Cogió su laúd y llamó a voces a los presentes para hacerles ver que había un juglar en la sala. Michel se sentó cerca. Sabía que no habría cena hasta que el juglar terminara su trabajo; si lograba atraer más clientes al local, el dueño sabría recompensarlo.
De modo que puso todo su empeño en tratar de comprender las baladas que cantaba; reconoció una versión del
Cantar de Carlomagno
en lengua germánica y, para su sorpresa, escuchó a continuación un cantar sobre cierto héroe germánico llamado Sigfrido, que Mattius había aprendido el día anterior en boca de otro juglar. Michel no podía estar seguro de que su amigo lo reprodujera con fidelidad porque no conocía muy bien el idioma, pero por la música habría asegurado que era el mismo. «Sólo lo ha escuchado una vez», se dijo. «¿Será cosa del diablo?».
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una salva de aplausos: Mattius había terminado, y Michel lo agradeció, porque se moría de hambre.
Poco después atacaban un plato de cerdo asado.
—¿Cómo has hecho para aprender tan rápido la
Balada de Sigfrido
? —preguntó Michel entre bocado y bocado—. He reconocido la música; tengo buen oído, pero, por lo visto, no tan buena memoria como tú.
—Eso es secreto profesional —replicó el juglar frunciendo el ceño—. Y tú no…
Se interrumpió al ver que un hombre fornido, con ropas de caballero y francos ojos azules se acercaba a ellos. El perro levantó la cabeza del pedazo de carne que estaba devorando a los pies de Mattius y dirigió al extraño una mirada cautelosa.
—Buenas noches —les dijo éste en francés—. Me han dicho que venís de Francia. Me llamo Jacques de Belin, natural de Aquitania. Hace tiempo que no salgo de territorio germano; ¿qué se cuenta por mi tierra?
Mattius sonrió. Dar noticias era parte de su trabajo.
—Del ducado de Aquitania poco sé, amigo. Y del resto sólo traigo malas noticias, por todas partes.
El aquitanio se sentó junto a ellos con gesto grave.
—Malos tiempos —declaró cuando el juglar terminó de contarle las nuevas—. No sé qué pasa últimamente.
—
Mundus senescit
—murmuró Michel para sí mismo.
Jacques de Belin lo miró fijamente.
—¿Qué causa lleva a un joven monje a acompañar a un juglar trotamundos? Además eres de la orden de Cluny; te reconozco por los hábitos negros.
—Y vos sois caballero —indicó Michel sagazmente—. ¿Compartís mesa con un joven monje de Cluny que acompaña a un juglar trotamundos?
Jacques soltó una carcajada.
—Tienes razón —asintió—. Pero he de decir que yo he viajado mucho, y tengo una especial predilección por los juglares, sobre todo por los que cantan relatos de héroes. Tu interpretación de la
Balada de Sigfrido
ha sido magnífica —le dijo a Mattius.
Michel le dirigió al juglar una mirada de circunstancias, y éste se encogió de hombros.
—También yo he viajado mucho —le dijo al aquitanio, ignorando al monje—. ¿Por casualidad sois caballero del emperador?
—Digamos que le debo homenaje, pero no pertenezco a su guardia privada.
—¿No rendisteis homenaje al duque de Aquitania? —preguntó Michel—. No entiendo mucho de estas cosas, pero…
—Él me armó caballero, y sí, le rendí homenaje hace mucho tiempo. Pero soy un segundón y tuve que dejar la casa de mi padre, el señor de Belin, en busca de fortuna. Corrí medio mundo y acabé aquí, sirviendo en la casa del emperador, esperando algún matrimonio ventajoso. Pero ya no soy tan joven —añadió riendo, señalando las canas que blanqueaban sus sienes—, y las doncellas también escasean. Y a vosotros ¿qué os trae por aquí?
—Encontré a este muchacho en Normandía completamente perdido — explicó Mattius—. Los húngaros prendieron fuego a su monasterio, pero él sólo tenía una obsesión: llegar hasta Aquisgrán.
—Quiero ver la tumba de Carlomagno —declaró Michel—. Me han dicho que está aquí.
El juglar lo miró sorprendido. Aquello era nuevo para él.
También el caballero parecía intrigado.
—Eso dicen, en efecto —replicó—. Pero son rumores. Nadie ha encontrado nunca los restos de Carlomagno. El emperador los ha buscado por todas partes.
—Entonces por lo menos me gustaría visitar la capilla palatina. He venido desde muy lejos sólo para ver tal maravilla.
Mattius se preguntó qué habría de verdad y qué de mentira en las palabras del monje. Por su expresión, parecía que Jacques de Belin también se lo preguntaba.
—Siento decepcionarte, muchacho, pero la capilla no se puede visitar. Forma parte del palacio del emperador, y él no permite extraños en su casa.
Michel palideció.
—Pero eso no puede ser. Hablaré con el emperador, si es necesario, pero tengo que entrar ahí.
—Te será difícil. El emperador está de viaje. Ha ido a Roma para ver al Papa.
Michel enterró la cara entre las manos.
—¿Cuándo volverá? —quiso saber Mattius.
—Cualquiera sabe. Desde que hizo elegir a Gregorio V como nuevo Papa, las cosas en Roma no marchan como él quisiera. No es fácil que los romanos acepten a un germano como Sumo Pontífice. Lo consideran un bárbaro.
—¿Qué queréis decir con que «hizo elegir»? —preguntó Michel.
—Hombre, todos saben que Otón III influyó notablemente en la elección del nuevo Papa. ¿No dicen que el emperador es el brazo armado de Dios? Pues entonces él se considera ejecutor de la voluntad divina, y con derecho para elegir un Papa.
—¡Jesús, cómo está el mundo! —exclamó Michel.
—He oído decir que el emperador es apenas un adolescente —apuntó Mattius.
—Diecisiete años —confirmó Jacques—. Cumplió la mayoría de edad el año pasado.
—¡Jesús! —repitió Michel.
—Tu amigo parece dudar de la capacidad de Otón III como emperador —le dijo Jacques al juglar.
Mattius no respondió. Parecía estar pensando en otra cosa. Miraba de reojo a un rincón de la sala.
—¿Conocéis a esos tipos del fondo? —susurró—. Me da la sensación de que nos vigilan.
Jacques se volvió con disimulo. Michel también miró hacia allá y el corazón le dio un vuelco: eran los mismos que los observaban al principio de la velada, mientras Mattius conversaba con el posadero.
—Llevan controlándonos desde que hemos entrado, Mattius —murmuró—. Me dan mala espina.
—Los conozco —dijo el aquitanio volviéndose hacia Mattius y Michel—. De vista nada más. Pertenecen a una extraña cofradía que predica la llegada del Anticristo para el fin del milenio.
Michel dio un respingo y se puso blanco como la cera. Dirigió una mirada de urgencia a Mattius, pero éste hizo como que no lo había visto.
—¿Y las autoridades eclesiásticas no han hecho nada? —preguntó con calma al caballero, que fruncía el ceño ante la agitación de Michel.
—¿Qué van a hacer? ¿Excomulgarlos? A esa gente le da igual. Además, no hablan mucho, y nadie ha logrado averiguar si están con el diablo o contra él. Los tratan de locos, pero yo no me fiaría de ellos. Se hacen llamar la Cofradía de los Tres Ojos, o algo así.
Michel temblaba violentamente, pero Mattius conservaba un aire tranquilo.
—¿Qué te pasa, muchacho? —inquirió el aquitanio—. ¿Ya habías oído hablar de ellos?
—A veces le dan ataques —replicó Mattius con calma—. No sabemos por qué.
Su aspecto despreocupado no logró engañar a Jacques.
—Vosotros sabéis algo sobre esa gente —dijo, y su voz adquiría un tono peligroso—. Si traman algo contra el emperador o cualquier persona de esta ciudad, mi deber es averiguarlo e impedirlo. Si me ocultáis información, os la sacaré a la fuerza.
Ninguno de los dos pareció sentirse impresionado por su amenaza. Tenían otras cosas en la cabeza.
—Es necesario que entremos en la capilla como sea —urgió Michel, mirando a Mattius.
Éste había abandonado su expresión calmosa y ahora parecía profundamente preocupado, pero no por las palabras del caballero, sino porque su instinto le decía que no hacía falta fingir, que podían confiar en él.
—Esto está dejando de ser un juego —musitó el juglar.
El aquitanio se dio cuenta de que pasaba algo grave, y los miró con seriedad. Mattius le dirigió una mirada dubitativa. Estaba acostumbrado a relatar historias increíbles, pero nunca había esperado que nadie le creyera. Esta vez era muy diferente.
—Podemos contaros lo que sabemos —dijo con prudencia—, pero lo más seguro es que nos toméis por locos. Yo mismo no creí a Michel la primera vez.
Dado que el monje no parecía estar en condiciones de hablar, fue Mattius quien tomó la palabra y le relató a Jacques de Belin todo cuanto sabían sobre el fin del milenio.
—Yo creía que esos pergaminos eran desvaríos de un chiflado —concluyó—, pero parece ser que hay más gente que conoce las profecías. No me extrañaría que la mujer que entró en casa de mi amigo Isaac en Amiens tuviera algo que ver con esa cofradía.
El aquitanio los miró fijamente, para decidir si le estaban tomando el pelo o no. Mattius sostenía su mirada con seriedad, pero Jacques se recordó a sí mismo que el juglar sabía fingir muy bien. En cambio, el muchacho estaba alterado y muy asustado. No parecía simular nada ni pretender engañarle. Ésa era la única conclusión a la que podía llegar.
—Una historia extraña, la vuestra —dijo finalmente—. No puedo creeros, pero tampoco me estáis mintiendo. La única forma de averiguarlo es ver si hay algo en esa capilla o no; quizá pueda hacer algo por vosotros. ¿Os alojáis aquí? En ese caso, mañana temprano pasaré a buscaros. Tal vez podamos entrar en la capilla, ahora que el emperador no está y se ha llevado a toda su guardia consigo.
Michel estalló en una salva de agradecimientos apresurados. El caballero se levantó sonriendo, pero aún con el ceño levemente fruncido.
—Nos veremos mañana, amigos —dijo, rascando las orejas al perro—. Y tened cuidado.
Mattius y Michel se despidieron de él y subieron a acostarse.
—¿No deberíamos hacer turnos de guardia? —preguntó Michel, inquieto.
—
Sirius
cuidará de los dos —replicó Mattius, señalando al perro.
Michel asintió, más tranquilo. El animal parecía más grande y terrible a la vacilante luz de la lámpara.
El muchacho se acostó en su jergón y no tardó mucho en dormirse, a pesar de la excitación que le producía encontrarse en Aquisgrán por fin. En la otra cama, Mattius no fue tan afortunado. No paraba de darle vueltas a la nueva información sobre la cofradía. Todavía no se atrevía a plantearse en serio la teoría del fin del mundo pero, por lo visto, había más gente además de Michel que sí lo hacía. Y eso podía llegar a ser peligroso, aunque no sabía en qué sentido.
Michel se despertó de madrugada sobresaltado; en su confusión, distinguió los ladridos del perro, y se incorporó, parpadeando. A la tenue luz de la luna que entraba por la ventana distinguió cuatro sombras: tres, humanas que forcejeaban entre sí; la cuarta era la del perro, que saltaba de un lado para otro, intentando morder algún miembro.
—¿Mattius? —murmuró el muchacho.
Oyó un grito de dolor, pasos apresurados… todo fue muy confuso hasta que la puerta se abrió y entraron el posadero, armado con un bastón, y su mujer, que portaba una vela cuya luz bañó el cuarto, descubriendo a Michel una escena terrible.
Los extraños eran dos de los hombres que los habían vigilado disimuladamente durante la cena. Uno de ellos se retorcía de dolor en el suelo, mientras el perro le mordía una pierna bañada en sangre. El otro forcejeaba con Mattius.
Con la llegada del posadero todos se detuvieron un brevísimo instante, pero, inmediatamente, el que no estaba herido echó a correr, lo apartó de un empujón y salió huyendo. El primero en reaccionar fue el perro, que, sabiendo que su víctima no se iba a levantar, la abandonó en el suelo para ir en pos del fugitivo. Sus ladridos atronaron toda la posada.
—¿Qué… qué…? —balbuceó Michel.
Mattius se secó el sudor de la frente y dio una rápida explicación a los dueños de la casa. La posadera ahogó una exclamación consternada mientras su marido, rezongando por lo bajo, asestó un estacazo al atacante herido, como para rematarlo. La posadera le entregó la vela y salió apresuradamente del cuarto.
—Mattius, ¿qué pasa? —preguntó Michel, muy nervioso.
El juglar se volvió hacia él.
—Menos mal que dormías como un bendito —comentó—. Han intentado matarnos.
—¿Qué… qué…? —repitió Michel, blanco como la cera.
—Deja ya de cacarear. Como no haya nada en la capilla voy a ser yo el que te mate.
La mujer volvió con una soga, y Mattius y el posadero ataron de pies y manos al herido, que gemía débilmente.
Michel no entendió gran parte del interrogatorio, pero Mattius le explicó después que aquellos hombres intentaban impedir que reunieran los tres ejes y evitaran el fin del mundo. El reinado del Anticristo estaba cerca, y era él quien debía recoger los ejes en el día de su advenimiento.
El posadero estaba consternado. Mattius rió y le dijo que se las estaban viendo con un pobre chiflado. Esta explicación pareció convencerle y aliviarle considerablemente.
Se llevaron al cofrade casi a rastras y lo dejaron atado en el trastero para llevarlo al día siguiente a las autoridades. Con todo, y a pesar del regreso del perro minutos más tarde, visiblemente satisfecho con un jirón de las calzas del fugitivo entre los dientes, Michel no pudo pegar ojo en toda la noche.
Se levantó al alba, pálido, ojeroso y entumecido, y despertó a Mattius de un sueño nervioso y poco reparador. Cuando bajaron a desayunar, el posadero los recibió hablando con excitación: de alguna manera, el prisionero se había escapado.
—Dice que es cosa del diablo —tradujo Mattius—, porque estaba muy bien atado, y la puerta ha permanecido atrancada toda la noche.
Michel palideció. Mattius lo notó.
—¿No lo creerás en serio?
—No sé, Mattius. Esa gente adora al Anticristo. Quién sabe si él no los ayuda.
Mattius se quedó mirándolo, pensativo, pero no dijo nada.
Terminaban el tazón de leche cuando entró Jacques de Belin. Atropelladamente, Michel le contó todo lo sucedido la noche anterior. Por el rostro del caballero cruzó una sombra de preocupación.
—Os habéis metido en un buen lío —les dijo—. Por alguna razón habéis entrado en su territorio, y parece que eso no les gusta.
—Pues yo no voy a echarme atrás —replicó Mattius en tono sombrío—. Esto ya se ha convertido en un asunto personal.