—Me gustaría que volvieras alguna otra vez —añadió Alinor.
—Sí, señora. Gracias, señora.
Lucía se retiró cuando la dama le indicó que podía hacerlo. Subió a cubierta, aún temblándole las piernas. Mattius estaba allí.
—Quiere que vuelva —le explicó atropelladamente—. Le ha gustado tanto mi actuación que me ha dado unas monedas.
—Me alegro por ti —dijo el juglar; pero en su mirada había cierta tristeza y desilusión.
Lucía siguió actuando para Alinor de Bayeux, y Mattius tuvo que enseñarle, a toda prisa, más cantares y baladas en francés, para que la dama no se aburriera. De esta forma iban, lentamente, incrementando su capital.
Un día sucedió algo. La doncella de Alinor cayó gravemente enferma y poco después murió. El físico de a bordo no pudo hacer nada por ella.
Entonces la dama normanda le pidió a Lucía que ocupara su lugar, a pesar de no ser de noble cuna.
Ella aceptó enseguida. Ni en sus sueños más atrevidos había imaginado algo parecido. ¡Una simple aldeana, doncella de una dama de la nobleza!
—Esto no me gusta —le confió Mattius a Michel—. Se va a volver como ellos.
—¿Ellos…? ¡Ah! Te refieres a los nobles.
—Exacto. Fría, ambiciosa y cruel. Pronto mirará a los de su clase por encima del hombro. Y no le importará que haya gente que pasa hambre.
—Exageras, Mattius. ¿No será que le tienes envidia?
El juglar dirigió a Michel una mirada furibunda, pero el muchacho se encogió de hombros. Ya eran viejos amigos, y le había perdido el respeto. El monje tímido y apocado era ahora un joven de dieciséis años, bastante alto y con un asomo de bigote, y había perdido aquella voz infantil que temblaba cuando se ponía nervioso. Sin embargo, seguía estando muy delgado y conservaba la mirada grave y meditabunda que había chocado tanto a Mattius al principio.
Pese a los temores del juglar, Lucía sabía muy bien cuál era su lugar. Había nacido aldeana y moriría aldeana, aunque el capricho de una dama normanda le permitiera vislumbrar, siquiera por unos días, el lujo de la nobleza. Tenía muy claro que, en cuanto volviera a su país, Alinor de Bayeux se olvidaría de ella y tomaría por doncella a la hija de algún conde. Aun en el caso de que quisiera conservarla a su lado, siempre sería una extraña dentro de la corte; lo eran incluso los burgueses que podían competir en riqueza con duques y marqueses. Y ella ni siquiera podía verse avalada por semejante capital.
De todas formas, no habría cambiado su vida por la de la dama Alinor. Averiguó que la habían casado a los doce años con un hombre de cuarenta. Al enviudar, la habían vuelto a casar. Tras haber dado a luz nada menos que once hijos y haber hecho gala de una inteligencia y un tacto excepcional, se había ganado el respeto de los caballeros de su esposo y la confianza de éste. Nunca le había faltado nada, pero se le había negado la posibilidad de elegir su destino y, hasta hacía relativamente poco, ella no era mucho más que un mueble en la casa del señor de Bayeux.
Por contra, Lucía había pasado hambre, miedo y frío. Su padrastro la golpeaba cuando estaba furioso, y tenía que trabajar para ganarse la vida. Pero había podido escapar de todo aquello.
«Yo he tenido mucha suerte», se decía la joven. «Llevo exactamente el tipo de vida que quería llevar».
Seguía ensayando con Mattius, aunque a veces llegaba algo tarde y el juglar la reprendía por ello. Lucía se defendía alegando que no podía estar en dos sitios a la vez, y que, por lo menos, la mujer normanda le pagaba bien; ante esto, el juglar no podía replicar nada.
Una mañana, un grito desde cubierta interrumpió sus ensayos. Subieron rápidamente las escaleras y se tropezaron con Michel, que bajaba para avisarlos.
—Estamos llegando ya a la costa —les informó—. Pero viene un barco derecho hacia nosotros, y el capitán teme que se trate de un
drakkar
, una nave vikinga.
Lucía ahogó un grito y se fue corriendo para acompañar a su señora.
Mattius y Michel salieron al aire libre y se asomaron por la borda. A lo lejos, una nave se acercaba a una velocidad alarmante. Forzaron la vista para intentar distinguirla mejor.
El capitán se volvió hacia ellos desde la proa y les gritó algo. Se quedaron sorprendidos un momento, hasta que comprendieron que la voz no iba dirigida a ellos, sino a Alinor de Bayeux y Lucía que, a sus espaldas, salían por la escotilla. El cabello de la dama normanda estaba suelto y el viento se lo revolvía. Caminaba con aire de reina, pero su rostro se mostraba pálido.
—¿Oyes lo que dice el capitán, Lucía? —le preguntó a la muchacha; pero antes de que ésta pudiera responder, Mattius se le adelantó:
—Dice, señora, que deberíais volver abajo. Si son realmente vikingos, es mejor que no os encuentren.
La mujer miró a Mattius fijamente. Era la primera vez que se dirigían la palabra. A la vista estaba que no se gustaban.
—Si son realmente vikingos —replicó con frialdad—, de nada servirá que yo me esconda. Me encontrarán de todas formas. Y, si van a llevarme prisionera, más vale que me arroje al mar.
Mattius no respondió al principio. Aquella dama parecía diferente de otras francesas que había tenido ocasión de tratar. Entonces recordó que era normanda; y los normandos no eran otra cosa que descendientes cristianizados de los vikingos que hacía cien años habían colonizado parte de Francia. Ahora eran vasallos del rey francés, pero por su sangre corría el frío hielo del norte.
—Como gustéis —dijo el juglar finalmente—. Pero yo aconsejaría a Lucía que volviera a vestir ropas de hombre. Una vez logró pasar inadvertida así.
La dama Alinor le dirigió una mirada gélida. Si se sentía encolerizada, no lo demostró.
—Yo… —balbució Lucía—. Mejor será que vaya a…
Una exclamación del capitán llamó la atención del grupo.
—Estamos fuera de peligro —dijo Michel, aliviado—. Es una nave sajona.
Era un velero que había zarpado desde la costa para averiguar quiénes eran los visitantes. Los escoltaría hasta un pequeño puerto a una hora de camino de la ciudad de Winchester.
La dama Alinor sonrió, tranquilizada. Centró entonces su atención en Michel.
—¿Y a ti, hermano, qué te trae por Bretaña? —preguntó amablemente.
Michel enrojeció y profirió alguna cosa acerca de viajar y conocer lugares nuevos. Entendió enseguida que la mujer no sabía que él y los juglares viajaban juntos.
—Quizá quieras acompañarnos a ver al arzobispo de Winchester —dijo entonces la dama—. Dicen que es un hombre muy sabio, aficionado además a la escritura.
—¡Oh! Pero… no querrá recibirme. Soy sólo un simple monje, y él tendrá mucho trabajo.
—Eres de la orden de Cluny, por lo que veo. Me han dicho que el arzobispo simpatiza con los vuestros.
Michel dirigió a Mattius una mirada de reojo, y éste asintió casi imperceptiblemente. Winchester era una ciudad; quizá allí les podrían informar.
—Me sentiría muy honrado de poder acompañaros, señora —aceptó el monje, muy serio.
Apenas unas horas más tarde, el barco llegó, rodeando una gran isla, a un pequeño puerto en las costas bretonas. No parecía muy importante, pero habían hecho todo lo posible por amurallarlo y protegerlo de ataques indeseados. De todas formas, estaba rodeado de altos acantilados donde las olas se estrellaban con un sonido de trueno. Resultaba relativamente fácil de proteger.
Desembarcaron. Mientras Mattius silbaba llamando a su perro, Michel echó un vistazo a su alrededor. Más allá de las pequeñas casas grises se extendían los páramos nebulosos y las crestas rocosas de la Bretaña, y el muchacho sintió un escalofrío. En alguna parte de aquella tierra fantasmal y legendaria se ocultaba lo único que podía evitar el fin del mundo.
Alinor de Bayeux y su escolta permanecían cerca de la orilla, esperando a que desembarcaran sus caballos. Una larga fila de galeotes encadenados salía de la panza de la nave, dirigidos por el capataz hacia el primer calabozo que encontraran, donde permanecerían hasta que el barco zarpase de nuevo.
En aquel momento llegaba un grupo a caballo para recibirlos. Eran mayoritariamente religiosos y había algún caballero. Al oírlos conversar entre ellos, Mattius reparó en un detalle que todos habían pasado por alto: ni él, ni Michel ni Lucía sabían hablar la lengua local.
El juglar soltó una maldición para sus adentros. El mercader mantenía una interesante conversación con los caballeros, probablemente acerca de las armas que transportaba, y él no podía entender nada.
Los religiosos del grupo de bienvenida se dirigieron a ellos. Alinor les entregó un pergamino, que los frailes estudiaron con atención, asintiendo enérgicamente. Hicieron una seña a los normandos para que los siguieran.
Los caballeros que acompañaban a la dama habían desembarcado ya sus caballos, y éstos esperaban con la silla y los arneses preparados. Alinor montó sobre su palafrén, y Lucía ocupó la montura de la malograda doncella, dirigiendo una mirada de urgencia a Mattius y Michel. Había que hacer algo, y pronto.
Uno de los religiosos reparó entonces en Michel y le preguntó algo. El muchacho parpadeó sorprendido, y respondió con prontitud. El fraile asintió, satisfecho.
Entonces Mattius cayó en la cuenta de que, aunque no conocieran el idioma sajón, había una lengua que hablaban gran parte de los miembros de la Iglesia cristiana en todas las partes del mundo: el latín. Los monjes sajones tenían fama de instruidos, y Michel se había criado en un monasterio. Pronto, el monje francés y el anglosajón estuvieron enfrascados en una ágil conversación.
Mattius no sabía si alegrarse o desesperarse. Era bueno que al menos tuvieran una vía de información en aquella tierra desconocida. Pero el juglar odiaba no controlar la situación ni saber qué estaba pasando.
El resto de la comitiva aguardaba con impaciencia. Por fin, Michel se volvió hacia su amigo.
—Quieren que los acompañe a Winchester, a ver al arzobispo Aelfric —explicó—. Están un poco incomunicados en la isla y quieren saber qué está pasando exactamente con la Iglesia de Roma y sus dos Papas. ¿Qué vas a hacer tú?
—Iré con vosotros a la ciudad y me quedaré por allí, a ver si aprendo algo del idioma local y averiguo alguna otra cosa.
Michel asintió. Sabía muy bien a qué se refería.
—Yo también preguntaré al arzobispo —dijo.
Por fin se pusieron en marcha. Mattius y Michel siguieron a pie, pero esto no supuso ningún problema, ya que la población estaba a menos de una hora de camino, y los caballos iban al paso.
Winchester era una ciudad pequeña, de casas bajas y robustas, rodeada por una ancha muralla de piedra. Un poco más allá se encontraban la iglesia y la casa del arzobispo, la más grande del lugar. Dominándolo todo sobre una colina se alzaba el castillo del señor del territorio; y, entre dos lomas, había un pequeño monasterio.
Mattius vio una hilera de carretas cargadas con diversos víveres y utensilios avanzando por el camino, y se lo indicó a Michel. Éste preguntó a uno de los monjes al respecto. La respuesta cubrió el rostro del muchacho con una nube de tristeza.
—Son tributos —explicó a Mattius—. Tributos que el rey Ethelred ha de pagar a los vikingos para que no ataquen a su gente. Lo llaman el
danegeld
: el dinero para los daneses.
—¿Tan mal está la cosa?
—Los vikingos dominan gran parte de la isla, ya lo sabes, y cada vez avanzan más hacia el sur. Estos tributos se entregan para que las naves enemigas no arrasen estas costas. Según me acaban de decir, hace tiempo que se acabaron el dinero y las joyas, y ahora pagan con provisiones y cualquier cosa que tenga un mínimo de valor. Y mientras, el pueblo pasa hambre.
Mattius no respondió, pero adivinó lo que Michel estaba pensando: «Otra señal más».
El juglar se detuvo en una de las calles de la población.
—Me quedo aquí —le dijo a Michel—. La casa de un arzobispo no es lugar para mí.
—¿Qué vas a hacer?
Mattius cabeceó hacia una casa que era, a todas luces, una taberna. Fuera cual fuera el reino o el idioma, todas las tabernas tenían el mismo aspecto en todas partes.
—Ya veo —comentó Michel—. Buena suerte, pues. Si descubro algo, vendré a buscarte.
Se despidieron. La comitiva siguió adelante.
Mattius los vio marchar. Sabía que Michel ya no era un niño, y que estaría bien.
Entró pues en la taberna, y se sentó a una mesa. El dueño del local le preguntó algo, pero el juglar no lo entendió. Señaló un jarro de cerveza y se señaló a sí mismo. También pidió, por gestos, algo de comer. El tabernero se echó a reír y le hizo otra pregunta; probablemente quería saber si era sordomudo o algo por el estilo. Mattius le dijo en francés que no sabía hablar su idioma, y al hombre se le borró la sonrisa al comprender que aquél era uno de los extranjeros que habían llegado con el barco. Le preguntó por señas si podía pagar. Mattius sacó unas monedas, no muy seguro de que se las aceptaran, pues era dinero francés. Sin embargo, por lo visto allí el metal escaseaba debido a los impuestos, así que el tabernero no le hizo ascos, y sirvió al juglar.
Éste se quedó un rato allí, observando y escuchando, y después se levantó para marcharse. Quiso despedirse de los parroquianos y repitió la palabra que todos decían al salir, porque le pareció que debía de ser un adiós. Toda la taberna estalló en carcajadas, y Mattius se quedó en la puerta, intrigado, preguntándose qué habría dicho. El tabernero pronunció la palabra de forma ligeramente diferente a como lo había hecho él. Mattius sonrió. «No lo he dicho bien», pensó y se esforzó por repetir aquella expresión.
A los lugareños pareció gustarles el juego, y pronto se sumaron todos a la tarea de enseñarle palabras básicas en su idioma, porque les parecía muy cómico ver cómo el extranjero pronunciaba mal cosas que para ellos eran tan sencillas.
De esta forma se pasó el rato sin sentir, hasta que Mattius decidió que ya era hora de marcharse, y se despidió de ellos, esta vez correctamente.
Salió de la taberna y deambuló sin rumbo por Winchester. De pronto, sin saber por qué, sintió deseos de volver a ver los acantilados que había divisado desde el barco, a su llegada, y decidió que sería buena idea pasarse por la aldea del puerto, y quizá dormir allí. No podía comenzar a investigar hasta que no aprendiera bien el idioma, de modo que no había prisa.
Llegó al puerto por la tarde, pero evitó encontrarse con gente, porque le apetecía estar solo. De esta forma, subió a los acantilados para contemplar el mar junto a su perro.