Finis mundi (11 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: Finis mundi
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—Yo puedo hacerlo —aseguró Lucía, resentida.

—¿No tienes que seguir los pasos de tu abuela en la Hermandad del Bosque?

—No tengo que hacerlo si no quiero. Llevadme con vosotros, por favor. No puedo volver atrás.

Mattius dudaba.

—No pienso ponerte en peligro —dijo al fin—. La cofradía no va a darse por vencida. Si simplemente fuera un juglar errante, quizá permitiría que me acompañaras. Pero tengo algo que hacer, algo muy importante y muy peligroso —hizo una pausa—. Aunque, si las cosas salen bien, puedo volver a buscarte cuando todo acabe.

Ella lo miró fijamente. Después interrogó a su abuela con los ojos.

—Arreglaremos lo de tu boda —le prometió ésta—, si estás dispuesta a esperar a que el juglar regrese.

—¿Volverás? —insistió Lucía, clavando en Mattius sus ojos verdes.

—Volveré. Lo prometo.

El tono de su voz era sincero. Michel sonrió.

—Lástima, venías muy dispuesta —comentó, refiriéndose a su ropa y al corte de pelo.

—Otra vez será.

Mattius recordaría toda su vida la imagen de la vieja meiga y la muchacha internándose en el bosque, envueltas en la neblina de la aurora. Lo sentía por ella, pero no pensaba volver. Había visto pocas juglaresas a lo largo de su vida. La mayor parte de ellas complementaban sus actuaciones con otras actividades muy poco honorables, pero eso era algo que, probablemente, la joven no sabía. Si se hacía juglaresa, la gente tendería a identificarla con una prostituta. Y, si no era buena contando historias, seguramente terminaría como tal.

Encontraron sus caballos al borde del camino, pastando tranquilamente, y reanudaron la marcha. Ninguno de los dos dijo nada hasta que se detuvieron a mediodía para comer.

—¿Volverás? —preguntó Michel.

La respuesta de Mattius fue rápida y concisa:

—No. Yo trabajo solo.

Michel asintió.

—Lo suponía.

Mattius no vio la necesidad de explicar sus motivos.

Dos días después llegaban a Santiago.

No necesitaron acercarse mucho para comprobar que los rumores eran ciertos: la ciudad no era más que un montón de negras ruinas.

—Dios santo —musitó Michel cuando los restos de Santiago fueron visibles bajo la pálida luz de la tarde.

Mattius asintió. Ya se lo esperaba. A diferencia de Michel, él sí había dado crédito a los cantores de noticias. Sabía que solían tener razón.

—Santiago… —murmuró Michel, blanco como la cera—. Los restos del Apóstol… —suspiró, y se volvió hacia Mattius—. Es otra señal más. El fin del mundo está próximo.

El juglar no dijo nada. Espoleó su caballo, y Michel lo siguió con el corazón encogido.

Entraron en Santiago cuando ya anochecía, cruzando la nueva muralla, presumiblemente más alta que la anterior. Las sombras de las ruinas cubrían las calles, y Michel sintió miedo. Sin embargo, Mattius parecía saber exactamente adónde se dirigía.

—Espero que la casa siga en pie —lo oyó murmurar Michel para sus adentros.

Después de atravesar las afueras de la ciudad, Mattius se detuvo ante una casa de piedra de dos pisos, una vivienda de lujo dados los tiempos que corrían. Las llamas parecían haber alcanzado sólo su parte trasera; Michel observó que el dueño había iniciado las obras para reconstruirla, y se había dejado las herramientas fuera, aguardando al día para reanudar el trabajo.

Mattius llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.

—La voz que viene y va —respondió Mattius lo que parecía ser una contraseña.

La puerta se abrió. Un hombre ya entrado en años, calvo y fornido, los invitó a pasar.

—¡Mattius! —exclamó al reconocerlo bajo la luz interior—. Hacía tiempo que no venías por aquí. ¿Qué se te ofrece?

—Busco alojamiento e información. Vengo con un amigo.

—¡Oh! —exclamó el hombre al ver a Michel—. Está bien, supongo que tendrás tus razones. Pasad, no os quedéis en la puerta.

Michel entró y se acercó tímidamente al fuego. Aunque era verano, los había sorprendido un chaparrón poco antes de llegar a Santiago y aún tenía los hábitos húmedos.

—Sentaos —dijo el anfitrión—. Le diré a mi mujer que prepare algo más de sopa.

Se acomodaron sobre sendos escabeles, mientras el hombre salía de la habitación. Michel no preguntó nada, pero Mattius le explicó:

—Estás en casa de Martín, maestro del gremio de juglares.

—¿Gremio…? —repitió Michel; la palabra era nueva para él, pese a todo el tiempo que llevaba de viaje.

—Sí, hombre. En las ciudades, desde hace cierto tiempo, los artesanos de un mismo oficio se reúnen en gremios; es algo parecido a las cofradías, pero con un enfoque más laboral que religioso.

Michel asintió, recordando que, en las ciudades que había visitado, las tiendas de un mismo oficio estaban agrupadas en una misma calle, pero le costaba trabajo imaginar cómo podía un juglar tener un establecimiento. Mattius adivinó sus pensamientos y sonrió.

—Los juglares viajamos mucho —dijo—. Algunos deciden asentarse, y se retiran. Muchos fundan una sede del gremio en la ciudad donde han decidido vivir.

—¿Quieres decir…?

—Nuestro gremio no se reduce a una ciudad, sino que se extiende por casi toda Europa. La mayoría de los auténticos juglares narradores de historias pertenecen a él; así nos aseguramos ayuda, protección y amigos en la mayor parte de las ciudades importantes. Contamos nuestras noticias y las historias que hayamos podido aprender, y así todos nos beneficiamos de la información. Obtenemos también techo y comida.

—Ya entiendo. Como las posadas para peregrinos a lo largo del Camino.

—Algo así. Las sedes del gremio nos permiten descansar de nuestra peregrinación por el mundo.

—¿Y este Martín fue…?

—Un juglar. Endiabladamente bueno, además. Amasó una fortuna con lo que nobles y príncipes le daban por relatar sus hazañas, y tuvo la prudencia de retirarse a tiempo, antes de que la memoria comenzara a fallarle. Fue uno de los mejores y recorrió casi todo el mundo. Por eso es ahora uno de los maestros del gremio, aunque haya abandonado la vida errante.

Michel sacudió la cabeza.

—Una organización extraña, la vuestra. Nunca había oído nombrarla.

—Eso es porque la gente suele menospreciar a los juglares. Pero nuestro oficio tiene sus riesgos, y debemos hermanarnos para recorrer los caminos de una forma un poco más segura.

Martín entró de nuevo en la habitación, seguido de su mujer, que traía dos cuencos de sopa. Mattius y Michel los aceptaron, agradecidos. Su anfitrión los observó con gesto grave mientras ellos daban buena cuenta de la cena.

—Compostela ha cambiado mucho últimamente —comentó Mattius entre cucharada y cucharada—. ¿Qué ha pasado?

El rostro de Martín se ensombreció.

—Los moros vinieron y nos cogieron por sorpresa. No eran muchos, pero los guiaba Al-Mansur; no los vimos hasta que los tuvimos encima. Arrasaron la ciudad. Todo. La basílica también. Murió mucha gente.

Michel dejó la cuchara. De pronto, ya no tenía ganas de comer.

—Pero la gente sigue peregrinando hasta aquí —observó Mattius—. Y el anuncio de que Santiago ha sido saqueada ya corre por todo el Camino.

—Entonces es que no has escuchado las noticias con atención, amigo. Los moros lo destruyeron todo excepto el sepulcro del Apóstol. Santiago sigue intacto.

Michel dejó caer la cuchara, estupefacto.

—¿Quieres decir… que Al-Mansur respetó sus restos? ¿Que no profanó el sepulcro?

Mattius le dirigió una sonrisa cansada.

—Quizá sí haya esperanza, al fin y al cabo. Ha sido un acto muy noble por su parte.

—¿Nobleza… un infiel? No, ha de haber una explicación.

—No la hay —dijo Martín—. Estamos en guerra y es lógico que se ataquen ciudades. Pero nadie elige nacer en un bando o en otro, y hay gente noble también entre los que sirven a la media luna. Al-Mansur es un gran general. Más de un rey cristiano habría querido tenerlo a sus órdenes.

Michel sacudió la cabeza. Era un planteamiento demasiado novedoso para él. No sabía que Martín había viajado por la España musulmana cuando aún era un juglar activo.

—Fue duro, pero tenemos que seguir adelante —prosiguió el maestro de los juglares—. Los trabajos de reconstrucción han ido lentos por culpa de las lluvias; ésa es la razón por la cual la ciudad aún presenta un aspecto tan desolador. Pero ahora que llega el verano, esperamos poder levantar muchas más casas.

Hubo un breve silencio. Entonces Mattius dijo, cambiando de tema:

—Buscamos el fin del mundo. ¿Adónde debemos ir?

—Bueno, todos sabemos que el mundo se acaba en las costas occidentales de esta tierra —repuso Martín con sorpresa—. Pero esas costas son muy largas. ¿Qué es exactamente lo que estás buscando?

—Una ermita —respondió Michel—. En el lugar donde el mundo se acaba.

—Joven, hay cientos de ermitas desperdigadas por las costas de Galicia.

Mattius vio que Martín fruncía el ceño, y le dijo:

—Creo que tengo una historia que contarte, maestro. Te interesará. Es audaz y original. Y lo más sorprendente —dirigió una mirada a Michel— es que, por lo que estoy comprobando, es cierta.

El monje no dijo nada, ni tampoco despegó los labios mientras Mattius relataba a su anfitrión todas sus aventuras desde que había encontrado, en una pequeña aldea normanda, a un muchacho huido de un monasterio, que predicaba que el fin del mundo estaba próximo.

Michel pronto se quedó dormido, allí mismo, sobre la alfombra, mientras la voz de Mattius seguía resonando en sus oídos.

Se despertó a la mañana siguiente en una cama del piso superior. Parpadeó bajo la luz del día, y se levantó de un . Estaba solo en la habitación, pero más allá había otra cama deshecha. Escuchó con atención y oyó las voces de Mattius y Martín en el piso de abajo.

Se asomó a la ventana, para contemplar por primera vez Santiago a la luz del día.

Lo que vio no era muy alentador. Gran parte de la ciudad estaba en ruinas. Las paredes seguían ennegrecidas, y las afueras estaban llenas de precarias viviendas improvisadas, donde familias que lo habían perdido todo luchaban por sobrevivir un día más.

Pero, por encima de todo aquello, por encima de la destrucción y las ruinas, la gente estaba trabajando codo con codo para levantar de nuevo todo lo que los atacantes se habían llevado por delante, para construir nuevas casas, nuevas iglesias, nuevas vidas. Compostela bullía de actividad. Observando atentamente, descubrió la ilusión con que todos colaboraban en los trabajos de reconstrucción, y supuso que, cuando terminaran, la ciudad sería mucho mejor y más bella que antes.

—¿Qué tal si echamos una mano?

Michel dio un respingo. Mattius había entrado silenciosamente y estaba justo junto a él. No lo había oído llegar.

—¿Cuánto tiempo llevan trabajando? —preguntó.

—Prácticamente desde el desastre: varios meses. Es una tarea dura, y aquí llueve mucho, lo que retrasa considerablemente las obras, pero van recogiendo sus frutos, ¿no te parece?

Señaló con un gesto un sector en el que Michel no había reparado antes: casas nuevas, recién construidas y ya habitadas.

Michel no dijo nada.

—¿Tienes idea de lo que vas a hacer ahora? —preguntó Mattius suavemente.

—No. No sé si seguir hasta la costa o descansar aquí unos días, preguntar a la gente…

Ahora fue Mattius quien calló.

—De paso —prosiguió Michel—, quizá podamos ayudar en la reconstrucción, ¿no te parece?

Mattius sonrió.

Los días se convirtieron en semanas. Michel y el juglar compaginaban la ayuda que prestaban en las obras con los trabajos de investigación. No descubrieron rastro de la cofradía en Santiago, lo cual les permitía un pequeño respiro. Sin embargo, esto inquietaba a Michel; si estuvieran cerca de su objetivo, seguramente ellos ya les habrían salido al paso.

Aun así, retrasaba el día de su partida hacia la costa, porque no se veía con ánimos de recorrer los acantilados galaicos en busca de una ermita sin una referencia más clara. Además, se sentía a gusto en Compostela. No estaban de más unos brazos extra, y a Michel le agradaba sentirse útil. El trabajo físico le fortalecía y apartaba de su mente los malos pensamientos.

Así, las semanas se convirtieron en dos meses. Cuando finalizaba el verano, Michel recordó, alarmado, que el año mil estaba cada vez más cerca, y decidió partir cuanto antes. Pero Mattius le dio la noticia de que en breve se celebraría una gran feria en honor del Apóstol. Acudiría mucha gente. Ello ayudaría a relanzar la maltrecha economía de la ciudad… y, además, podría ser fuente de información, porque también acudirían pescadores de las rías a vender su género.

Michel capituló, y decidió esperar un poco más. De todas formas, volver a internarse en el bosque galaico no le atraía lo más mínimo, pese a la promesa de Isabel de que las meigas no les harían daño.

Los días pasaron velozmente, y por fin llegó la feria.

Martín despertó a Michel al amanecer, y el muchacho se levantó de un . Sin apenas desayunar, salió corriendo a la plaza, y se quedó sin respiración.

Aquello era impresionante. Siempre venían peregrinos y mercaderes a Santiago, pero aquel día había muchos más. A pesar de lo temprano de la hora, los vendedores estaban ya montando los puestos y extendiendo el género sobre las tablas. Verduras, frutas, pescado, cacharros de barro, ganado, objetos de caña y cuerda trenzada, dulces artesanales…: aquel día, todo podía comprarse y venderse en Santiago.

—Buenos días —saludó Mattius, que estaba sentado junto a la puerta, afinando su laúd; se había puesto sus mejores galas—. Hoy será un gran día. Vamos a recoger mucho dinero.

Michel sonrió y se sentó junto a él. Los dos amigos conversaron tranquilamente mientras el mercado se animaba. Apenas una hora después, aquello era ya un hervidero de gente, y el muchacho no pudo quedarse allí un momento más.

Sonriendo, Mattius lo vio perderse entre la multitud. Un año antes no le habría permitido alejarse, pero el chico estaba creciendo y aprendiendo a cuidar de sí mismo. Ya no necesitaba que tuvieran un ojo puesto en él.

Michel caminaba por el mercado, dejándose llevar de un lado para otro.

Agricultores, ganaderos y comerciantes de toda Galicia y parte de León y Navarra habían acudido a la feria. Aquel día podía comprarse desde una lechuga hasta un hermoso caballo alazán. Los vendedores llenaban el aire con sus ofertas en un intento de atraerse clientes. Los compostelanos, al igual que Michel, paseaban por el mercado mirándolo todo, aunque no compraran nada.

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