El monje se recordó a sí mismo que debía pasar más tarde a rezar ante el sepulcro del Apóstol. Pese a que la basílica había quedado destruida en la incursión de Al-Mansur, estaba proyectándose un edificio mucho mayor; por el momento, los restos sagrados reposaban en una pequeña capilla improvisada, adonde podían acudir devotos y peregrinos. Michel solía hacerlo todos los días, y todos los días rezaba pidiendo una señal que lo ayudara a continuar su búsqueda.
Había preguntado a los pescadores que venían de las rías, pero se había encontrado con el problema de que no entendían castellano. Sólo hablaban gallego, y Michel no dominaba el idioma aún. De todas formas, a pesar de sus esfuerzos y de que lograba hacerse entender, no consiguió ninguna información útil. La mayoría de ellos venían de la costa norte; el camino que llevaba hacia el oeste no era seguro desde el ataque a Santiago.
Se obligó a tener paciencia. Al atardecer, todos los juglares que hubieran acudido a la ciudad se reunirían en casa de Martín para cambiar impresiones; entonces podrían preguntarles si conocían alguna historia que les diera una pista. En cualquier caso, Michel ya había decidido que partirían al día siguiente. La estremecedora experiencia con las meigas había hecho que se sintiera muy seguro tras las murallas de una ciudad, pero era perfectamente consciente de que el verano se acababa y pronto volverían las lluvias. El viaje sería entonces mucho más difícil, sobre todo ahora que ya no seguirían el Camino.
Estaba entretenido observando unos pergaminos que había traído un mercader del sur cuando lo sobresaltó una mano que tocaba su hombro. Se volvió. Detrás había una muchacha un poco mayor que él, de cabello corto y centelleantes ojos verdes.
—¡Lucía! —exclamó Michel al reconocerla—. ¿Cómo estás? ¿Qué haces tú por aquí?
—De compras, supongo —repuso ella; parecía contenta de verle—. Mi abuela y yo no podíamos dejar pasar esta oportunidad.
—¿Tu abuela? ¿Dónde está?
—Imagino que intercambiando hierbajos con otras meigas. Cuéntame, ¿qué haces tú aquí? Suponía que tú y tu amigo el juglar estaríais ya muy lejos. Como teníais tanta prisa…
Michel captó la indirecta y enrojeció.
—En realidad no nos hemos movido de Santiago en todo el verano. Después de lo que nos pasó aquella noche, no tenemos muchas ganas de volver a internarnos en el bosque. Además, íbamos detrás de algo y le hemos perdido la pista. Algo… hum… muy importante.
—Apuesto a que lo es. La última vez que os vi estabais en un buen lío.
Michel recordó que ella era la nieta de la más anciana de las meigas. Se preguntó qué sabría acerca de los tres ejes.
—No voy a hacerte preguntas —dijo Lucía, adivinando sus pensamientos—. Mi abuela me dijo que lo que estabais buscando era importante para todo el mundo. Que podríais impedir una catástrofe.
Michel asintió. Era obvio que Isabel lo sabía, pero no había querido asustarla con detalles.
—¿Y tu pelo? —le preguntó para cambiar de tema—. Sé que te lo cortaste para venir con nosotros, pero de eso hace ya tiempo, ¿no?
Lucía sacudió sus mechones.
—Bueno, en realidad a mi padrastro no le gustó mi idea de salir de noche y vestirme de chico. Así que, para darme una lección, me rapó el pelo completamente.
Sus mejillas enrojecieron de indignación. Michel se la imaginó en aquel trance y la compadeció. Las burlas de los muchachos, las miradas y comentarios de las mujeres del pueblo…
—¿Y tu prometido, qué dice?
—Ya no es mi prometido. Se enamoró de otra —sonrió con un brillo travieso en los ojos—. Preparamos un filtro de amor y se lo pusimos en la bebida. Una bonita forma de librarse de una boda indeseada, ¿no?
Michel se sobresaltó. Había creído que aquellas cosas sólo pasaban en los cantares de amor, pero no en la realidad. Volvió a cambiar de tema, algo incómodo.
—¿Habéis venido solas tu abuela y tú?
—Sí. Mi padrastro no quería dejarme venir, así que me he escapado. Me espera una buena paliza cuando vuelva, pero habrá valido la pena. He visto actuar a tu amigo y a algún otro juglar más en la plaza mayor. Es la única forma que tengo de aprender. Sólo por eso aguantaría una paliza diaria.
Michel la miró horrorizado.
—Deberías escaparte —le dijo.
—¿Adónde iría? En casa de mi abuela no hay sitio para mí. Y nadie quiere llevarme consigo. Soy una gran responsabilidad —añadió con cierto sarcasmo.
Michel volvió a enrojecer. Quiso repetirle las razones que había aducido Mattius para abandonarla, pero ahora ya no le parecían tan sensatas.
—Bueno, me alegro de haberte visto —concluyó Lucía—. Que tengas mucha suerte, y hasta pronto.
—¡Espera! —la detuvo Michel; había tenido una idea—. ¿Todavía quieres ser juglaresa?
Ella se volvió, interesada. Michel no sabía si aquello era correcto, pero debía intentarlo.
—Entonces no deberías preguntar a Mattius, sino al maestro del gremio de juglares. Él te puede informar.
A Martín no le pareció una buena idea que una mujer quisiera ser juglar.
—Bueno, no se trata sólo de bailar, cantar cuatro canciones y enseñar un poco el escote… —gruñó, pero se interrumpió al ver que la muchacha montaba en cólera—. Está bien, está bien, veo que vas en serio. Mira, para ser juglar tienes que tener buena memoria y una gran capacidad de improvisación.
—Una memoria prodigiosa —apostilló Michel—. He visto a Mattius recitar cantares larguísimos después de haberlos oído una sola vez.
Martín se echó a reír.
—Eso no es exactamente así —dijo—. Si prestas atención, te darás cuenta de que cada vez que recita un mismo poema lo hace de formas diferentes. Casi todos los cantares tienen una rima sencilla y muchas expresiones y fragmentos que se repiten. En la mayor parte de ellos hay batallas, por ejemplo, y a veces un trozo de un cantar sirve para otro. Si no te acuerdas de lo que sigue, metes algunas frases-comodín que se ajusten a la rima y ya está…
—¿Frases-comodín…? —repitió Michel.
—Frases típicas de los cantares —explicó Lucía, que empezaba a comprender—. Es cierto, hay cosas que se repiten en todos, pero nos gustan, porque ya las conocemos. Sabemos que es un cantar de los nuestros porque todos se parecen, aunque cuenten historias distintas.
—Eso es —aprobó Martín—. Lo primero es conocer la historia que relatas, aprender la música y el ritmo— y, a partir de ahí, intentas recordar la letra, y, si te quedas en blanco, te lo inventas, sin ningún reparo. Los mejores juglares— como Mattius— lo hacen con tanta naturalidad que uno no se da cuenta de que están improvisando. Están tan habituados a los métodos y trucos juglarescos que no les cuesta trabajo reconstruir un cantar. Los otros necesitan, efectivamente, aprendérselo de memoria.
—Sé lo que quieres decir —asintió Lucía—. Yo he aprendido algunos cantares —sus mejillas se tiñeron de color—. A veces no recuerdo una parte y entonces simplemente improviso, digo algo que rime y que quede bien ahí. Pero siempre me había parecido que era como hacer trampa.
Martín volvió a reír.
—No; es parte del arte juglaresco. ¿Dices que te has aprendido algunos cantares? Me gustaría oírlos.
Lucía enrojeció de nuevo y pidió un instrumento. No sabía tocar el rabel ni el laúd, pero, según dijo, le daba bien a la pandereta. Martín se la facilitó.
Michel miró al maestro y adivinó sus pensamientos. Era insólito que una mujer pretendiese ser juglar y, encima, de los auténticos, de los del gremio. Martín tenía intención de escucharla y mandarla a casa diciendo que no servía.
Sin embargo, la muchacha interpretó bastante aceptablemente un breve cantar sobre los infantes de Lara. Tenía una voz bonita y cristalina, y mucha gracia de movimientos. Además, era evidente que había observado atentamente a los juglares que pasaban por su pueblo, pues imitaba sus gestos con objeto de darle dramatismo a la narración, bastante afortunadamente. Alguna vez se quedó en blanco, pero lo subsanó tras una breve vacilación, bien saltándose lo que seguía, bien añadiendo alguna cosa que no desentonara mucho.
Cuando finalizó, aún colorada, miró a Martín tímidamente, esperando su aprobación.
El maestro no sabía qué hacer. La muchacha tenía talento, aunque era evidente que necesitaba más ensayos e instrucción. Se resistía a admitir que una mujer pudiera hacer aquel trabajo mejor que muchos novatos que se le habían presentado y —lo más sorprendente— sin incitar al público con movimientos provocativos, como solían hacer la mayor parte de juglaresas.
—A mí me ha gustado —se atrevió a decir Michel—. Para ser principiante no está mal.
Martín le disparó una mirada enojada y el monje enmudeció.
—No, no ha estado mal —reconoció el maestro a regañadientes—. Pero tendrías que trabajar mucho, aprender idiomas, viajar…; conlleva sus riesgos.
—Lo sé —dijo ella—, Y creo que vale la pena.
—Necesitarías un maestro, alguien que te enseñara todo lo que aún no sabes. Y no sé si algún juglar estaría dispuesto a llevarte consigo… sin una compensación.
Lucía se puso como la grana al entender la insinuación, pero hubo de reconocer que Martín tenía razón. Una mujer no debía viajar sola, y no se podía pedir a un juglar que fuera muy galante con ella. En aquellos tiempos, ni siquiera los caballeros respetaban a las doncellas.
—Dios se equivocó conmigo —musitó—. Debería haber nacido hombre.
—No digas eso —intervino Michel—. No todos los juglares son así. Estoy seguro de que, si viajaras con alguien como Mattius, no te pondría una mano encima.
—Pero Mattius nunca me llevará con él.
—Bueno, quizá no —admitió Michel, algo incómodo—. Pero debe de haber otros como él.
—O puedes quedarte aquí —intervino una voz femenina desde la puerta—. Estoy segura de que a mi marido no le importará ayudar a una joven con talento.
—¡María! —casi gritó el maestro de los juglares—. Pero ¿qué estás diciendo?
La mujer se había apoyado en el marco de la puerta y le miraba, ceñuda, con una sartén en la mano.
—¿Y por qué no? ¡Has admitido a muchachos que cantaban mucho peor que ella, sólo por el hecho de ser hombres! Sí, no pongas esa cara. Sabes que tengo razón. Cuando Mattius y Michel se vayan quedará sitio de sobra para ella.
—En realidad pensábamos marcharnos mañana —intervino Michel.
—¿En serio? —Martín le miró con interés—. ¿Ya has averiguado lo que querías?
—No, pero no tenemos mucho más tiempo, y ya nos hemos retrasado bastante. Además, nos queda un trecho de bosque para atravesar hasta la costa, y será mejor que lo hagamos antes de que vuelvan las lluvias.
—¿Hacia dónde vais? —quiso saber Lucía.
—Buscamos una ermita en la costa. En el fin del mundo.
Los ojos de la joven despidieron una centelleante alegría.
—Yo sé dónde está.
Martín casi se cayó de la silla.
—¡Caramba, muchacha! Sabemos que deseas ir con ellos, pero no es necesario que mientas.
—No miento. Mi padre era pescador en las rías. Conozco la costa y sus poblados.
—¿Y cómo fuiste a parar a aquella posada? —quiso saber Michel, intrigado.
—El mar se llevó a mi padre cuando yo tenía doce años, y mi madre y yo tuvimos que marcharnos. Volvimos al pueblo donde ella nació, y se casó de nuevo, con el animal que ya conoces. Echábamos de menos el mar, pero por lo menos teníamos a mi abuela cerca. Cuando mi madre murió intentando dar a luz a un medio hermano mío que nunca nació, decidí que algún día me marcharía lejos, y volvería a ver el mar.
—Entonces conoces el lugar… ¡Magnífico!
—¿El qué es magnífico? —preguntó Mattius, entrando por la puerta principal—. ¡Vaya, otra vez tú! —añadió al ver a Lucía—. ¿Por qué será que no me sorprende?
Michel le explicó lo que había pasado.
—La chica es buena, Mattius —añadió Martín—. Podría ingresar en el gremio, pero necesitaría un tutor que le enseñara todo lo que necesita saber, y luego la presentara a la asociación.
Mattius gruñó algo. No se le negaba nada al maestro del gremio de juglares.
—Mi vida ya es precaria —dijo Lucía suavemente—. Mi padrastro me pega, y a veces paso hambre. Cualquier día los moros pueden asaltar mi aldea, al igual que han atacado Santiago, y llevarme prisionera…
—Haremos una cosa —dijo Mattius—. Lo hablaremos esta noche en la reunión. Decidiremos entre todos.
Pero en el fondo ya sabía que la opinión del maestro pesaría más que la suya.
Apenas unas horas más tarde, la casa de Martín bullía de vida. Habían acudido cinco o seis juglares, pero armaban más ruido que veinte. Con sus ropas de colores y sus instrumentos musicales recorrían el salón saludándose unos a otros, presentando sus respetos al maestro y relatando sus últimas hazañas. Mattius se había unido a ellos, con una serena sonrisa en los labios.
En un rincón, Lucía lo observaba todo sin que los juglares repararan en ella. «Me habrán tomado por una criada», pensó, alicaída.
Era muy consciente de lo atrevido de sus deseos, y de los peligros que la vida juglaresca entrañaba para una mujer. Sabía que, a lo largo de la reunión, Martín expondría ante los juglares su extraña petición. Sólo de pensarlo se ponía nerviosa.
Como si se hubiera dado cuenta de lo perdida que se sentía, Michel fue a sentarse a su lado para darle conversación.
—Hola —le dijo—. Estás muy sola; ¿y tu abuela?
—Ha vuelto a la aldea. Dice que sabe que estaré bien.
—¿Y cómo puede saberlo?
—Tiene sus métodos.
—¿Y ella? ¿Estará bien?
—Por supuesto. El bosque es su hogar. Nadie puede hacerle daño allí.
Michel recordó a las meigas transformadas en lechuzas y se estremeció. La expresión de Lucía se dulcificó.
—Para ti debe de ser difícil aceptarlo —comentó—. Habrás recibido una sólida formación religiosa, ¿no? Y en los monasterios suelen olvidar que existen poderes que ellos no pueden controlar.
—¿Qué poderes? ¿Acaso las meigas invocáis al demonio?
—¡Oh, no, Dios nos libre! Tomamos nuestro poder del mundo. De la tierra. De los árboles. Y todo ello lo ha creado el Todopoderoso, ¿no?
—Pero hay meigas, como Fiona, que colaboran con la cofradía.
—También hay reyes malvados, y se supone que su linaje ha sido bendecido por la Iglesia. Algunas meigas, al igual que algunos reyes y nobles, e incluso Papas y obispos, hacen mal uso de un poder que se les ha entregado para hacer el bien. Pero todos somos humanos, y eso no puede evitarse.