Lucía lo miró.
—¿Tú no vienes? ¿Te quedas aquí?
Guthlac sacudió la cabeza y dirigió una mirada a la cabaña. La joven comprendió que debía honrar a su amigo muerto.
Con lágrimas en los ojos se despidió de él. Montó en su yegua y siguió por el camino, dejando atrás la casa del árbol y a Guthlac, el último de los druidas.
El camino seguía dando vueltas a través del bosque. Lucía dejaba andar a su montura sin mucho interés. Ella no lo sabía, pero aquel día era el último del año. El último del milenio.
Al anochecer llegó a Stonehenge, el Círculo de los Druidas. Las enormes piedras se alzaban, con una armonía perfecta, en medio de una gran explanada, allá donde acababa el bosque. La luna brillaba suavemente, bañándolas en una luz plateada.
Lucía se estremeció. Incluso sin los druidas, aquel lugar emanaba tal poder que se le erizó el vello de la piel. Su percepción fuera de lo común le indicó que, en tiempos no muy remotos, en Stonehenge podían producirse milagros.
La alazana no parecía tener muchas ganas de acercarse allí, de modo que Lucía desmontó y se aproximó a pie. Vagó entre los grandes bloques de piedra, como en un sueño, hasta que descubrió que algo en su cinto ardía como una brasa. Dentro del saquillo, los dos ejes despedían un intenso fulgor.
La juglaresa recordó su misión y exploró el lugar con la mirada. Justo en el centro del círculo, sobre la hierba, había una gran piedra plana que parecía una especie de altar de ofrendas.
Lucía se acercó a ella.
—¿Y ahora, qué hacemos, Mattius? —preguntó Michel—. Llevamos días dando vueltas por este bosque. No hay ni rastro de Lucía.
—Exacto. Hemos seguido sus huellas hasta aquí; de pronto, desaparecen como por arte de magia y nos topamos con esa cabaña abandonada. ¿Tú qué opinas?
—No lo sé. No quiero ni pensar que Alinor la haya alcanzado.
—Pues no lo pienses. Ésta es la última noche, Michel. Tenemos que encontrar ese lugar. Si hay suerte, Lucía estará allí. Si no… prepárate para el Apocalipsis y la llegada del Anticristo.
Michel se estremeció. Llevaba mucho tiempo predicando aquello, pero en boca de Mattius parecía aún más terrible.
—Sé lo que estás pensando —dijo el juglar—: No deberíamos habernos entretenido tanto en Winchester.
—No, Mattius, no es lo que estoy pensando. Hicimos bien en retrasar la partida unos días. No podías ni cabalgar. Además, los mapas que nos proporcionó el arzobispo resultaron muy útiles.
Sonrió para sí. Mientras Mattius se recuperaba del encierro y la tortura sufridos, el monje había visitado a Aelfric y le había pedido perdón por haberle creído cómplice de la cofradía. Todo quedó claro: el arzobispo no había interceptado el mensaje, sólo le había preguntado al muchacho por qué llevaba tanta prisa. El recadero, muy poco discreto, le había contestado que llevaba una nota del hermano Michel para la doncella de lady Alinor. «No me gusta meterme en asuntos ajenos», explicó el arzobispo, «así que lo dejé marchar. Pero no me pareció bien que un religioso andará tonteando con muchachas, y te lo dije».
Michel, respirando profundamente, decidió confiar en él.
No se arrepintió. Estudiaron juntos las profecías de Bernardo de Turingia, y el arzobispo hizo todo lo posible por describirle el lugar exacto. Le ofreció compañía y soldados que lo protegieran, pero Michel decidió seguir solo, con la única compañía de Mattius y su perro.
Una exclamación del juglar interrumpió sus pensamientos:
—¡Eh, mira! ¿Qué es eso?
Frente a ellos se alzaba una curiosa construcción en el tronco hueco de un enorme árbol. Mattius desmontó y, antorcha en mano, corrió a ver qué o quién había dentro, seguido del perro.
—Extraño —dijo cuando salió—. No hay nadie. Sólo el cuerpo de un viejo que debe de tener por lo menos cien años, y unas ropas pardas en un rincón.
Michel apenas lo estaba escuchando. Había descubierto un camino bastante bien trazado y alzaba su antorcha para verlo mejor.
—Mira, Mattius —dijo—. Juraría que se ha ido por ahí. Casi diría…
—Pues ¿a qué estamos esperando?
Montó de un salto sobre su caballo zaino y lo espoleó para que entrara al galope por el camino.
Michel le siguió.
Lucía se rompió una uña y sintió que los dedos le sangraban, pero siguió escarbando tenazmente. Sabía que no se equivocaba.
Oyó un aleteo cerca de ella y se volvió. Un enorme búho gris la observaba fijamente desde lo alto de una de las rocas. La joven se sintió inexplicablemente reconfortada y siguió arañando la tierra.
De pronto, sus dedos toparon con una pequeña caja de madera. La desenterró y la sacó del agujero. La estudió bajo la luz de la luna. No parecía estar cerrada con llave: la abrió fácilmente.
Extrajo de su interior un amuleto consistente en un ópalo de color indefinido engarzado en un soporte con forma de ojo. La piedra brillaba tenuemente con un suave fulgor irisado. Su tono era parecido al verde.
La colocó sobre la piedra lisa del centro del círculo. Se llevó la mano al cinto y sacó los otros dos ejes del saquillo. Los dispuso junto al Eje del Pasado, y los observó.
También se habían encendido. Uno relucía con una tonalidad azulada; la del otro era rojiza. La joven no sabía cuál era cuál, pero no le importaba.
Se quedó un rato mirándolos, esperando que pasara algo. No sabía lo que tenía que hacer.
Hacía frío y la juglaresa estaba temblando. Echaba de menos a sus amigos. Mattius tenía razón: debía haberse quedado en su posada de Galicia. Ahora estaba sola, perdida e indefensa. Tenía hambre y frío. Y aquellas piedras sobrenaturales que bañaban su rostro en una luz irreal la llenaban de inquietud.
Quizá debería volver por el camino a buscar a Guthlac. Sí, eso haría.
Ya resuelta, se dispuso a coger los ejes y guardarlos en el saquillo cuando sintió una presencia tras ella, y un escalofrío le recorrió la espalda.
—Vaya, buen trabajo —comentó la voz de Alinor de Bayeux—. Ni yo misma lo habría hecho mejor.
Lucía se volvió rápidamente. No la había oído llegar.
La acompañaba un caballero normando. La joven se levantó con presteza, como un gamo. Quizá pudiera escapar.
Pero no podía dejar los ejes. Si lo hacía, todo su trabajo no habría servido para nada.
Aquel brevísimo instante de vacilación fue su perdición. Inmediatamente los musculosos brazos del caballero se cerraron en torno a ella.
Lucía sabía que era inútil resistirse.
Alinor de Bayeux avanzó hasta la muchacha. Portaba una antorcha en la mano y su semblante estaba serio, aunque había un brillo de triunfo en sus ojos. A la luz de la tea, estudió el rostro de la juglaresa como si lo viera por primera vez.
—¿Sabes?, podría matarte ahora mismo —dijo en castellano—. Pero faltan un par de horas para que acabe el último día del año.
Me aburriría soberanamente si no pudiera charlar con alguien. Este sitio es tan… tétrico…
—Mis amigos vendrán a rescatarme —replicó Lucía, aunque no muy convencida.
—Oh, no lo creo, querida. García es un hombre muy capaz. Sé que tú escapaste, pero no estoy tan segura de que ellos tuvieran la misma suerte.
Lucía tuvo que admitir que probablemente tenía razón. El perro habría entretenido al maestre, pero no por mucho tiempo.
Hubo un silencio. La juglaresa se preguntó si el soldado pertenecería también a la cofradía. Parecía que no, porque Alinor hablaba en castellano para que no la entendiera. Probablemente sería simplemente un caballero que les había jurado lealtad a ella y a su esposo, y que no la desobedecería por miedo a un terrible castigo cuando regresara. Lucía supuso que la dama poseía un gran poder en su castillo; quizá, en la sombra, era ella misma quien movía los hilos del destino del señor de Bayeux.
Se le ocurrió de pronto la idea de contarle al normando lo que estaba pasando, pero pensó que seguramente no la creería.
De todas formas, podía intentar…
—¿Por qué una dama como vos se ha unido a la cofradía? —preguntó en francés—. ¿Adoráis también al Anticristo?
Lady Alinor le dirigió una mirada astuta.
—No digas tonterías, niña —replicó, también en francés—. ¿Qué es eso de una cofradía? ¿Por qué hablas del Anticristo?
Lucía suspiró. Había sido un intento demasiado desesperado. La dama no se había dejado engañar.
Alinor se acercó a ella y le susurró al oído en castellano:
—Pequeña, yo no adoro al Anticristo. Yo soy el Anticristo.
Lucía la miró sin comprender, pero horrorizada ante semejante declaración.
—Verás, yo era hasta hace poco más de dos años una aburrida dama de la corte normanda —le explicó ella, aún en castellano—. Las intrigas palaciegas ya no me satisfacían, ni siquiera el plan de invadir la Bretaña. Una de mis doncellas pertenecía a esa cofradía y yo lo descubrí. Temerosa de que la delatara a las autoridades eclesiásticas, me contó todos los secretos de los tres ejes, y lo poco que faltaba para el fin del milenio y el reinado del Anticristo. Según el Apocalipsis, la Bestia gobernará durante algún tiempo, pero después las huestes celestiales lo vencerán y llegará el Juicio Final. La cofradía reza al demonio con la esperanza de que sea él quien venza en esta batalla. Debería llegar a través de los tres ejes; si la gente de la cofradía lo invoca, su poder será inmenso.
»A mí me interesó la historia de las tres joyas. El Eje del Pasado permite ver todo lo que ha sucedido en el mundo a lo largo de este milenio. El Eje del Futuro muestra lo que está por venir hasta el fin del próximo. Y el Eje del Presente, aparte de mantener a su portador eternamente joven, le otorga el conocimiento de todo lo que está pasando en ese preciso instante en todos los rincones de la Tierra. ¿Entiendes el poder y la importancia de esos amuletos?
Hizo una pausa, como esperando que Lucía asimilara la información. La muchacha se estremeció. «La mirada de Dios», pensó, recordando las palabras del moro.
—Por supuesto acudí a Aquisgrán para examinar el Eje del Presente, pero era demasiado tarde —prosiguió Alinor—. Tus amigos ya se lo habían llevado. Fingí convertirme al credo de la cofradía y les financié sus actividades. Fui generosa con ellos. Enseguida me aceptaron como patrona, protectora y señora.
»Dije a mi esposo que tenía intención de peregrinar a Santiago y no me lo impidió —sonrió—. Hace tiempo que el señor de Bayeux no tiene poder sobre mí. Me entrevisté con García Núñez, maestre de la cofradía, y juntos seguimos al juglar y al monje a lo largo del Camino. Escaparon de las meigas gracias a ti, y García quedó conmocionado por los sucesos de aquella noche. No me atreví a viajar sola y tuve que esperar a que su aterrorizada mente se recuperara. Cuando llegamos a Santiago, de nuevo, fue demasiado tarde.
»García salió en vuestra busca. Fue entonces cuando me enteré, por casualidad, de que la cofradía no conocía la ubicación del tercer eje. Llegué a la ermita justo a tiempo para impedir que ese estúpido maestre acabara con nuestra única fuente de información. El monje sabía descifrar esos pergaminos. Lo único que debíamos hacer era seguiros. Me pareció buena idea, sobre todo al ver que pensabais ir a Bretaña, un lugar que tenía intención de visitar hacía tiempo. Al Duque de Normandía le pareció de perlas la idea de enviar una espía camuflada de dama embajadora. Por supuesto yo tenía otros planes además de ésos. Y ya sabes por qué estaba en el mismo barco que vosotros, y por qué te tomé a mi servicio.
Una sospecha cruzó la mente de Lucía.
—La muerte de la doncella no fue natural —murmuró.
—Claro que no, qué cosas dices. Nada de lo que pasa a mi alrededor es casual. Y el barco normando tampoco se quemó por azar. Hice que García lo incendiara y así tener una excusa para quedarme en Winchester. Por lo que vi, una vez allí estabais tan perdidos como yo. Pero, cuando leí aquella nota que te mandaba el monje, me di cuenta de que habíais descubierto algo. Ya no hacía falta andarse por las ramas.
—Entonces fuisteis a ver al arzobispo y le dijisteis que yo había confesado que había sido Mattius el autor del incendio —concluyó Lucía—. Para continuar en la sombra a pesar de todo. Para hacer que él sospechase de mí y seguir maniobrando con comodidad.
—García fue muy persuasivo, pero el juglar terminó convenciéndolo a él de que no sabía nada. Tú tampoco sabías nada. Sólo me quedaba el monje. Si esa estúpida de lady Julianna no hubiera metido sus narices donde no le importaba…
No concluyó la frase. Exhaló un profundo suspiro y detuvo su caminar nervioso. Oteó el horizonte, pero todavía no clareaba.
Lucía se sentía débil, asustada y muy sola.
—Ya tenéis los ejes —dijo—. ¿A qué estáis esperando?
—Ya te lo he dicho. Cuando acabe el milenio, en el momento antes de que comience el Apocalipsis, invocaré su poder. García y sus patéticos amigos creen que actúo siguiendo los intereses de la cofradía. Cuán equivocados están.
Suspiró de nuevo y sacudió la cabeza.
—¿Y no es así? —se atrevió a preguntar Lucía.
Sentía los brazos entumecidos, pero el normando no aflojaba la presión. La dama contempló los amuletos sobre la piedra, con expresión pensativa.
—Mil años de Iglesia cristiana —dijo—. Toda una era. Estas joyas son la puerta y la llave para que esa era finalice. Y ahora las poseo yo. Se acabó el cristianismo. Ya falta menos para el inicio de la era de Alinor.
Lucía nunca había oído nada tan blasfemo, y se quedó estupefacta. La dama lo vio y sonrió.
—¿Te escandaliza, querida? —le preguntó con suavidad—. ¿Por qué? Reclamaré para mí el poder de los tres ojos. Piénsalo. La omnisciencia y la inmortalidad. El poder sobre el tiempo. Dentro de unos instantes, yo reinaré sobre el mundo.
Lucía sintió que se mareaba.
—Eres humana —susurró—. Ningún mortal debería acumular tanto poder. La Iglesia…
—¿Defiendes a la Iglesia? —la interrumpió ella—. ¿Nunca te has cansado de escuchar, una y otra vez, desde niña, que eres malvada e impura por el hecho de ser mujer? ¿Que por alguien como tú entró el pecado en el mundo? ¿No has sufrido abusos, humillaciones y desprecios por no haber nacido hombre?
La miró fijamente.
—Tú eres como yo —prosiguió—. Desafiaste al orden establecido para buscar tu derecho a ser feliz. La Iglesia cristiana se fundó para los hombres, Lucía. A partir de mañana, todo será diferente.
La juglaresa notó un tono de tristeza y amargura en su voz. Intuyó un profundo daño en aquella alma de fuego. Se preguntó cuánto había sufrido Alinor de Bayeux, cuánto había tenido que soportar una mujer orgullosa e inteligente, tratada como un objeto, vendida a los doce años a un hombre de cuarenta. Jugándose la vida en cada parto. Obligada a callar, porque la opinión de una mujer no era importante. Condenada a ser un objeto decorativo, un trámite indispensable para perpetuar el linaje de un rudo guerrero. Viendo correr la misma suerte a sus hijas.