Finis mundi (10 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: Finis mundi
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—¡Vosotras! ¿Dónde está el otro, el monje?

Las brujas hablaron entre ellas en rápidos siseos. La que parecía ser la cabecilla, una mujer de mediana edad, largos cabellos pelirrojos y expresión taimada, respondió por todas, en un castellano vacilante:

—No lo sabemos, señor. Se ha escapado. De todas formas, era apenas un niño, no muy fuerte. Hemos supuesto que el tesoro lo guardaría el hombre alto.

El otro frunció el ceño y se acercó a Mattius con la manifiesta intención de registrarle. El juglar, aún inmovilizado, se debatió todo lo que pudo y llegó a morderle el brazo. El hombre retiró la mano, furioso.

Mattius decidió hacer como si no entendiera qué estaba pasando.

—Si pretendéis robarme, señor, perdéis el tiempo —dijo—. Esa mujer se equivoca, no guardo ningún tesoro. Soy sólo un pobre juglar.

—Conque un pobre juglar, ¿eh? ¿Y no sabes lo peligroso que es viajar de noche?

Mattius se quedó sin habla, pero se rehízo rápidamente:

—El muchacho que me acompañaba tenía prisa por llegar a Santiago para ofrecer sus votos al Apóstol. No quise dejarlo solo.

—¿No sabes que Santiago fue atacada por los moros? Son malos tiempos para peregrinar, amigo.

—Señor, dejadme marchar —insistió Mattius—. Soy un pobre juglar peregrino. No tengo nada. No sé por qué os molestáis.

Los labios del desconocido esbozaron una torcida sonrisa.

—Yo creo que sí lo sabes. Me llamo García Núñez. Soy maestre de la Cofradía de los Tres Ojos. Me han encargado la misión de recuperar cierto… objeto que tú y tu amigo robasteis de la iglesia palatina de Aquisgrán hace varios meses. Sé muy bien quién eres, y sé que no me he equivocado de persona, así que no trates de engañarme. No te servirá de nada.

Había sido un buen intento, se dijo Mattius. García se quedó observándole, como para decidir qué hacer con él.

—Mátale —sugirió la portavoz de las meigas—. Está indefenso.

—No. Si no es él quien tiene el eje, por lo menos podrá decirnos dónde está. De todas formas, podríais ayudarme a mantenerlo quieto.

—Por supuesto.

Las meigas comenzaron entonces a entonar un curioso cántico. Mattius no entendió lo que decían, pero no le gustó.

El cofrade se aproximó de nuevo para registrarle. Mattius quiso volver a resistirse, pero descubrió que ahora ya no podía; por alguna razón, su cuerpo estaba inmovilizado. Una ola de terror helado le recorrió por dentro cuando fue consciente de que le habían sometido a algún tipo de hechizo. Esta vez no pudo hacer nada para evitar la inspección.

García torció el gesto al comprobar que Mattius no llevaba encima lo que estaba buscando; lo cual no impidió que se quedara, sin ningún escrúpulo, con el escaso dinero del juglar.

—El muchacho —masculló—. El joven monje es quien tiene el eje.

Mattius se sonrió para sí. El castellano descubrió la sonrisa y le propinó un puntapié. El juglar gimió, pero seguía riéndose por dentro. En aquellos momentos Michel debía de estar ya muy, muy lejos…

De pronto se le ocurrió la alarmante idea de que su amigo podría cometer la estupidez de volver a rescatarlo… y se le borró la sonrisa. Consideró la posibilidad, y maldijo a Michel para sus adentros, ya completamente convencido de que, impulsado por sus sentimientos de lealtad, el monje sería incapaz de abandonarlo allí. Rezó fervientemente para que el muchacho hubiera actuado razonablemente.

De pronto se le ocurrió la alarmante idea de que su amigo podría cometer la estupidez de volver a rescatarlo… y se le borró la sonrisa. Consideró la posibilidad, y maldijo a Michel para sus adentros, ya completamente convencido de que, impulsado por sus sentimientos de lealtad, el monje sería incapaz de abandonarlo allí. Rezó fervientemente para que el muchacho hubiera actuado razonablemente.

Oculto tras unos enormes helechos, Michel observaba la escena con preocupación. Tal y como Mattius temía, había decidido que no se marcharía sin él.

Había escapado de las brujas fortuitamente. Su caballo se había encabritado, rompiendo el cerco y huyendo al galope. El monje se había aferrado a su montura con una fuerza, nacida del miedo y la desesperación, que ni él mismo habría creído poseer. No obstante, un poco más lejos, había perdido el equilibrio y caído como un fardo sobre los helechos que crecían junto al camino. El caballo se había perdido al galope en la oscuridad.

Si las meigas no se habían dado cuenta de que Michel las seguía era, probablemente, porque estaban demasiado concentradas con su presa. Habían atacado al más fuerte, dando por sentado que debía de ser éste quien guardaba el eje. Aquel error suponía que Mattius y Michel aún tenían una oportunidad.

Pero primero había que rescatar al juglar.

El escondite de Michel estaba lo suficientemente lejos como para que las brujas no lo descubrieran, pero también lo suficientemente cerca como para que el muchacho escuchara lo que decían. Así había oído toda la conversación entre Mattius y García Núñez. Y así oyó cómo éste daba a las meigas órdenes de peinar el bosque y capturarlo costara lo que costase.

El miedo le acuchilló las entrañas, y forzó a su mente a trabajar desesperadamente en busca de un buen plan de rescate.

Descubrió entonces que, de pronto, las meigas parecían inquietas. Lanzaban furtivas miradas a las sombras del bosque, y susurraban entre ellas, temerosas. García les preguntó qué pasaba. Michel también se sentía intrigado.

Una mano se posó sobre su hombro, y le hizo dar un respingo. Se contuvo para no gritar.

—No te preocupes —dijo una voz suave—. Vamos a ayudarte.

Unos metros más allá, Mattius escuchaba atentamente la conversación de sus captores. Por algún motivo, las meigas estaban nerviosas, y se negaban a separarse unas de otras y a alejarse del monumento de piedra. García hacía esfuerzos por razonar con ellas, pero se ponía furioso por momentos.

Aquél era un dato interesante. Mattius aguzó el oído para averiguar más cosas. Se enteró así de que aquel grupo de meigas estaba actuando a espaldas del resto de sus compañeras al aliarse con la cofradía. Pero de alguna forma creían que habían sido descubiertas. Mattius sólo pudo captar algunas palabras sueltas en el inquieto siseo de las mujeres. Fue suficiente.

—Ellas… muy cerca…

—Sentimos…

—… en el viento…

—… Nos escuchan…

García estaba empezando a perder la paciencia.

—Fiona, ¿qué significa esto?

La portavoz de las brujas se plantó frente a él y le sostuvo la mirada, desafiante. Sus rizos rojos destellaban como llamas a la luz de la hoguera.

—La Hermandad del Bosque nos ha descubierto. Alguien las ha avisado. Nunca debimos unirnos a vosotros. Ahora ellas están aquí, y nosotras seremos castigadas.

El resto de las brujas gimieron.

—¿Qué es eso de la Hermandad del Bosque? —García estaba desconcertado—. ¿Qué tontería es ésa?

—La Madre lo sabe todo. Nunca debimos actuar a sus espaldas. Impartirá justicia, y tú tampoco te librarás de ella.

García no pareció sentirse impresionado.

—¡Escuchadme bien! —bramó—. Vosotras habéis hecho un pacto con la cofradía y ahora no podéis volveros atrás. ¿Qué es lo que queréis? ¿Más dinero? ¡Por el Último Día, no pienso…!

Su perorata se vio interrumpida por el potente ulular de una lechuza. Las meigas parecían aterrorizadas. El maestre de la Cofradía de los Tres Ojos echó una mirada circular. Su rostro mostró primero sorpresa, después respeto y, finalmente, auténtico pavor.

Mattius miró a su alrededor, sintiendo que se le ponía la piel de gallina.

Las ramas de los árboles acogían a docenas de pequeñas criaturas cuyos ojos relucían fantásticamente en la oscuridad; y aquellos pares de ojos brillantes estaban clavados en García y las meigas que los acompañaban.

El maestre temblaba visiblemente, pero se irguió, reprimiendo su miedo, para enfrentarse a aquella mirada múltiple.

—¡En el nombre del Milenio, marchaos de aquí! —gritó—. ¡Estos asuntos no os conciernen!

La respuesta que obtuvo fue un coro de voces de lechuzas que ululaban con el viento.

—¡Marchaos! —repitió García, y desenvainó su espada.

El cántico de las lechuzas subió de tono. Una inmensa ave plateada, de grandes ojos brillantes, bajó planeando desde la oscuridad y se posó sobre el monumento de piedra. Mattius intentó darse la vuelta para poder verla.

—Fiona —dijo la lechuza suavemente, con una voz profunda y modulada—. ¿Por qué has hecho esto? ¿Qué te han ofrecido estos adoradores de Satanás? ¿Dinero, riquezas, poder?

Mattius reprimió un grito de terror inspirado por el hecho de oír hablar a un animal. «O es un truco, o es cosa del diablo», se dijo. «O una espantosa pesadilla».

Los ojos de la meiga pelirroja estaban llenos de lágrimas.

—¿No te bastaba con el bosque, con la voz de los árboles, con el susurro del viento y la energía de la tierra? —prosiguió la lechuza—. ¿Conoces algún tesoro mejor que el secreto de la vida?

Fiona cayó de rodillas, sollozando.

—Perdóname, Madre. Yo… no sabía lo que hacía.

Las otras meigas se sumaron a su disculpa. Las lechuzas cantaron más alto.

García vio que el asunto se le había escapado de las manos. Con un grito, se lanzó, espada en alto, hacia el ave plateada del monumento de piedra.

No llegó a tocarla. De las sombras surgió, gruñendo, una enorme bestia peluda que saltó hacia él y lo derribó. Las lechuzas de los árboles alzaron el vuelo y, abandonando las ramas, se abatieron sobre el maestre.

Todo esto sucedió en menos del tiempo de tres respiraciones. Mattius no pudo reaccionar, pero dio un respingo cuando sintió a alguien tras él.

—Silencio —dijo la voz de Michel—. Voy a liberarte.

El juglar estuvo a punto de soltar una carcajada histérica, de puro nerviosismo. Miró hacia el monumento de piedra, pero la lechuza parlante ya no estaba. Vio entonces que las brujas habían descubierto su huida, y que Fiona los miraba fijamente. Pero nadie parecía tener intención de detenerlos.

Mattius parpadeó. Nada de aquello parecía real. Las lechuzas abandonaron el cuerpo exánime de García en el suelo, junto a la hoguera, pero el juglar no sabría decir si estaba muerto o no.

Reconoció entonces al animal que lo había atacado: era su propio perro.

—¡
Sirius
! —lo llamó—. ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—¡Vámonos! —urgió Michel—. ¡No sabemos si ese hombre estaba acompañado!

Mattius recordó que la muchacha de la posada le había dicho que García había acudido allí para encontrarse con alguien, y consideró que el consejo de Michel era muy prudente. Lo siguió pues a través del bosque, alejándose cada vez más de aquel lugar que le ponía los pelos de punta.

Se detuvieron a bastante distancia del claro. Entonces Mattius sintió una presencia tras él, y se volvió rápidamente, estremeciéndose. De las sombras del bosque había surgido una mujer anciana, que llevaba una capa gris y un tocado de plumas de lechuza. Su cuerpo emanaba un levísimo resplandor plateado, y el juglar adivinó que era una meiga de gran poder, quizá la que había invocado a la lechuza del monumento de piedra.

—¿Estáis bien los dos, Michel? —preguntó la mujer al muchacho, muy seria.

—¿Qué… qué…? —soltó el juglar.

—Ahora eres tú el que cacarea —comentó Michel, con una sonrisa, pero mostrándose algo incómodo—. Mira, ésta es Isabel, la Madre de la Hermandad del Bosque. La más poderosa de todas las meigas.

Mattius sintió un nuevo escalofrío cuando se le ocurrió la idea de que la lechuza parlante quizá no era un animal hechizado; quizá era aquella mujer, que se había transformado en ave.

Otra sombra surgió del bosque y se colocó junto a la meiga en silencio. Mattius la observó con suspicacia a la luz de la luna. Era un muchacho delgado, quizá de la edad de Michel.

—Ésta es mi nieta —explicó Isabel, al darse cuenta de su recelo.

—¿Nieta? —repitió Mattius, y estudió al desconocido con más atención—. ¡Que me aspen…! —exclamó al reconocer a Lucía—. ¡Eres tú!

La joven se había vestido de hombre y se había recortado el pelo. Si uno no se fijaba mucho en ella, podría tomarla por un chico como Michel.

—¿Qué haces aquí? —gruñó, más que dijo, Mattius.

—Salvarte el pellejo, juglar —respondió ella secamente—. Te dije que tuvieras cuidado con las brujas.

Apartó aquellos pensamientos de su cabeza; ahora había otras cosas más urgentes que averiguar.

—¿La Hermandad del Bosque está de nuestra parte? —preguntó, aún receloso.

—Lo está, aunque no lo merecéis —dijo Lucía con cierta ironía—. He intercedido por vosotros.

Mattius no sabía si alegrarse o preocuparse. Aún recordaba perfectamente que la chica tenía motivos para estar enfadada con ellos.

—Sabemos cuál es vuestra misión —dijo Isabel—. Tenéis la bendición de la hermandad, y Fiona y las suyas no volverán a molestaros. Por desgracia, no puedo decir lo mismo de la cofradía.

Lucía susurró algo al oído de su abuela; en la frente de la meiga apareció una arruga de preocupación.

—García se nos ha escapado —dijo.

—¿Qué… cómo? —profirió Mattius—. ¡Parecía atrapado!

—Lo hemos dejado completamente inconsciente en el claro; sabíamos que no se levantaría, de modo que hemos decidido encargarnos de las meigas que os habían atacado; Lucía acaba de volver de allí, y García ya no está. Alguien debe de haberle rescatado, alguien lo bastante despiadado como para no sentir el más mínimo temor ante el poder de las meigas.

Mattius no dijo nada, pero tomó nota mentalmente de las advertencias de la mujer. Acarició a su perro, abatido. Michel le miró y sintió lástima por él. No estaba preparado para todo aquello.

—Si salís al amanecer, llegaréis a Santiago en un par de días —apuntó la Madre de la Hermandad del Bosque—. Quizá queráis descansar un poco antes.

Michel echó una mirada crítica al cielo y suspiró. Ya empezaba a clarear. No habría tiempo para descansar.

—Alégrate, Mattius —dijo—. La hermandad ha recuperado nuestros caballos.

—Si nos damos prisa, podremos estar en Portomarín al anochecer —añadió Lucía.

Mattius reaccionó.

—¿«Podremos»? —repitió—. ¿Quién te ha invitado a ti?

—¿Quién te ha rescatado a ti, eh?

—Nadie te lo ha pedido —rezongó Mattius; luego, recordando que estaba ante la abuela de la chica, una abuela que podía hacer cosas tales como transformarse en lechuza, añadió en un tono más suave—: Mira, no estamos en un viaje de placer. Va a ser muy peligroso —se encogió de hombros—. Además, no es nada fácil ser juglaresa, y la vida errante no es segura para una chica.

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