—¿Por qué nunca actúas para caballeros? —le preguntó Michel un día que rechazó la llamada de un conde que quería que cantara en la boda de su hijo—. Podrías ser rico.
Mattius sonrió.
—Dicen que en Occitania hay una extraña clase de poetas que cantan a las damas y viven en palacios —dijo—. Si yo fuera de castillo en castillo terminaría por quedarme de sirviente de algún noble y acabaría siendo como ellos. Y, sinceramente, no es vida para mí. Necesito viajar de un lado para otro. Además… —se puso serio—, ellos no necesitan de mí. Hay muchos juglares famosos cantando sus hazañas. Es necesario que siga habiendo por los caminos gente como yo que lleve un poco de alegría a los más humildes.
Michel no comprendió muy bien esto último, pero no preguntó más.
Pronto aprendió que, pese a haberse quedado sin hogar muy joven, Mattius era un juglar por vocación y no por necesidad. Le apasionaban las historias, tanto escucharlas como relatarlas, y tenía una memoria prodigiosa en la que almacenaba cientos, quizá miles, de cantares, poemas, cuentos, romances, relatos y canciones en varios idiomas. Tenía un estilo especial, fruto de su aguda inteligencia y su gran personalidad, que lo distinguía de aquellos que basaban sus actuaciones en piruetas y payasadas, e incluso de otros cantores de historias como él. Era realmente bueno en su oficio, y además se sentía a gusto con su trabajo; eso lo hacía diferente.
Con todo, poseía un carácter oscuro y cerrado. No tenía muchos amigos, y parecía que le molestaba la gente si se le acercaba demasiado. Fuera de actuaciones, era hermético y poco hablador; y a veces era mejor así, porque si abría la boca a menudo se mostraba mordaz y sarcástico.
Ésta era la otra cara del famoso juglar por quien suspiraban las jovencitas y a quien los nobles reclamaban para sus fiestas y celebraciones.
Por el momento, parecía que la compañía de Michel le era bastante soportable; el muchacho se alegraba por ello, pero, por si acaso, procuraba no molestar demasiado.
En realidad, le había caído en gracia a Mattius, que lo había «adoptado», por así decirlo, al igual que había hecho tiempo atrás con el enorme perro lobo que lo acompañaba a todas partes. «Es un niño todavía», se decía el juglar. «Lo llevaré a Aquisgrán para que vea que no hay nada allí y entonces lo dejaré en alguna abadía para que se hagan cargo de él». Mattius tenía la sensación de que si lo dejaba solo no llegaría muy lejos… aunque quizá lo subestimaba.
Abril entraba con fuerza cuando se adentraron en la región de la Picardía tras atravesar el Sena. Poco a poco la vida errante y las caminatas al aire libre fueron fortaleciendo a Michel, aunque seguía estando muy delgado. El oficio de juglar no daba para grandes excesos gastronómicos —menos ahora, que había que partir por tres—, pero tampoco se pasaba hambre, por lo que Mattius dedujo que Michel era delgado por constitución.
Pronto, sin embargo, empezaron a tener problemas. Atravesaban una región azotada por la sequía y el hambre. La hierba amarilleaba incluso en aquella época del año, los bosques parecían cansados y los árboles elevaban sus ramas al cielo suplicando lluvia. Las cosechas se agostaban, y la primavera avanzaba sin dejar caer una gota de agua; pronto cedería el paso al implacable verano y habría menos posibilidades de que lloviera. «El mundo envejece», se decía Michel con tristeza.
Aunque quisieran, los campesinos no tenían con qué pagar las historias de Mattius. A menudo éste actuaba gratis, sin importarle no recoger nada a cambio. En alguna ocasión se habían jugado el cuello cazando furtivamente en la reserva de algún señor.
Michel se preguntaba de qué podían valerle todos sus conocimientos para comer en el mundo real. Estaba viviendo del trabajo de Mattius y, ahora que la comida escaseaba, empezaba a sentirse culpable.
Un día, el monje notó que se desviaban hacia el oeste, y se lo dijo a su compañero.
—Lo sé —respondió el juglar—. Corren malos tiempos y debemos parar en un sitio mejor antes de seguir para Aquisgrán.
—¿Un sitio mejor? —repitió Michel, pero Mattius sonrió enigmáticamente.
Dos días después llegaban a la gran ciudad de Amiens.
Michel era un joven provinciano y jamás había estado en una gran ciudad. Lo miraba todo entre curioso y amedrentado, siempre detrás de Mattius, procurando no perderlo de vista, y procurando no pensar en aquel penetrante olor que lo mareaba y que, según el juglar, era propio de todas las grandes ciudades.
Era día de mercado; tras las murallas que protegían Amiens de cualquier agresión exterior, campesinos, burgueses, artesanos y mercaderes se habían reunido en la plaza en busca de un trueque ventajoso. La sequía era la causante de que los productos expuestos fueran escasos y de baja calidad; pero, aun así, el lugar estaba lleno de gente.
—Todos en busca de una oportunidad —murmuró Mattius al ver una familia que pedía limosna para subsistir hasta que llegaran las lluvias.
A Michel se le iban los ojos detrás de la comida de los puestos, pero procuraba no entretenerse para no perder de vista al juglar, que se abría paso rápidamente hacia un espacio libre en los escalones que llevaban a la iglesia.
—Oye… —dijo Michel al ver que el juglar se detenía y sacaba su laúd—. ¿Vas a actuar aquí?
—¿Qué prefieres que recite? —le preguntó Mattius—. ¿El
Cantar de Carlomagno
o el de Roland?
—Carlomagno está bien. Pero, escucha…
Mattius no lo escuchó. Empezó a dar voces para anunciar su presencia, y varios curiosos se acercaron a oírle recitar.
Michel se apartó un poco. Una sesión de juglaría podría durar entre dos y tres horas. Suponía que con aquello recogerían algo de comida para la cena, pero, aun así, no creía que Mattius hubiera acudido a Amiens sólo para actuar. De todas formas no le quedaba más remedio que contener su curiosidad y esperar a que el juglar acabara su trabajo.
Se sentó por allí cerca para escuchar por enésima vez el
Cantar de Carlomagno.
Mattius sabía infinidad de poemas épicos, pero la gente parecía disfrutar oyendo siempre los mismos, los dos o tres que conocían porque otros juglares los habían cantado antes que él. Un juglar se debe a su público, de modo que Mattius simplemente recitaba lo que sabía que iba a tener éxito.
Michel no permaneció mucho tiempo allí. Cuando parecía claro que Mattius iba a recitar el poema entero, se dijo que era mejor dar una vuelta por el mercado, sin alejarse demasiado. Volvería antes de que el juglar acabara.
Aferró bien su zurrón y se perdió entre la gente.
Deambuló durante más de una hora por el mercado y sus alrededores, y pronto descubrió lo frustrante que era ver tanta comida y no poder cogerla simplemente alargando la mano; pero él no tenía nada que dar a cambio. No pensaba deshacerse de su valioso códice, y de todas formas no se lo iban a aceptar. Los libros eran tan raros que la gente de a pie generalmente no sabía qué hacer con ellos.
Se resignó y decidió regresar a los escalones de la iglesia, donde Mattius probablemente ya estaba acabando de relatar las hazañas de Carlomagno.
—¡Hermano!
Michel se volvió. Una figura encorvada, envuelta en una capa raída, se apoyaba contra la pared en un rincón en penumbra.
—Una limosna, hermano —murmuró el mendigo—. No tengo casa, ni familia, ni amigos…
Michel se apiadó de él y se acercó, rebuscando en su zurrón por si le quedaba algún mendrugo de pan para darle. Pero cuando vio el rostro del desconocido a la luz retrocedió, asustado: su piel parecía descomponerse y caerse a pedazos. No tenía nariz.
—¡Hermano! —suplicó el mendigo.
Michel se alejó unos pasos, mientras su corazón luchaba entre la repugnancia y la compasión. Una voz lo rescató:
—Lo siento, amigo, tenemos prisa.
Michel sintió que lo agarraban del brazo y lo sacaban a rastras de la boca del callejón.
—La próxima vez no tendrás tanta suerte —le advirtió Mattius.
Al monje no se le había ocurrido ni por un momento que hubiera corrido peligro.
—¿Por qué? ¿Iba a robarme?
El juglar negó con la cabeza.
—No lo creo. Era un pobre diablo, pero has de tener cuidado con la gente de aquí. Las ciudades suelen ser foco de enfermedades y epidemias, y nunca se sabe cuáles son contagiosas, y cuáles no.
—¿Quieres decir que debía alejarme de aquel hombre porque estaba enfermo?
La voz de Michel tenía cierto tono de indignación, y Mattius lo miró con seriedad.
—Si quieres ayudar a la gente, ocúpate de los vivos —dijo—. Ese mendigo estaba virtualmente muerto. Acercándote a él sólo habrías logrado enfermar tú también. Si de veras Dios te ha elegido para ayudar a los más débiles, no conseguirás nada quitándote de en medio tan pronto.
El muchacho no respondió, pero su expresión era pesarosa. Tenía buenas intenciones, se dijo el juglar, pero a veces la vida no era tan sencilla. Mucha gente había empezado con buenas intenciones y había terminado comprendiendo que lo mejor que podía hacer uno era preocuparse de sí mismo y tratar de ganar en la lucha por la supervivencia. Michel también lo aprendería.
—Yo creía que en la ciudad se vivía mejor —reflexionó el chico al cabo de un rato—. ¿Por qué hay más enfermedades aquí?
—No lo sé, pero es así, supongo que porque la gente vive más junta.
Michel se dio cuenta entonces de que hacía rato que habían abandonado la plaza, y caminaban por una calle estrecha y retorcida.
—¿Adónde vamos? —quiso saber.
—A ver a un amigo.
Michel iba a preguntar más, pero Mattius le puso en las manos un pedazo de queso:
—Ten, come.
Y sus tripas comenzaron a sonar reclamando aquello que olía tan bien. Le hincó el diente al queso y eso lo mantuvo ocupado hasta que llegaron a una casa baja y oscura. Sin embargo, Michel notó que era de piedra y no de madera. Quienquiera que viviera allí no andaba falto de recursos. Mattius llamó a la puerta.
—¿Quién es? —preguntaron desde dentro.
—¡Noticias de todas partes! —anunció el juglar.
Hubo un breve silencio.
—¿Mattius? —dijo la voz, y la puerta se abrió con un chirrido. Por la rendija asomó el rostro de un viejo barbudo de ojillos inquisitivos.
—¡Caramba, eres tú! ¡Cuánto tiempo! Pasa, anda —se fijó entonces en Michel—. ¡Traes compañía! Me extraña mucho en ti.
—Es inofensivo —respondió Mattius—. Estaba un poco perdido y decidí acompañarlo. ¿Podemos pasar?
El viejo frunció el ceño al ver los hábitos de Michel.
—Un monje negro —murmuró—. Está bien, pero sólo porque eres tú.
La puerta se abrió del todo. Fue entonces cuando Michel descubrió un grabado en la tosca madera: una estrella de David. Sobresaltado, tiró a Mattius de la manga.
—¿Qué pasa?
Michel no quería ser descortés, de modo que procuró hablar de forma que el judío no lo escuchara:
—Es que no sé si debo entrar ahí —confesó en voz baja.
—¡Tonterías!
Mattius lo agarró sin contemplaciones y lo metió dentro. El monje estaba demasiado débil para resistirse y, además, su compañero le había dado a lo largo del viaje bastantes motivos para confiar en él, de modo que no protestó.
Entraron en una habitación no muy grande, con una especie de mostrador al fondo. En los estantes de las paredes se apiñaban objetos diversos, algunos tan curiosos que Michel no sabía para qué servían. En la chimenea brillaban los restos de un fuego. Al fondo, una escalera llevaba a la parte de arriba, la vivienda propiamente dicha.
El viejo había vuelto a colocarse tras el mostrador. Frente a él, sentado en un taburete, había un hombre de cabello cano y semblante dulce.
—Pasad, no os quedéis en la puerta —los invitó el judío—. Mattius, éste es mi amigo Teófilo. Creo que no os conocéis. Es griego.
Teófilo se levantó para saludar a Mattius.
—Soy Mattius el juglar —se presentó éste—. Y… mi amigo, Michel.
—Encantado —dijo el griego; hablaba un francés de acento musical.
—¿Qué te trae por aquí, Mattius? —preguntó el judío—. Cuando adoptaste a ese perro te dije: lo próximo será una mujer; pero lo que no esperaba era que trajeras un jovencito.
Michel enrojeció hasta la raíz del cabello.
—Es él lo que me trae por aquí —replicó el juglar sin inmutarse—. Va hacia Aquisgrán y, la primera vez que lo vi, pensé que solo no llegaría muy lejos.
—De modo que repostas aquí antes de iniciar un largo viaje.
—Eres un lince, Isaac —respondió Mattius con una carcajada—. De todas formas, mis motivos no son sólo materiales. También pasaba a saludar a un viejo amigo.
El judío tosió.
—Eso siempre se agradece. Y dime, ¿de dónde vienes esta vez?
—De Normandía.
—La tierra de los vikingos franceses. ¿Y qué se cuenta por allá?
—Nada bueno. Los campesinos se sublevaron contra sus señores a finales del invierno. Fue un levantamiento terrible.
—¿Y qué pasó?
—¿Qué iba a pasar? Los machacaron: una auténtica masacre.
—¿Y qué dice el rey de Francia?
—El rey de Francia tiene sus propios problemas: se dice que el Papado va a excomulgarle por esa boda tan extraña… A nadie en Roma le pareció bien que se divorciara de su primera mujer.
—El mundo está loco —comentó el judío—. Problemas por todas partes y a la Iglesia cristiana le preocupa un matrimonio.
—Tiene que haber un motivo político. Una alianza, o algo así. Siempre los hay.
Michel bajó la cabeza. Debía decir algo. Al fin y al cabo, pertenecía a la Iglesia, y se sentía incómodo con los dos hombres hablando de aquella forma. Sin embargo, permaneció callado.
—Me pregunto qué es lo que pasa últimamente —concluyó Isaac—. Todo son malas noticias. Nada funciona como debería.
—Nuestro amigo tiene una teoría sobre ello —anunció Mattius, señalando a Michel—. Dice que se acerca el Apocalipsis.
Michel volvió a enrojecer, pero Isaac y Teófilo lo miraban con curiosidad. Mattius refirió punto por punto las teorías de Bernardo de Turingia y el motivo del viaje a Aquisgrán. El joven religioso continuó con la cabeza baja, pensando que se burlaba de él.
—No es la primera vez que oigo algo parecido —dijo el griego, pensativo—. Puede que haya algo cierto en esa teoría tuya del milenio, o el
chiliasme
, como se dice en mi idioma. En todas partes hay leyendas que dividen el mundo en edades; no sólo el cristianismo habla de milenios.