—¿Y le crees a él antes que a mí? —cortó Lucía, dolida.
Mattius no respondió. Desde el pasillo, Lucía y Michel podían oír que le costaba respirar.
—Mattius, ¿estás herido? —preguntó la juglaresa, y apartó a Michel de la cerradura para intentar abrirla.
Sacudió el candado con frustración.
—Busquemos una barra de hierro o algo que se le parezca. No te preocupes, Mattius —le dijo a su amigo—. Te sacaremos de ahí.
Mattius siguió sin contestar. Probablemente estaba reconstruyendo sus esquemas mentales, intentando entenderlo todo, colocando a Alinor en lugar de Lucía en la figura del enemigo.
—Quizá podamos echar la puerta abajo —comentó Michel.
Lucía iba a replicar, cuando un grito resonó desde algún rincón en sombras.
Se volvieron rápidamente, a tiempo de ver a García que se abalanzaba sobre ellos espada en alto. La juglaresa reprimió un grito y cerró los ojos, pero entonces, como creado de las entrañas de la oscuridad, un enorme perro lobo se abatió sobre él, los ojos relucientes, el pelo erizado, las fauces abiertas, enseñando unos colmillos mortíferos.
El maestre cayó derribado al suelo y luchó por desembarazarse del animal.
Lucía se acurrucó contra la puerta. Sintió entonces que Michel le ponía algo en la mano. Lo reconoció al tacto: era el saquillo con los dos ejes.
—¡Márchate! —dijo el monje—. ¡Escapa ahora!
Lucía reaccionó deprisa y echó a correr. Lo último que oyó fueron los gruñidos del perro, los gritos de García y un aviso de Mattius que resonó por el corredor:
—¡Busca el Círculo de los Druidas! ¡El Círculo de los Druidas, a varios días dirección noroeste! ¡Dirección noroeste!
Lucía grabó la indicación a fuego en su mente. Le dolía dejar a Mattius y Michel, pero confiaban en ella y no podía defraudarlos.
Salió al aire libre.
El patio del castillo era un caos. Había varios cuerpos en el suelo y algunos caballeros seguían luchando. Lucía se quedó temblando, pegada a la fría pared de piedra de la torre del homenaje. Entonces oyó relinchar un caballo y se dirigió hacia allá.
Momentos después salía disparada del castillo, montando una soberbia yegua alazana, galopando hacia los páramos, de espaldas al lugar donde, tras las colinas, el cielo comenzaba a clarear, comiéndose las últimas estrellas.
No oyó los cascos del caballo que corría tras ella.
Reinaba el silencio en las mazmorras.
—Y ahora, ¿qué hacemos? —dijo entonces Michel.
Mattius trataba en vano de ver algo a través de la mirilla. Se encontraba fatal, pero la acción le hacía olvidar el dolor y la debilidad.
—No sé —dijo—. ¿Está muerto?
Michel miró fijamente el bulto exánime de García. «Me pregunto cómo habrá salido de la torre», pensó. En su lucha con
Sirius
, el castellano se había golpeado la cabeza contra un saliente del suelo de piedra. No se movía.
—No lo sé —respondió—. Y no me obligues a acercarme para averiguarlo.
—Está bien, está bien. El perro le vigilará. Tú concéntrate en esa cerradura.
Michel iba a obedecer cuando oyó un chirrido que los puso a los dos de nuevo en tensión.
—¿Qué ha sido eso? —susurró el juglar.
—No veo nada, pero…
La luz de las antorchas arrojó sobre el suelo la sombra de una mujer que avanzaba por el recodo.
—Es una dama.
Mattius maldijo para sus adentros.
—Dime que no es lady Alinor y te estaré agradecido el resto de mi vida.
La visitante dobló la esquina. El fuego iluminó su semblante pálido, infantil, y su larga melena pelirroja brilló con reflejos cobrizos.
—Es lady Julianna —informó Michel, aliviado.
—¡Aleluya! Pregúntale si puede abrir esto.
No fue necesario. La señora de Winchester avanzaba hacia ellos con un manojo de llaves en la mano.
—¿Qué ha pasado? —inquirió Michel.
—Hemos ganado nosotros. Los normandos están prisioneros, o muertos. Algunos han escapado.
—¿Y lady Alinor?
—Ha escapado también. Los suyos la han rescatado.
La cerradura se abrió con un chasquido. Mattius salió, tambaleándose.
—Lucía —murmuró—. Ha ido a buscar a Lucía.
Se inclinó ante lady Julianna.
—Muchas gracias, señora —le dijo muy serio, en lengua sajona—. Si yo fuera un caballero, sólo os serviría a vos.
La joven esbozó una triste sonrisa.
—Vámonos —urgió Michel—. Hemos de llegar a ese lugar antes de que lo haga lady Alinor.
Salieron del subterráneo, olvidando por completo el cuerpo inerte de García Núñez.
Lucía cabalgó sin descanso hasta que su yegua ya no pudo más. Entonces se vio obligada a parar y a reconocer que ella misma estaba al límite de sus fuerzas. Sin embargo, no se permitió una pausa prolongada. No tenía ni la menor idea de cuántos días faltaban para el fin del milenio, pero el invierno ya tomaba posesión de los páramos y no le quedaba mucho tiempo. Cualquier retraso podría resultar fatal.
Siguió cabalgando en dirección noroeste, pensando detenerse en algún pueblo o granja solitaria para preguntar por el Círculo de los Druidas; pero ante ella sólo se extendía un páramo brumoso e interminable.
Pasó varios días sin apenas comer ni dormir. La alazana estaba a punto de estallar, pero ella descansaba sólo lo imprescindible. Al quinto día empezó a llover y ya no paró.
Calada, hambrienta y agotada, buscó con la mirada un refugio cuando ya no pudo más. Frente a sus ojos, un poco más allá, comenzaba un inmenso bosque impenetrable.
Una fina columna de humo se elevaba entre las copas de los árboles desafiando a la lluvia. «¡Una casa!», pensó la muchacha, y espoleó a su yegua, dirigiéndola hacia allí.
Se internó en el bosque y pronto fue incapaz de localizar el humo. Vagó sin rumbo bajo la lluvia, extenuada, hasta que el cansancio la venció y su vista se nubló.
Cayó de la montura, pero ya estaba inconsciente antes de tocar el suelo.
Emergió de golpe de un mundo de pesadilla poblado por damas engañosas, guerreros con grandes espadas y vinos adulterados para encontrarse con una dolorosa luz brillante. Tenía calor, pero tiritaba.
Lenta, perezosamente, volvió a la realidad. Se descubrió acostada en un lecho, cubierta por una manta, en el interior de una rústica cabaña de madera. Una pequeña hoguera ardía en un hoyo en el centro de la habitación. Sobre ella reposaba un caldero en el que borboteaba algo que olía tan bien como la sopa que le preparaba su abuela, en Galicia. Todo olía a verde y a hierba, y a la joven le trajo recuerdos de su hogar.
«Estoy en casa», pensó.
O tal vez no. Quizá el fin del mundo había llegado, estaban todos muertos y aquello era el cielo. Siempre se lo había imaginado como algo así.
Una figura se movía al fondo de la pequeña habitación. Caminaba con pasos menudos y ágiles, y machacaba algo en un mortero.
Lucía se esforzó en mirarlo bien. Podría ser un ángel. Sería la primera vez que veía uno.
Para su decepción, el ángel no era un hermoso y apuesto joven rubio con alas de pluma de cisne, sino un viejecillo encorvado, con un larga barba blanca y unos ojillos brillantes como brasas. La juglaresa parpadeó, perpleja. El rostro del hombrecillo estaba surcado de arrugas y tenía cierto color pardusco. No se parecía en nada a un ser sobrenatural.
—Qué… —murmuró, e intentó incorporarse.
El anciano reparó en ella y corrió hacia el lecho hablando una jerga que Lucía no entendió. Él pareció darse cuenta, y le indicó por señas que estaba débil y debía descansar.
A la joven no le gustaba la idea, pero debía reconocer que se sentía muy cansada. Cerca de ella había un ventanuco. Al mirar afuera vio a su yegua alazana pastando junto a la casa. Más allá, el bosque.
Recordó entonces el humo sobre las copas de los árboles, y cómo había buscado la casa infructuosamente. Tenía la vaga sensación de que se había desmayado.
Probablemente el viejo la había encontrado.
Suspiró. No sabía dónde estaba ni si llevaba mucho tiempo allí. Pero no costaba nada intentar averiguarlo. Carraspeó.
—Señor, yo… busco un lugar.
Su salvador se volvió hacia ella y la miró con ojillos inquisidores.
—Tengo que llegar al Círculo de los Druidas —explicó—. ¿Entiendes? El Círculo de los Druidas.
El hombre hizo un sonido extraño y Lucía tardó algunos segundos en comprender que se estaba riendo. Frunció el ceño. ¿Qué le parecía tan gracioso?
Alegremente, el hombrecillo se golpeó el pecho y dijo:
—Druid.
Lucía no lo entendió y lo miró con extrañeza.
—Druid. Druid —insistió el anciano, señalándose a sí mismo.
Lucía comprendió.
—¡Ah, tú… tú eres uno de esos… druidas!
El viejo asintió, contento de habérselo hecho entender.
—Entonces, sabrás dónde está el Círculo de los Druidas. ¿Oyes? El Círculo de los Druidas.
El druida la miró un poco perdido y sacudió la cabeza. Lucía suspiró y se arropó con la manta. Se preguntó por qué no había hecho nada por aprender el idioma sajón mientras estaba en Winchester.
Observó cómo el viejecillo retiraba el caldero del fuego y apagaba la hoguera. Permaneció en silencio, con la vista fija en las pavesas que se extinguían, cuando se le ocurrió una idea.
Se levantó y avanzó hacia el centro de la cabaña, aún temblándole las piernas. El druida la miró alarmado, pero la dejó hacer. Se inclinó sobre las cenizas y cogió un carbón. Luego se acercó a una mesita construida a partir del tocón de un árbol y apartó con cuidado los montones de hierba que había sobre ella, procurando no mezclarlos. Con el carbón, intentó dibujar en la madera el monumento que había visto en su mente. Las rocas verticales y horizontales. El Círculo de Piedra. El Círculo de los Druidas.
El anciano contempló el dibujo gravemente, y asintió. Dijo una sola palabra:
—
Stonehenge
.
Lucía tragó saliva. Tal y como lo había pronunciado, aquel nombre parecía encerrar una poderosa y misteriosa fuerza en su interior. Exactamente igual que el druida, se dijo, sorprendida por su descubrimiento. Exactamente igual que las meigas de Galicia.
Recordó de pronto dónde había oído antes la palabra
druida
. Su abuela le había hablado alguna vez de hombres sabios que vivían con los antiguos celtas, que tenían poderes como las meigas y que no eran sino espíritus del bosque que habían escogido un cuerpo humano.
Todo leyendas.
Miró al hombrecillo con una mezcla de temor, respeto y cariño.
—No sabía que todavía quedara gente como tú —le dijo—. En Galicia se extinguieron, y sólo las meigas los recuerdan.
El druida le dirigió una mirada limpia y transparente, como si hubiera entendido. Entonces, con una actitud que pretendía ser severa, le señaló la cama de nuevo.
—Estoy enferma, lo sé. Pero no por mucho tiempo —dijo Lucía mientras se metía bajo la manta—. Tengo que salvar el mundo, ¿sabes? —murmuró, antes de quedarse dormida.
Tardó un par de semanas en reponerse del todo. Durante ese tiempo, no dejó de pensar en Mattius y en Michel, reprochándose una y otra vez el haberlos abandonado en el castillo de Winchester.
Mientras tanto, había mostrado al druida —que le hizo saber que se llamaba Guthlac— los dos ejes, que brillaban con una pálida luz irisada. El anciano los había estudiado con una mezcla de interés y temor, que se convirtió en estupefacción cuando miró a través de las piedras. Lucía se quedó intrigada: al igual que el capitán moro, el druida había visto algo que los demás no lograban ver. La muchacha no pudo explicarle toda la historia, pero insistió en que era urgente que llegara al Círculo de Piedra, Stonehenge o como se llamara, cuanto antes.
Una mañana, partieron.
Había llovido la noche anterior y todo el bosque estaba húmedo. Lucía preparó su caballo y Guthlac aferró bien su nudoso bastón. No se preocupó en cerrar la cabaña, y la juglaresa se preguntó por qué.
Dieron la espalda a la modesta casa y se internaron en el bosque.
Tres días después llegaron a otra cabaña, construida en el hueco del tronco de un enorme árbol caído. Era muy semejante a la de Guthlac, y Lucía se preguntó si sería la vivienda de otro druida. Su amigo pareció contento de verla, pero al instante se formó en su frente una arruga de preocupación.
Entraron en la casa, tras abrir la puerta sin ningún esfuerzo. Los ojos de Lucía no habían terminado de habituarse a la semipenumbra cuando el druida emitió un lamento desconsolado y corrió hacia un rincón.
Sentado sobre una silla, inmóvil, dormía un anciano semejante a un árbol nudoso. Parecía incluso de más edad que Guthlac. Se había trenzado la larga barba blanca, pero sobre la cabeza ya no le quedaban cabellos. Tras observar con atención, Lucía entendió el por qué de la desolación de su amigo: el anciano no dormía, a pesar de la expresión plácida y pacífica de su rostro.
—Lo siento —musitó—. Era tu amigo. ¿Era un druida también?
Guthlac se volvió hacia ella. Su mirada era insondable, prendida de una tristeza infinita. No lamentaba la pérdida de su amigo; parecía tener la certeza de que ahora descansaba en paz en un lugar mejor. El dolor que se asomaba a sus ojos estaba causado por algo peor: la soledad.
No hicieron falta palabras. Lucía comprendió.
—Eres el último —murmuró—. El último druida. ¿Por qué? ¿Dónde están los tuyos?
Con gestos, Guthlac le explicó que los hombres sólo luchaban y se odiaban entre ellos. En otros tiempos, dijo, también había guerras, pero el hombre escuchaba y respetaba a la naturaleza, y podía llegar a fundirse con ella. Así habían nacido los druidas.
Pero ahora ya nadie hablaba a las flores ni acariciaba a los árboles, y las plantas se guardaban sus secretos para sí. La armonía se había roto y la raza de los druidas estaba condenada a extinguirse tras la desaparición del pueblo de los celtas.
Lucía quedó asombrada. Lo había comprendido todo sin necesidad de palabras, y se preguntó qué clase de magia era aquélla. Quiso explicarle que más allá del mar, en Galicia, quedaba un grupo de mujeres que poseía algunos de los conocimientos druídicos. Pero no supo cómo expresarlo sin necesidad del lenguaje.
Guthlac salió entonces de la cabaña y le indicó que lo siguiera. Le mostró un camino que discurría entre los altísimos árboles.
—Stonehenge —dijo.