los pedales inmóviles, trazan una curva amplia, de noble trazado.
—Me he dejado las gafas allí... en el chalet—dice Ginés, haciendo visera con la mano a medida que la curva le encara directamente con el sol.
—¡Cuidado con ese coche!
Eva sí que lleva gafas de sol. Se ha alarmado porque realmente parecía que Ginés no hubiese visto el coche pegado al guardarraíl, amarillo y centelleante como el mismo sol que les deslumbra.
—Lo he visto, lo he visto... en el último momento pero lo he visto...
La pareja se ciñe al otro lado de la carretera; ahora ruedan sobre el arcén izquierdo. Es uno de los privilegios que les brinda su extraña situación de viajeros solitarios: el poder circular despreocupadamente por todo el ancho de la calzada. Ya van a salir de la curva cuando Ginés se fija en una pequeña carretera que discurre a un nivel más bajo, a su izquierda, a apenas cien metros de distancia. Se fija en un pequeño puente, y en la extraña curva que la carreterita describe para pasar por él y salvar así un torrente que después circula, canalizado, por debajo de la vía que ellos transitan. En el fondo del barranco, a un lado del puente, se ve una mancha gris, un objeto que habría pasado desapercibido si no fuera porque el sol de la mañana le arranca un brillo cegador a alguna pieza o superficie brillante que sin duda debe de tener. A medida que las bicicletas avanzan, el brillo desaparece, y en cambio se distingue mucho mejor la forma y el volumen del cuerpo que lo producía. Se trata de un coche, un coche de color gris oscuro, y en este momento apunta con sus faros mudos hacia los dos ciclistas. El cristal delantero, roto por el impacto, pero no desprendido, oculta el interior con su superficie translúcida, como un esmerilado sucio.
—Mira ese coche—dice Ginés.
—Se salió por la curva... El apagón le debió pillar en plena curva.
Las bicicletas siguen avanzando, y el coche va quedando atrás, ofreciendo ahora a la vista la superficie de uno de sus lados. Eva ya no le presta atención, pero Ginés lo ha ido siguiendo con la mirada a medida que avanzaban.
—¡Espera!—dice de pronto, al tiempo que aprieta los frenos y echa pie a tierra. Eva mira para atrás, y al ver a Ginés parado, frena a su vez la bicicleta y acaba deteniéndose unos metros más adelante.
—¿Qué pasa ahora?—dice, volviendo la cabeza.
Ginés tarda en responder. Está mirando, fijamente, sin pestañear, hacia el coche atravesado en el barranco.
—Hay algo... Hay algo dentro del coche.
Eva hace ademán de ir a replicar, pero al mirar hacia el coche su expresión cambia, se aparta las gafas de sol, dejándolas sobre la frente, y por unos instantes también ella se queda muda, con el ceño fruncido y la mirada fija y concentrada. En las plazas delanteras del coche, probablemente en la del conductor, hay un bulto erguido y rígido, inmóvil. El bulto bien podría corresponder a una persona, una persona sentada y ligeramente inclinada hacia delante.
Es evidente que este caso es diferente al de otros coches que han encontrado en el camino, coches en los que la forma de los reposacabezas, o de una chaqueta colgada en un respaldo, les engañó momentáneamente con la ilusión de una presencia humana. Sin bajarse de la bici, Eva da la vuelta y pedalea hasta llegar al lado de Ginés. Desde ahí el bulto todavía parece más humano, casi se distingue el color claro de la cara en contraste con el más oscuro de las prendas que le cubren el torso.
—Vayamos a ver qué es—dice Ginés.
Dejan las bicicletas en el suelo, saltan el guardarraíl y se quedan un momento al otro lado, inmóviles, indecisos. Desde esa distancia, el objeto que atrae toda su atención ya sólo puede ser una persona, o en todo caso un muñeco con la forma perfecta de una persona. La pareja empieza el descenso en completo silencio. El talud sobre el que se asienta la carretera es extenso y bastante inclinado, de tierra blanda en la que crece una hierba rala y desmedrada. Los talones se hunden en el descenso y la tierra se mete dentro del calzado, pero ni Ginés ni Eva piensan de momento en eliminar esa molestia. Finalmente llegan al pie del talud; allí empieza un terreno irregular pero más agradable, con arbustos y carrascas y una bajada no tan pronunciada. Aquí hacen otra pequeña parada. La figura del interior del coche sigue totalmente inmóvil; cada vez se ve más claro que es efectivamente un cuerpo humano, aunque choca un poco el hecho de que toda la cabeza se vea clara, y hasta brillante, como si no tuviera pelo.
—Debe de estar muerto—dice Ginés, sin ocultar su nerviosismo—. No puede ser que haya estado aquí, quieto, durante tanto...
Una brutal detonación interrumpe las palabras de Ginés, que se contrae y se lleva instintivamente las manos a la cabeza.
—¿Qué haces? ¿Estás loca?—dice, al ver a Eva con la pistola en la mano, alejándola de su cabeza para librarse del humo que desprende.
—Está muerto—dice Eva, sin mirar a Ginés—. No se ha movido, ni un milímetro.
—Claro... claro, pero... podrías haber avisado... ¿Al menos... al menos habrás disparado al aire... ?
—Por supuesto.
Ginés todavía resopla del susto. No se esperaba el disparo, no esperaba siquiera que Eva cogiera la pistola antes de echarse a andar, a pesar de que era lo más lógico, lo más prudente. Pero Ginés estaba tan distraído, iba tan atento mirando al coche, que no ha reparado en lo que la chica estaba manipulando.
De nuevo se ponen en marcha. Eva extrae el cargador del arma y repone cuidadosamente la bala que falta con una que ha sacado de su bolsillo. Lo cierto es que hace apenas dos horas, cuando todavía estaban en la habitación, ha hecho algunas prácticas poniendo y sacando el cargador y disparando por la ventana.
—Es un cuerpo, es un cuerpo, quiero decir que...
—Que está muerto—concluye Eva.
—Sí, pero por lo menos... ¡es el primer ser humano que encontramos! Es buena señal, a lo mejor... a lo mejor... en la ciudad...
Ginés no concluye la frase. Han llegado a la pequeña carretera por la que circulaba el coche. La atraviesan y empiezan a bajar por el barranco, cuya pendiente es mucho más pronunciada. En algún momento incluso resbalan y bajan un trecho patinando, sujetándose con las manos a las matas ásperas y recias que crecen aquí y allá.
—La cabeza...—dice Ginés—es... es completamente calvo: el pelo... sólo... sólo tiene un poco, en las sienes, por eso se veía tan raro...
El coche está cada vez más cerca, ya sólo deben de faltar quince o veinte metros para llegar a él. A través del cristal de la ventanilla, iluminada directamente por el sol, la figura que hay en su interior parece esperar en una serena quietud, ligeramente inclinada hacia el volante. Ahora ya se puede afirmar que es un hombre, un varón más bien delgado, no joven, incluso podría ser un anciano; sólo en su rostro hay algo turbio y difuso, acentuado tal vez por el escorzo, que impide sacar más conclusiones.
—El primer ser humano. El primer ser humano que encontramos y... y está muerto...
Todo el nerviosismo, la ansiedad, la tensión del momento se le escapa a Ginés por la boca en forma de palabras. Eva ha optado por un austero silencio, pero su mirada, su expresión, la forma en que aferra la pistola, delatan la terrible tensión a la que se ve sometida.
Ya están junto al coche. Es una berlina de mediano tamaño, con bastantes años a cuestas. Resulta difícil precisar el estado de conservación en que se hallaba en el momento de sufrir el accidente. Ahora tiene la chapa sucia y magullada, las luces y algunos cristales resquebrajados, aristas hundidas, plásticos desprendidos y restos de vegetación adherida. Pero está de pie, no demasiado inclinado, inmovilizado en el fondo del barranco.
—¡Dios mío... la cara...!—dice Ginés acercándose con precaución a la ventanilla—, ¡tiene un hematoma... horrible! De lejos ya me parecía que había algo raro...
—No murió en el acto. Aunque pudo perder el conocimiento. .. seguramente perdió el conocimiento.
—¿Y
tú cómo sabes eso?—dice Ginés, casi irritado.
—No lo sé, es por lógica: si estás muerto no hay circulación sanguínea. Todo se para... ah, y no llevaba puesto el cinturón.
—Por eso... por eso el golpe... El accidente... tampoco era para tanto.
Ginés se queda en el lado del conductor, con una actitud más reflexiva, más deductiva. En cambio Eva empieza a rodear el coche observándolo todo, lanzando, de vez en cuando, miradas a su alrededor.
—No era viejo, no lo parece... es la falta de pelo lo que le hacía parecer...
—Era más o menos como tú—dice Eva, empinándose para mirar sobre el techo.
—¿Como yo?
—De tu edad, quiero decir.
—De mi edad...—repite Ginés pensativo.
—Creo que no llegó a dar ni una vuelta de campana.
—Puede ser. No se ha roto del todo ningún cristal.
—Por eso está intacto...
—¿El qué?
—El—dice Eva señalando al interior del coche—. Si no ya habría entrado alguna alimaña y...
—Los cristales cerrados... todos...
—Llevaría el aire acondicionado.
La tensión va decreciendo gradualmente, la ausencia de sorpresas contribuye a ello. La pistola cuelga al final del brazo, apuntando al suelo; pero Eva todavía mira de vez en cuando hacia el exterior, oteando el paisaje de los alrededores. Ginés, en cambio, se sume en un estado de atónita reflexión.
—¿Y cómo es que éste no... no desapareció...?—dice, con la mirada perdida—. Hemos visto un montón de coches, y algunos mucho más destrozados...
Eva acerca la cara a la ventanilla del lado del pasajero. No se tiene que agachar, más bien tiene que sujetarse a la moldura del techo, porque el terreno baja mucho por ese lado y el calzado tiende a resbalar sobre las hierbas.
—Podría ser...—dice Ginés—, puede ser que nos estemos alejando... que estemos saliendo de la zona... de la zona de influencia de...
Eva mira una vez más en derredor, con desconfianza, como el ratero que va a cometer un delito, y a continuación posa su mano en la manilla de la puerta. Pero no la acciona.
—A lo mejor más allá, en la ciudad... empieza a haber gente...
—Tendríamos que entrar—dice Eva—o sea... abrir alguna puerta. En realidad... habría que... certificar que realmente está muerto.
—¿Cómo quieres que no esté muerto?—replica Ginés, despertando de sus cavilaciones—. Con ese color que tiene en la piel...
—Desde aquí se le ve mejor la cara.
Eva acerca de nuevo su cara al cristal y la desplaza por éste en todas direcciones. Su mano izquierda se sujeta en la moldura del techo, mientras que la derecha, ocupada por la pistola, se apoya en el anclaje de lo que fue el retrovisor.
—Mira... hay una hoja de papel... entre la palanca de cambios y... parece ropa... una chaqueta.
Ginés rodea el coche hasta llegar al lado de Eva. Pero los pies le patinan en el terreno inclinado, y se agarra como buenamente puede al vehículo, que se balancea un momento, con un breve movimiento de barca.
—¡Cuidado!—dice Eva—. Aún se nos va a venir encima.
Ginés afianza bien los pies y se apoya en la carrocería, empujando en vez de estirar.
—¿Qué dices de un papel?
—Sí—dice Eva, apartándose un poco para dejar sitio a Ginés—, hay un folio, una hoja de papel...
Ginés se acerca a la ventanilla. Desde este punto de vista se ve mejor al ocupante del coche: el hematoma apenas afecta a la parte derecha de la cara, y además la cabeza está ligeramente girada hacia ese lado. Ginés mira un momento a través del cristal, moviendo la cabeza como antes ha hecho Eva, hasta que de pronto se queda quieto, en completa inmovilidad, durante unos segundos, y después empieza a retroceder muy lentamente, con el cuerpo muy erguido, mirando al coche como si lo viera en este momento por primera vez.
—¿Qué pasa?—dice Eva.
Ginés se ha quedado quieto a unos pasos del coche. Es evidente que alguna idea ocupa su cabeza, una idea que no tenía cuando empezaron a inspeccionar el coche, que nada tiene que ver con la curiosidad errática y reflexiva, un tanto miope, que ha mostrado hasta el momento.
—¿Qué pasa? ¡ ¿Qué coño pasa ahora?!
—Nada... nada—dice Ginés—, que... habrá que abrir. Habrá que abrir, como tú dices.
Ginés ha contestado, pero continúa con la vista clavada en el coche. Eva le mira un momento, en silencio, después deja escapar un resoplido corto y despectivo, y a continuación se da la vuelta y acciona la manilla de la puerta.
—Debe de estar atascada—dice, mientras tira de la manilla, cada vez con más fuerza—por el choque, la carrocería se debe de haber...
Eva deja la pistola sobre el capó, y agarra con las dos manos el tirador, estirando con todas sus fuerzas.
—No puede ser que esté cerrada—dice Eva, con la voz deformada por el esfuerzo—, el pivote... el pivote está...
La puerta se abre de golpe. Eva sale disparada hacia atrás, y además sus dedos pierden el asidero, de modo que se cae llevándose consigo a Ginés, que estaba detrás de ella y acaba también en el suelo. Los dos quedan en un torpe amontonamiento del que les cuesta un tanto levantarse, en una situación que habría resultado cómica en circunstancias menos dramáticas.
Finalmente, cuando ya están los dos en pie, con Eva en una posición más cercana al coche, les recibe el aliento inconfundible, vagamente dulzón, que la puerta abierta ha dejado salir al exterior.
—Creo que no hará falta comprobar si respira—dice Eva, llevándose una mano a la nariz.
Pero Ginés mira al interior del coche con ojos desorbitados, con una mirada fija y obsesiva que apenas puede ocultar el horror. En el asiento del conductor, el cadáver no se ha movido a pesar del balanceo que ha sufrido el vehículo con la apertura de la puerta; la rigidez del cuerpo se lo ha impedido. La boca está ligeramente abierta, mostrando un hueco negro y sin brillos; y entre los párpados entrecerrados, amoratados, se entreven las córneas veladas, con la opacidad de la muerte. Ya no hay vida en ese cuerpo, ni siquiera un reflejo de ella, sólo en las prendas de vestir —una camiseta de manga corta y un pantalón de chándal, con el aditamento de unas bambas un tanto chillonas—hay cierto aire de normalidad, de cotidianeidad. Eva se vuelve un momento para mirar a Ginés.