Se detuvo, perplejo. «Es ese condenado muchacho», pensó. «Ya empiezo a creer esa tontería sobre el fin del mundo».
Días como aquél resquebrajaban su dura capa de escepticismo. Días como aquél le hacían pensar que valía la pena seguir viviendo, a pesar del hambre y la guerra, a pesar de las epidemias y del odio… a pesar de la época que le había tocado vivir.
Volvió a la realidad para descubrir que la gente lo observaba expectante. Rasgueó el laúd y comenzó su cantar.
Michel se sentía también feliz como nunca. Le habría gustado deshacerse de su hábito y ser un aldeano más, pero, aunque hubiera roto tantas reglas, por dentro seguía sintiéndose monje cluniacense, y lo sería hasta su muerte. «Y, de todas formas, para esta gente no todos los días son como hoy», se recordó. Una sombra de tristeza pasó por su rostro al recordar la miseria que había visto en su viaje, el miedo, las injusticias, el hambre.
Buscó en su interior, y encontró su fe intacta, como cuando había abandonado el monasterio. «Seguro que hay una explicación para todo esto», pensó. «Sólo soy un mortal y no puedo alcanzar a comprenderlo. Eso es todo».
Se preguntó entonces si sería justo que intentara aplazar el fin del mundo.
Miró a su alrededor. La voz de Mattius transportaba a aquella gente humilde hacia otros mundos, otras eras, donde los héroes impartían justicia, donde todo acababa bien, donde no se pasaba hambre y siempre había alguien para vengar los agravios.
«Quizá éste sea el mundo del futuro», se dijo Michel, confiado. «Si nos dan otra oportunidad, cambiaremos la Tierra».
El cantar seguía sonando. Todos estaban atentos porque ahora venía un momento de gran intensidad dramática: el héroe había sido retado por su enemigo y acababa de aceptar el desafío. Mattius hizo una brevísima pausa; una nota quedó temblando en su laúd.
Entonces se oyó un estrépito lejano de cascos de caballo acercándose a una velocidad de vértigo.
Todos volvieron la cabeza. Algunos se levantaron como movidos por un resorte. En los rostros de muchos de ellos se reflejaban el miedo y la incertidumbre. El hechizo se había roto.
Como surgidos de las entrañas de una pesadilla, un grupo de hombres armados irrumpió en las calles de Caudry. Bajo los yelmos se adivinaban los ojos centelleantes, y sus poderosos brazos blandían espadas o mazas. Los enormes caballos atronaban el suelo con sus cascos, y resoplaban por el esfuerzo, tensando sus músculos bajo la piel cubierta de sudor.
Todo fue muy rápido. En un instante, todos corrían a ocultarse. Había gritos de pánico, gente que tropezaba y se volvía a levantar, hombres valientes que intentaban hacer frente a los invasores con herramientas o toscas armas improvisadas a partir de instrumentos domésticos…
Y entonces olieron el humo y vieron el fuego: los caballeros habían arrimado teas encendidas a los techos de paja y madera de las casas. Caudry ardía.
Los momentos siguientes fueron terriblemente confusos. Alguien gritó:
—¡El cielo os castigará por haber roto la Paz de Dios!
Su voz se ahogó.
Michel sintió que tiraban de él y, sin saber muy bien cómo, se encontró de pronto oculto en un granero. Mattius estaba junto a él, mostrando una expresión pétrea. Toda su alegría y su amabilidad habían desaparecido mientras observaba lo que sucedía en el exterior a través de una rendija en la pared de madera.
Pronto los caballeros se encontraron solos en la plaza. Incluso los vendedores habían abandonado sus puestos, ahora envueltos en llamas, donde se quemaba lo poco que habían logrado reunir aquel invierno. Los atacantes habían apresado a dos muchachas que sollozaban y pataleaban, aunque sabían muy bien que todo era inútil. Una de ellas era la que había enseñado a bailar a Michel.
Cuando éste lo vio, quiso salir en su ayuda, pero los guerreros ya se alejaban con las jóvenes. El muchacho apretó los puños de rabia. Mattius lo miró.
—¿Todavía quieres salvar el mundo, chico? —murmuró—. ¿Salvar el mundo para que todo siga así?
—¿Por qué lo han hecho? —preguntó Michel, con los ojos llenos de lágrimas de impotencia.
Mattius se encogió de hombros.
—Se aburrían.
—No entiendo cómo alguien puede ser así. Debe de ser obra del diablo.
El juglar le dirigió una breve mirada.
—¿Sabías que el abad de tu monasterio era un gran amigo del señor de Caudry? —dijo solamente.
Michel se sintió desfallecer, y se apoyó contra la pared del granero.
—En el fondo todos sabían que una paz firmada sobre un trozo de papel no iba a cambiar nada —añadió Mattius—. Los campesinos no saben leer. Y los hombres del señor de Caudry, tampoco.
—¡Escucha! —lo interrumpió Michel, aguzando el oído—. ¡Vuelven!
En realidad se trataba de un caballero rezagado que recorría las calles prendiendo fuego a todo lo inflamable. Los cascos del caballo sonaban peligrosamente cerca, y la puerta del granero se abrió de súbito para dar paso a un guerrero que cabalgaba portando una antorcha. Mattius y Michel quedaron agazapados tras la puerta. El corazón del joven monje latía tan fuerte que tenía la sensación de que el caballero podía escucharlo. Todo le daba vueltas. Sintió que se mareaba, afirmó bien los pies y echó un vistazo.
Ahogó un grito a tiempo.
El atacante se inclinaba sobre su caballo para prender fuego a un montón de heno. Mattius se acercaba por detrás con un enorme rastrillo en las manos. La semioscuridad jugaba de su parte.
Hubo un golpe seco, y el hombre cayó de su montura. La tea encendida inflamó el heno con un chasquido.
Mattius retuvo al caballo por las riendas.
—¡Date prisa! —apremió a Michel—. ¡No tenemos todo el día!
Michel obedeció, y ambos montaron con dificultad sobre el animal, que caracoleaba nervioso con la vista fija en el fuego. Mattius lo controlaba a duras penas.
—¿Y el perro? —jadeó el monje, recordando que no estaba en el granero con ellos.
—Nos alcanzará.
Mattius puso el caballo al galope y Michel se aferró con fuerza a su cintura para no caerse. Salieron del granero en llamas y galoparon a través de las calles de la aldea, entre una multitud de campesinos que intentaba inútilmente salvar lo poco que quedaba de sus hogares.
Abandonaron Caudry a galope tendido, sin mirar atrás.
Michel guardaría pocos recuerdos de aquel viaje en la oscuridad, aferrado al caballo que guiaba Mattius, alejándose de aquella aldea donde había pasado tan buenos momentos. Nunca supo si el juglar había matado al caballero o lo había dejado inconsciente dentro del granero en llamas; ni tampoco llegó a entender por qué aquel grupo de hombres armados había acabado tan trágicamente con la alegría de un pueblo que sólo quería olvidar un año de hambre y sequía.
En el monasterio le habían enseñado que los caballeros estaban en el mundo para luchar contra los infieles y proteger a los débiles, a los campesinos que trabajaban para ellos porque ellos los defendían. Los caballeros eran los
bellatores
, por quienes los religiosos debían rezar, y que usaban armas para defender la fe de Cristo.
Era evidente que de la teoría a la práctica había un abismo. Él siempre había creído que aquellas cosas, injusticias como la de Caudry, sólo las cometían los bárbaros, salvajes incivilizados como los que habían incendiado su monasterio. Pero los caballeros eran cristianos y habían sido bendecidos por la Iglesia.
«Es cierto», pensó. «El mundo se acaba. El reinado del Anticristo se acerca».
Y se desmayó.
A partir de allí, el viaje fue para él una sucesión de escenas confusas y borrosas. Recordaba vagamente imágenes de Mattius dándole de comer como si fuera un bebé. Pueblos, campos y bosques se sucedían en su mente como si fuesen todos iguales pero a la vez diferentes, sin que llegara a distinguir los paisajes que veía de los que soñaba, imaginaba o recordaba.
Aquella situación se prolongó durante un periodo indefinido de tiempo, hasta que un día lo despejó del todo un buen jarro de agua fría que alguien le volcó sobre la cabeza, dejándolo completamente empapado.
—Ya está bien de dormir, amigo —se oyó la voz inconfundible de Mattius—. Mi paciencia tiene un límite.
Michel sacudió la cabeza. Le castañeteaban los dientes. Hasta entonces no se había dado cuenta del frío que hacía, anormal para aquella época del año.
Lo primero que vio cuando miró a su alrededor fue el perro lobo de Mattius, y se preguntó cómo había llegado hasta allí. Le vino a la memoria una breve imagen del animal corriendo tras el caballo, y Mattius aminorando la marcha para que los alcanzara; pero no habría sabido decir si lo había visto con la mirada de sus ojos o la de su mente.
Lo siguiente que vio fue a Mattius plantado frente a él con los brazos en jarras. Junto al juglar pastaba tranquilamente el caballo que le habían robado al caballero.
—¿Qué… ha pasado? —balbuceó Michel, haciendo un esfuerzo por incorporarse.
La expresión de Mattius se dulcificó.
—Ya te dije que nunca deberías haber salido del monasterio, chico. Sabía que no resistirías mucho tiempo la dura realidad.
Michel se levantó tambaleándose. Se apoyó en el tronco de un árbol y miró al juglar a los ojos.
—Resistiré —dijo—. Tengo que hacerlo.
Mattius exhaló un suspiro.
—¿Todavía piensas en salvar el mundo? ¿Cuándo escarmentarás?
Michel no respondió. Echó un vistazo a su alrededor. Se hallaban en un claro dentro de un espeso bosque de coníferas.
—¿Dónde estamos? —quiso saber.
—En tierras germanas. Has dormido muchos días —añadió el juglar al ver la expresión de asombro de Michel—. En dos jornadas llegaremos a Aquisgrán, así que creí necesario despertarte.
—Sí, claro —murmuró el muchacho, aún algo aturdido—. En marcha, pues.
La Germania era una tierra boscosa de caminos estrechos, donde los campesinos cultivaban las pocas tierras arrancadas a las anchas extensiones de coníferas. Michel descubrió pronto que la lengua germánica no se parecía en nada al francés, y se sintió muy perdido cada vez que Mattius se dirigía a alguien habiéndola con fluidez.
—¿Cuántos idiomas conoces? —quiso saber el monje un día.
—Éste, el francés, el occitano, el castellano, el griego, el galaico, el toscano… —enumeró el juglar—. Y alguno más que me dejo, seguramente. Chapurreo un poco el turco y el árabe. Pero no sé latín —sonrió—. Curioso, ¿eh? El latín, esa lengua que se habla en todas partes y en ninguna.
Michel se sintió impresionado, y desde aquel día puso todo su empeño en aprender aquella lengua.
El viaje por tierras germánicas fue algo más relajado que la etapa anterior, porque tenían un caballo. Michel observó que la gente los miraba de otra forma cuando entraban en un pueblo montados sobre él. Descubrió entonces que en el mundo existía una división tajante entre los que llevaban caballo y los que iban a pie, y sintió tristeza. Los caballeros eran suficientemente fuertes como para ir caminando; en cambio, había ancianos que no podían casi andar, y la mayoría no tenía dinero ni nada que dar a cambio de una yunta de bueyes que tiraran de un carro de madera.
Se iniciaba ya el verano cuando divisaron por primera vez a lo lejos los tejados de Aquisgrán, la Ciudad Dorada.
Michel sintió un nudo en la garganta. Aquisgrán…
Aquisgrán la Grande, Aquisgrán la Bella, la joya del Imperio, refugiada tras una imponente muralla que la protegía de todo aquel que quisiera dañarla y profanar la gran capilla donde descansaban los restos del inmortal Carlomagno.
—Nunca pensaste que llegarías tan lejos, ¿eh? —murmuró Mattius—. Me debes una. Bueno —reflexionó—, en realidad me debes varias.
Michel no respondió. Se sentía deslumbrado ante la visión de la capital del Imperio. Mattius le hizo volver a la realidad y comenzaron a descender por la ladera.
Una vez traspasaron las enormes murallas, Michel se dio cuenta de que Aquisgrán no difería mucho de Amiens y otras grandes ciudades. Parecía más grande y próspera, y poseía muchos palacios y casas de piedra, pero también había una gran cantidad de chozas adosadas a sus muros, viviendas de campesinos muy pobres que habían abandonado sus tierras secas para ir a la ciudad en busca de una oportunidad. Eran hombres desesperados, pero todos habían acudido a acogerse bajo la sombra del gran palacio que se alzaba en el centro de la urbe observando impasible el paso del tiempo, rodeado de casas que parecían rendirle pleitesía; encerrado entre murallas se elevaba hacia el cielo desafiando a todos los palacios de la Tierra.
—El símbolo del poder terrenal —murmuró Michel, mientras contemplaba boquiabierto las almenas del palacio coronado por el sol poniente.
—Date prisa, chico —lo urgió Mattius—. Hemos de buscar un lugar donde dormir.
Recorrieron las calles de Aquisgrán sin mirar demasiado a su alrededor, pues ya oscurecía, y era conveniente estar bajo techo cuando llegara la noche, sobre todo si uno se encontraba en una ciudad extraña. Por fin entraron en una posada de la que salía un delicioso olor a cerdo asado.
No había mucha gente en el interior. Michel se sentó en un rincón de la sala mientras Mattius negociaba con el posadero una noche de alojamiento con cena incluida a cambio de una actuación. Michel no dudaba de la capacidad de persuasión del juglar, pero le inquietaba un poco el hecho de entender sólo palabras sueltas de lo que se decía.
Sintió de pronto que alguien lo miraba fijamente y se dio la vuelta con cautela. Un grupo de hombres en una mesa al fondo lo observaban y hablaban entre ellos en susurros. Michel se sintió incómodo, y buscó a Mattius con la mirada, pero éste estaba ocupado acondicionando con el posadero un lugar para su actuación.
Michel se aproximó a ellos. Mattius reparó en él y le sonrió. Parecía estar de buen humor.
—Todo arreglado, chico. Esta noche dormimos aquí y mañana podrás iniciar tus pesquisas por la ciudad.
El posadero les dirigió una mirada curiosa y le dijo algo a Mattius que Michel no entendió. El juglar asintió y respondió algo.
—Dice que hacemos una extraña pareja —dijo—. Que no es habitual ver en Germania a un monje acompañado por un juglar. Yo le he dicho que en Francia tampoco.
El posadero movió la cabeza y añadió algo mientras se alejaba.
—Tienes razón, amigo —murmuró Mattius para sí mismo—. Son tiempos extraños.
Mattius