—Ni siquiera me buscaron —concluyó Michel, desconcertado—. Lucía vio la situación y se fue corriendo a buscar plantas para curaros —hizo una pausa, y luego prosiguió en voz más baja—. Para Cercamón ya era demasiado tarde.
Mattius cerró los ojos. No le habían dicho nada hasta aquel momento, pero ya se lo había imaginado desde el principio, aunque su corazón no hubiera querido aceptarlo.
—Os llevamos al pueblo sobre los caballos —prosiguió Lucía—. Me temo que los pescadores se quedaron sin su representación, pero son buena gente, y nos han alojado todo este tiempo. Yo he actuado para ellos un par de veces. La familia que vive aquí nos ha cedido su pajar a cambio de la fórmula de mi medicina para cicatrizar las heridas —sonrió tristemente—. Es un conocimiento muy útil hoy en día.
—Desde luego —concedió Mattius con gravedad.
Hubo un largo silencio. Entonces, Orazio dijo:
—Hemos enterrado a Cercamón en la punta del cabo, junto a la ermita. Allí donde la tierra se acaba. El juglar más viajero del gremio no podía descansar en otro lugar.
Mattius no respondió.
Tardó un par de semanas más en estar totalmente a punto. Entre Orazio, Lucía y él hicieron una actuación en la plaza de la aldea para agradecer el cobijo que les habían prestado. Sus recitados fueron buenos, pero ya no había alegría en sus voces.
—De modo que ya tenemos dos ejes —le dijo Mattius a Michel la mañana siguiente; era la primera vez que hablaban de ello desde la noticia de la muerte de Cercamón—. ¿Qué piensas hacer ahora?
—No lo sé —confesó el muchacho, abatido—. Lucía dice que ha visto el Círculo de Piedra en sueños. Un monumento enorme, hecho de grandes piedras verticales que sostienen otras horizontales. Dice que está al otro lado del mar.
—¿Al otro lado del mar? Todos lo saben, Michel. No hay nada. A no ser…
—¿Qué?
—A no ser que se refiera a las grandes islas del norte. La Bretaña.
—¡La Bretaña! —repitió Michel—. ¿Qué sabes de ese sitio?
—Que es más oscuro y salvaje que cualquiera de los lugares que hemos visitado. Dicen que la parte sur está civilizada y cristianizada, pero deben luchar constantemente contra los vikingos que los atacan y que han conquistado gran parte del reino. La Bretaña es el lugar de donde vienen los antepasados de Lucía: los celtas.
Michel no dijo nada durante un rato, meditando la información. Luego murmuró:
—¿Y tú qué opinas? ¿Debemos ir o no?
—¿Siguiendo un sueño? No sé, Michel. ¿Qué dicen tus pergaminos?
—Hablan del Círculo de Piedra donde todos los ejes se hacen uno. En un país brumoso y desconocido, donde sólo los valientes se adentran.
Mattius asintió.
Lo hablaron con Lucía y Orazio, y discutieron mucho. Por más que aventuraron teorías, no lograban entender por qué los de la cofradía les habían dejado marchar, y eso quizá los inquietaba más que decidir el siguiente paso a seguir.
—Si vamos a ir a la Bretaña —dijo Mattius—, deberíamos pasar por La Coruña. Es el puerto importante más cercano de aquí. No estoy muy seguro de que haya muchos barcos que se dirijan allí, pero no cuesta nada probar, ¿no os parece?
Orazio dudaba.
—Mirad, yo soy sólo un pobre juglar, no un héroe. Puedo acompañaros por toda la tierra, pero los barcos no me inspiran confianza, y menos por el mar Atlántico. Como buen genovés, aceptaría una travesía por el Mediterráneo, donde no hay vikingos y las tormentas no son tan duras. Pero ir a Bretaña con los tiempos que corren me parece una empresa demasiado arriesgada para mí.
Mattius clavó sus ojos en él. Orazio desvió la mirada.
—Está bien, amigo mío. No te pediré que nos acompañes. Tampoco a mí me gustan los barcos. Pero ven con nosotros a La Corana. Sólo preguntaremos, nadie dice que vayamos a tomar una decisión ya.
Orazio estuvo de acuerdo.
Partieron al día siguiente, nada más salir el sol. Pasaron por la ermita para despedirse, por última vez, de Cercamón.
Los dos juglares, el monje y la muchacha rezaron junto a la tumba donde su amigo descansaba, arrullado por el sonido de las olas mecidas por el viento.
Año 999 d.C.
Mundi termino appropinquante
M
ichel se hallaba acodado en la borda de la enorme embarcación, contemplando la inmensidad del mar. Estaba empezando a gustarle lo de los viajes en barco, aunque aún prefería mil veces la tierra.
Habían pasado muchas cosas desde que abandonaron Finisterre. Entre otras, Orazio los había dejado.
Suspiró al recordar los días en La Coruña, actuando para un montón de pescadores y marineros que no tenían gran cosa que dar a los juglares a cambio de sus poemas. Allí se habían enterado de que no había ningún barco que partiera hacia la Bretaña desde las costas cantábricas. Todos salían de Normandía, desde donde la distancia era menor y, por tanto, menor era también el riesgo.
Tenían dos opciones: volver a Normandía por tierra o esperar la primavera, cuando se reanudara el tráfico marítimo, para hacerlo por mar.
Decidieron esperar, y pasar el invierno en La Coruña. A primeros de abril zarparía un barco hacia Brest, en las costas normandas. Desde allí podrían encontrar algún navío que se dirigiera a las islas.
Habían vendido los dos caballos para pagarse el pasaje. Orazio se había quedado en tierra. Volvería a Santiago para presentarse ante Martín; muy pronto todo el gremio de juglares sabría qué había sido de Cercamón, y cualquier miembro de la cofradía tendría que andarse con ojo en lo sucesivo.
Llegaron a Brest bien avanzada la primavera. Su estancia allí se había prolongado debido a la escasez de barcos que se atrevían a cruzar el Canal de la Mancha, lo cual había permitido a Lucía aprender francés y actuar para un público urbano, algo más exigente que los pescadores gallegos.
A principios del verano encontraron un navío dispuesto a realizar la travesía, y no se lo pensaron dos veces. Faltaban pocos meses para que finalizara el milenio, y no habían encontrado una pista más sólida que el sueño de Lucía, así que se gastaron lo poco que habían logrado reunir en Brest y lo que les quedaba de la venta de los caballos en pagar este segundo viaje.
El tiempo había corrido rápidamente, y el barco no había zarpado hasta bien entrado el último verano antes del año mil.
Se trataba de una embarcación de enormes velas cuadradas, que avanzaba lenta pero segura, impulsada por dos largas filas de remos que batían el agua incansablemente. Llevaba armas; no era un comercio habitual, pues los barcos mercantes solían transportar cosas ligeras y valiosas, como sedas o especias. Pero los anglosajones estaban en guerra contra los vikingos, que dominaban la parte norte de la isla y les imponían gravosas tasas a cambio de no atacar sus empobrecidos pueblos costeros. No había posibilidad de rebelión sin armas, y aquel avispado comerciante adivinó que haría un buen negocio.
Michel se volvió al sentir una presencia a su lado. Era Lucía.
—Buenos días —saludó el muchacho; la notó diferente, y la observó con atención—. Vaya, si hoy te has puesto ropa de mujer. ¿Cómo es eso?
Lucía hizo un gesto mohíno.
—Me vestía de muchacho para no llamar la atención —explicó—, pero, tal y como están las cosas, eso sería peor ahora.
—¿Tal y como están las cosas? ¿Qué quieres decir?
Lucía le miró, divertida.
—Michel, vives en las nubes. ¿No sabes que no soy la única mujer a bordo?
—¿Ah no? —Michel estaba francamente sorprendido—. ¿Y quién…?
—Es una dama normanda que lleva un mensaje al arzobispo de Winchester.
—¿Una dama normanda? ¿Y la mandan a ella de mensajera?
—Parece ser una misión diplomática, o algo por el estilo. Su esposo ha partido para la guerra, y la envía a ella, pero no va sola: la acompaña un buen grupo de caballeros armados. Han pagado una sustanciosa suma por el viaje.
Michel reflexionó, y recordó haber visto caballeros a bordo en los últimos días; pero no les había prestado atención.
—Curioso —comentó—. Y te has vestido así para pasar por doncella suya, ¿no?
—Resulta menos chocante. Pero, de todas formas, hay otra razón —respiró profundamente, con una sonrisa—. Le han hablado de mí. Ha dicho que quiere que actúe para ella.
—¿De veras? —Michel ladeó la cabeza, impresionado—. ¿Has aprendido suficiente francés como para defenderte bien?
Ella pareció ofendida.
—Puedo hablar francés. Aprendo rápido, y Mattius pasó mucho tiempo enseñándome. Además, he estado muchas horas ensayando el
Cantar de Carlomagno
.
Michel no la contradijo. La había visto actuar en numerosas ocasiones, y debía reconocer que la muchacha lo hacía cada vez mejor.
—Bueno —suspiró Lucía—, tengo que dejarte. La dama me espera.
Michel se despidió de ella y la vio alejarse. Apenas unos minutos más tarde salió Mattius a cubierta, acompañado de su fiel perro.
—¿Adónde iba Lucía tan deprisa?
Michel se lo explicó. Mattius se quedó pensativo.
—Es curioso que una dama de la nobleza quiera ver actuar a una joven juglaresa —comentó el monje.
Mattius se encogió de hombros.
—Dicen que no es una dama corriente.
—No debe de serlo, desde luego —concedió Michel—, si su marido confía tanto en sus capacidades como para enviarla en misión diplomática.
Hubo un breve silencio.
—Bueno —dijo Mattius entonces—, espero que la chica no me decepcione y haga una buena actuación.
Lady Alinor
Alinor de Bayeux estaba sentada en un escabel en su pequeño camarote. Junto a ella se hallaba su doncella, y las dos bordaban. La dama alzó la cabeza al oír entrar a Lucía, que ensayó una reverencia.
Alinor sonrió. Era una mujer de unos cuarenta años, pero todavía muy hermosa. Su cabellera color castaño oscuro estaba cuidadosamente recogida detrás de la cabeza con una redecilla de pedrería, de modo que su rostro quedaba despejado, y sus ojos negro-dorados observaban a la muchacha con un brillo de inteligencia.
Lucía tragó saliva y trató de alisarse una arruga de su modesto vestido; era la única ropa que llevaba en su equipaje, aparte de alguna muda para su traje masculino. Clavó la mirada en el suelo, deslumbrada ante el traje de seda de la dama.
—Buenos días, muchacha —dijo Alinor de Bayeux con acento musical—. Te llamas Lucía, ¿no es así?
—Buenos días, señora —balbució ella—. Sí, así es.
—Me han dicho que recitas muy bien.
—Sólo soy una aprendiza, señora.
—De todas formas, has hecho un largo camino hasta aquí. ¿De dónde eres?
—De Galicia, señora.
La dama asintió.
—Sería un rincón muy apartado si no hubiera peregrinaciones a Santiago —comentó—. ¿Y qué os trae por aquí a ti y al otro juglar?
Lucía enrojeció. No pensaba contarle las teorías de Michel, porque probablemente se burlaría de ella; por otro lado, parecía que Alinor no sabía que el monje viajaba con ellos.
—Yo sólo voy a donde va mi maestro, señora.
—¿El juglar alto de cabello castaño es tu maestro? Es muy joven para serlo, ¿no?
Lucía captó la indirecta; mucha gente había creído que Mattius y ella eran pareja, y ya estaba acostumbrada. Pero le indignó el hecho de que la dama normanda pusiera en duda la capacidad de su amigo.
—Es un juglar muy famoso —dijo sin levantar la voz, pero con las mejillas encendidas—. Nadie interpreta como él los poemas épicos. Conoce diez idiomas y…
—Está bien, Lucía, no pretendía ofenderte.
—…y él y yo no tenemos otra relación que la de maestro y alumna —concluyó Lucía, y levantó la vista para mirarla a los ojos—. No necesito vender mis favores para ser juglaresa.
Por el rostro de la dama cruzó una expresión de aprobación.
—Si tu maestro es tan bueno como dices, quizá debería actuar él para mí, ¿no te parece?
Lucía enrojeció otra vez.
—No… creo que eso sea posible, señora. Mattius no actúa para nobles. Es… una extraña manía suya.
Alinor de Bayeux frunció el ceño durante un momento, pero luego miró a Lucía y sonrió de nuevo.
—Adelante, pues. ¿Qué tienes para mí?
Lucía hizo una nueva reverencia.
—Señora, en francés conozco varias baladas y un poema épico. Vos podéis elegir lo que más os plazca.
La dama rió, encantada.
—Me gustaría escuchar una o dos baladas —dijo—, y algún fragmento de ese poema épico.
—Vos mandáis, señora.
Lucía inspiró profundamente y alzó su pandereta. Había recitado aquello varias veces, en Brest, para ir puliendo un poco su acento francés, pero era la primera vez que actuaba ante alguien de la nobleza. Cuando comenzó, estaba nerviosa y le temblaba un poco la voz, pero a medida que fue recitando se olvidó de Alinor de Bayeux y su doncella y se concentró en la historia que relataba, hasta el punto de que, al finalizar, casi sintió pena de haber acabado ya.
Tanto la dama como la doncella batieron palmas.
—Magnífico —dijo Alinor—. Me ha gustado mucho.
Lucía volvió a la realidad.
—¿De verdad? —hizo otra reverencia—. Me alegro mucho, señora.
—Aunque debes hacer algo con ese acento tuyo. Necesitas hablar francés más a menudo.
La dama hizo una seña a su doncella, que entregó unas monedas a Lucía. Ésta las aceptó con una salva interminable de agradecimientos.