Finis mundi (15 page)

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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Fantasía, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: Finis mundi
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—No dejes de mirarle —dijo la voz de Mattius tras ella—. Estudia todos sus movimientos. Verás que su acento gallego no es muy bueno, pero lo disimula con el tono de la canción. ¿Conoces lo que está recitando?

—Sí… Pero yo no lo he aprendido exactamente igual.

—Eso es. Cada romance, cada poema, cada canción cambia según el intérprete. Y otra cosa: la vez que te vi actuar estabas muy rígida. ¿Ves a Orazio? Tienes que llegar a alcanzar esa soltura de movimientos. ¿Has entendido?

Lucía asintió.

—Formidable. Demuéstramelo. Cuando acabe Orazio entras tú.

La joven se volvió hacia él sorprendida, pero el juglar ya se alejaba hacia Cercamón, que contemplaba la actuación en pie junto a la puerta de la posada, con la espalda apoyada en la pared de piedra. Lucía vio cómo los dos conversaban entre ellos y los ojos de Cercamón se clavaban en ella.

El genovés acabó su actuación con una airosa reverencia. A Lucía le gustó el gesto, y tomó nota mentalmente para ensayar algo parecido. Cercamón salió entonces a escena y, cuando se acallaron los aplausos, anunció en gallego que en aquella compañía de juglares extranjeros había uno que pertenecía a aquella tierra y que sabría interpretar mejor que nadie las baladas galaicas. Señaló a Lucía con un gesto grandilocuente, y la muchacha enrojeció cuando sintió todas las miradas clavadas en ella. Pero percibió también la de Mattius dándole ánimos.

Respiró profundamente. No era una audiencia muy amplia ni exquisita. Probablemente a su tutor le había parecido fabuloso para empezar.

Haciendo de tripas corazón, con una amplia sonrisa y las mejillas aún arreboladas, salió al centro de la plaza y saludó con bastante gracia. Alguien gritó por el fondo que se pusiera una falda y enseñara las piernas, pero ella no hizo caso. Echó mano a su memoria en busca de los cantares y baladas en gallego que conocía, y eligió una muy sencilla, pero muy tierna, sobre un caballero que entraba en un bosque encantado y debía liberar a una doncella. La había escuchado en su niñez y le traía recuerdos de tiempos mejores, de forma que la interpretó con soltura y emotividad, casi olvidándose del público que la observaba.

Cuando finalizó, se inclinó ante el auditorio con las mejillas ardiendo. La recibió una salva de aplausos, y nadie se atrevió a hacer el menor comentario a su condición de mujer.

Lucía dio las gracias y miró a Mattius, que le indicó con gestos que continuara con otra cosa.

Lucía no tenía preparado nada más. Conocía muy pocos poemas en gallego, aparte de cantarcillos de muchachas enamoradas que se lamentaban de la ausencia del amigo. Recordó entonces una historia que había oído alguna vez, en alguna parte, acerca de un muchacho raptado por los vikingos junto al mar. El joven había llegado a ser un gran guerrero vikingo, pero a su vez iba extendiendo el cristianismo entre sus nuevos compañeros. Lucía podía reproducir la música y recordaba el argumento, pero no estaba segura de poder reinventarse la letra sobre la marcha.

Tragó saliva y comenzó a relatar la historia. Era obvio que no dominaba el tema, y se sintió desfallecer al advertir que los pescadores estaban extremadamente serios. «No les está gustando», pensó ella, pero siguió cantando.

Por suerte, era un poema muy breve. Cuando acabó, aún le temblaban las piernas.

Sin embargo, su actuación fue acogida con una extraordinaria ovación, aunque los rostros del público seguían sin sonreír.

—¿Qué diablos ha pasado? —preguntó Orazio a Mattius, pero éste se encogió de hombros.

Lucía corrió hacia ellos.

—¿Lo he hecho bien? —jadeó—. ¿Por qué me habéis hecho cantar dos veces seguidas?

—Porque no conocemos más historias en gallego —confesó Orazio con una mueca—. Se nos había acabado el repertorio.

Un pescador se aproximó a ellos con lágrimas en los ojos y le dio las gracias a Lucía efusivamente. Hablaba deprisa y los juglares no entendían qué pasaba. Cuando la muchacha se volvió hacia ellos, estaba pálida y ya no sonreía.

—La historia del joven raptado por los vikingos… —dijo.

—¿Qué?

—Sucedió aquí. Este hombre era su hermano.

Los demás quedaron sorprendidos. Mattius sonrió con orgullo. Esas cosas sólo podían hacerlas los juglares.

—Has estado magnífica —le dijo a Lucía—. Sólo te falta un poco más de práctica y, por supuesto, aprender muchos cantares.

—¿Muchos? ¿Como cuántos?

—Tantos como tu mente sea capaz de retener.

Al día siguiente, muy temprano, salieron del pueblo y prosiguieron su viaje hacia el norte. Dos días más tarde llegaron a un pequeño poblado pesquero dispuesto en la parte sur de un cabo que se proyectaba hacia el océano. Aquella situación resguardaba al pueblo de las grandes olas que batían los acantilados al otro lado de la estrecha lengua de tierra.

—Esto es Fisterra —anunció Lucía—. En castellano lo llaman Finisterre.

Michel se sobresaltó, se puso pálido y empezó a balbucear algo.

—¿Qué pasa? —interrogó Mattius, ceñudo.

—Yo… este… —comenzó a enrojecer—. Creo que interpreté mal el pergamino. Decía
Finís Terrae
. Creí que se refería al fin del mundo. No imaginé que podía haber un pueblo con ese nombre. Si hubiera sido más perspicaz, podríamos haber llegado aquí hace meses.


Finis Terrae
—dijo Cercamón, pensativo—. El lugar donde la tierra se acaba. ¿Por qué se llama así?

—Es la punta más occidental de la península, y dicen que del mundo —explicó Lucía—. Más allá no hay nada.

—Chica lista —comentó Mattius—. Lo has adivinado antes que cualquiera de nosotros. ¿Estás segura de que aquí hay una ermita?

—Creo recordar que sí. Más allá, en el extremo del cabo. En lo alto de un acantilado.

—Hay tiempo para ir a la ermita antes del anochecer —dijo Cercamón estudiando la posición del sol—. Luego, cuando hayamos cogido esa… cosa, pasaremos por el pueblo, a ver qué nos dan por una buena actuación.

Todos estuvieron conformes, y siguieron adelante, hacia la punta del cabo. Atravesaron el pueblo y mucha gente los vio; dijeron que iban a visitar la ermita y que volverían para actuar por la noche. La noticia causó un gran revuelo. No eran muchas las visitas que solía recibir aquel rincón tan apartado del mundo.

El sol empezaba a declinar cuando alcanzaron la ermita, una antiquísima construcción de piedra cubierta de musgo y liquen.

—Debería estar aquí —susurró Michel—. Si me he equivocado, ya no sabré dónde buscar.

Entraron en la ermita, baja, pequeña y oscura. Dentro, un leve rayo de luz penetraba tímidamente a través de una estrecha ventana. Al fondo había una figurilla de barro que representaba a una Virgen; a sus pies, un ramillete de flores ya marchitas era todo lo que quedaba de una plegaria ofrecida por alguna chiquilla del lugar.

—Os espero fuera —dijo entonces Lucía; su voz sonaba algo ahogada—. No me gusta sentirme encerrada.

Nadie le respondió, pero ella salió de todas formas.

Michel avanzó y se arrodilló frente a la Virgen, con respeto. Cerró los ojos y elevó una oración silenciosa. Tras él, los tres juglares y el perro guardaban un silencio sobrecogido.

Apenas unos instantes después, Michel se incorporó y se aproximó a la estatuilla. Con gesto grave, la tomó entre sus manos y la depositó en el suelo. Levantó entonces la parte superior del pedestal de piedra: estaba hueco. Dentro había un pequeño paquete. Michel lo cogió con un escalofrío y lo desenvolvió. Alzó el objeto hacia el rayo de luz.

—Es el Eje del Futuro —musitó.

Mattius exhaló un suspiro de alivio.

—Salgamos de aquí… —empezó, pero entonces el perro comenzó a gruñir, mirando hacia la estrecha entrada de la ermita.

—¿Moros otra vez? —murmuró Orazio.

—No —dijo Mattius, sombrío—. Me temo que es algo peor. Coged vuestras armas, si es que lleváis. Tú, Michel, quédate aquí dentro. Intentaremos protegerte.

Sirius
lanzó un potente ladrido y se precipitó hacia el exterior.

Fuera, Lucía había dado la vuelta al edificio y descendido un poco por el acantilado. De pie sobre la roca, contemplaba el mar insondable y la línea donde el mundo se acababa. Recordó las leyendas que se contaban acerca de los terribles monstruos marinos que habitaban allí, y se estremeció.

Cerró los ojos. Sintió el viento azotándole el rostro y sacudiéndole los cabellos, y oyó el bramido de las olas al chocar contra la escollera.

Y entonces, de pronto, vio en su mente una imagen perdida en la bruma de los siglos: un grupo de enormes piedras verticales, como las que había visto alguna vez en olvidados rincones del bosque galaico. Pero estas rocas, en lugar de erguirse solitarias, o en grupos de tres o cuatro, sostenían piedras horizontales y formaban un gran círculo.

Lucía abrió los ojos, sobresaltada. Nunca había visto un círculo de piedras como el de aquella imagen, pero parecía tan vivido como un recuerdo, y le resultaba poderosamente familiar. Sacudió la cabeza. A veces tenía visiones de ese tipo. Eran parte de los poderes heredados de su abuela. No sabía qué significaba la visión, pero era casi seguro que entre Michel y Mattius sabrían interpretarla.

Sonrió, satisfecha. Por fin parecía que las cosas empezaban a funcionar.

Los juglares habían salido del edificio y no vieron a Lucía, que estaba al otro lado, pero se tropezaron con un viejo conocido esperándolos fuera.

—García —dijo Mattius—. Qué desagradable sorpresa.

El maestre de la Cofradía de los Tres Ojos sonrió. Esta vez no llevaba meigas consigo, sino un grupo de hombres armados.

—Me temo que vais a tener que dejar el eje donde lo habéis encontrado. Y, por descontado, nos encargaremos de que el otro amuleto vuelva a su lugar.

Mattius iba a decir algo, pero García hizo un gesto con la cabeza y sus hombres se lanzaron sobre los juglares. Orazio había sacado su daga, Cercamón enarbolaba su bordón y Mattius tenía a su perro. Sin embargo, sus oponentes eran más y, aunque lucharon, nada podían hacer. Mattius vio, en un segundo, a Orazio cayendo inconsciente tras un golpe en la cabeza; a
Sirius
desangrándose en el suelo después de haber dejado fuera de combate a un par de hombres; y deseó no haber visto el filo de una espada hundiéndose en el pecho de Cercamón, que se desplomó sin un gemido.

Se dio la vuelta un brevísimo momento para ver si podía coger el bordón de su amigo, pero algo silbó junto a su oído, sintió un golpe en la sien y todo se oscureció. Oyó varias voces entre las brumas.

—Señor, dentro de la ermita no hay nadie.

—¿Cómo…? ¿Y el monje?

Una autoritaria voz femenina intervino en la conversación:

—¡Dejadlos marchar!

—¡Pero…! —protestó García.

El último pensamiento de Mattius fue para Michel: si no estaba en la ermita, ¿dónde se había metido?

Un extraño cántico fue lo primero que le recibió cuando recobró la consciencia. Hizo un esfuerzo por abrir los ojos, pero la luz brillante era tan hiriente que le obligó a tenerlos cerrados. El cántico cesó.

—No te muevas —dijo suavemente la voz de Lucía—. Tienes un feo corte en la cabeza.

Poco a poco fue recuperándose, y por fin pudo abrir los ojos.

Se hallaba en un cuartito de una humilde casa de pescadores, tendido sobre un jergón de paja. Cerca de él, Orazio yacía, pálido pero sonriente, con una aparatosa venda en la cabeza y el brazo en cabestrillo.

—Buenos días —saludó el genovés—. ¿Cómo te encuentras?

Mattius iba a decir algo, pero no pudo. Percibió un movimiento junto a su cabecera y se giró un poco, justo para ver a Lucía machacando algo en un mortero. La muchacha se volvió hacia él y le sonrió.

—No te muevas —repitió—. Puede que esto te escueza un poco.

Le estaba cambiando las vendas. Extendió sobre la gasa la sustancia del mortero y se la aplicó a la herida entonando su extraño cántico en el lenguaje de las meigas, aquella curiosa mezcla de gallego y palabras desconocidas. Inmediatamente, Mattius dio un respingo.

—Ya te lo he dicho, escuece. Pero no te preocupes: se te pasará.

—Hazle caso, Mattius —dijo Orazio—. Estabas fatal cuando salimos de la ermita. Yo te di por muerto, pero Lucía ha conseguido salvarte, y también a ese perro tuyo.

—¿Y Cercamón?

El rostro de Orazio se ensombreció.

—Más vale que descanses, amigo. Ya hablaremos cuando estés bien.

Mattius no tenía intención de hacerle caso, pero su cabeza no resistió mucho más. Cayó en un profundo sueño.

Pasaron tres semanas antes de que Mattius estuviera en condiciones de levantarse y de intentar averiguar qué había pasado. Una vez lo hizo, las noticias no resultaron reconfortantes.

—Lo oí todo desde el interior de la ermita —explicó Michel—. No tenía mucho tiempo, así que intenté escapar por la ventana, y lo conseguí, aunque salí lleno de arañazos y por poco me quedo ahí atascado. Trepé hasta el tejado y me escondí tras el pedestal de la cruz de la fachada frontal. Vi cómo esa gente os golpeaba, pero no pude hacer nada. Entonces alguien les dijo que se detuvieran.

—¿Una mujer? —interrumpió Mattius.

Michel frunció el ceño.

—No lo sé. En ese momento agaché la cabeza porque me pareció que miraban hacia arriba, así que no pude ver nada más.

Mattius dirigió una mirada a Lucía, que se encogió de hombros.

—Yo no vi nada —dijo—. Estaba escondida tras la fachada de la iglesia. Sólo salí cuando oí que todos se habían marchado.

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