—Si el general o Eva nos pillan, nos ya a caer una buena… —dijo Rebecca mirando con nerviosismo hacia el edificio del Instituto. Había luz en algunas ventanas.
—Bueno, pues esperemos que no nos pillen —añadió Marc mientras abría su mochila—. Con el sistema de seguridad desconectado no deberíamos tener problemas…
Sacó un rollo de cuerda que se colgó del hombro y un par de linternas. Le tendió una a Rebecca y se metió la otra en un bolsillo de su chaqueta de cuero. Había traído Además una palanca de hierro, y una brújula que también entregó a Rebecca. La aguja apuntaba hacia el norte, como de costumbre.
—¿Para qué necesitas una brújula? —preguntó Rebecca mientras Marc empezaba a arrancar las tablas de madera que cubrían el pozo.
—Hasta ahora, todos los incendios han ido acompañados de algún tipo de fuerza magnética —le recordó él—. Así que, si Uriel tiene algo que ver con ellos y está a punto de hacer su aparición, esta brújula debería avisarnos con antelación —añadió tras arrancar el último de los tablones.
—¡Bien hecho! —le felicitó Rebecca—. ¡Lo has conseguido en un tiempo récord!
—Destrozar las cosas es una de mis especialidades, Bec —bromeó Marc mientras dejaba la palanca en el suelo—. La verdad es que estas tablas han cedido con mucha más facilidad de lo que yo pensaba.
—Probablemente estaban húmedas y podridas.
—Podridas no… —dijo Marc—. Y están bastante secas.
Sacó la linterna del bolsillo de su chaqueta y alumbró el interior del pozo.
—Da miedo, ¿verdad? —dijo Marc mientras escudriñaba en la oscuridad.
Cogió una piedra bastante pesada y la lanzó al negro agujero. Un par de segundos después oyeron el ruido sordo que produjo al chocar contra el suelo seco.
—El pozo debió de secarse hace años —supuso Rebecca.
Marc desenrolló la cuerda, se ató un cabo a la cintura y le tendió el otro a Rebecca.
—Parece haber unos travesaños empotrados en los ladrillos. Voy a intentar usarlos para bajar.
—Ten cuidado —dijo Rebecca al verle ya sentado en el borde del pozo balanceando las piernas—. Puede que esos travesaños estén oxidados.
—Deberían soportar mi peso. Y, si no, la cuerda evitará la caída.
—Voy a atar mi cabo a este árbol —dijo Rebecca, y pasó la cuerda alrededor de una rama baja y de aspecto robusto de uno de los tejos que se alzaban alrededor del pozo.
Marc puso un pie en el primer travesaño e hizo presión para ver si aguantaba su peso. Parecía estar bien sujeto a la pared y sólo cedió un poco.
—Bueno, Bec, deséame suerte —dijo Marc, y como iba a necesitar las dos manos para ayudarse a descender, se colgó la linterna del cinturón. Al menos vería por dónde bajaba.
—Dale recuerdos a Uriel.
—Muy graciosa… —masculló Marc mientras desaparecía en la oscuridad.
El aire que se respiraba era seco y olía a hojas muertas. Marc se dio cuenta enseguida de que la temperatura iba templándose a medida que descendía por los peldaños.
De pronto puso el pie en un travesaño que no estaba tan bien sujeto como los demás. Cedió bajo su peso y Marc se bamboleó horrorizado durante un instante antes de perder el equilibrio. Buscó desesperadamente un lugar donde agarrarse.
En la superficie, la cuerda se tensó bajo el peso de Marc. Rebecca tiró de ella con todas sus fuerzas en un vano intento por detener la caída.
No había nada que hacer… Marc pesaba demasiado para ella. Rebecca miró con gratitud al viejo tejo. «Al menos la rama aguantará», pensó.
Estaba equivocada. La rama se tronchó bajo los sesenta y tres kilos de peso de Marc, y Rebecca vio con horror cómo la cuerda se le escapaba de las manos para caer al pozo.
Corrió hacia la boca del negro agujero y lo iluminó con su linterna mientras llamaba a Marc a gritos. No hubo respuesta. Sin pensar en su propia seguridad, comenzó a descender por el pozo.
Tardó poco más de un minuto en llegar al fondo. Podía haber bajado más rápido, pero prefirió probar con cuidado cada travesaño antes de pisarlo. Marc tenía razón: la mayor parte de ellos estaban bien sujetos a la pared. «Sencillamente, habrá tenido la mala suerte de pisar uno que estaba suelto», pensó.
El fondo del pozo era oscuro y polvoriento. Cuando Rebecca lo enfocó con su linterna, oyó el sonido de las ratas escabullándose para esconderse de la luz. También escuchó un gemido e iluminó el rincón del que procedía. Marc estaba tirado en el suelo, medio inconsciente. Se abalanzó sobre él y le sacudió para intentar reanimarle.
—¿Estás bien?
Marc pareció volver en sí y Rebecca le ayudó a sentarse.
—¿Qué ha pasado? —preguntó aún aturdido mientras buscaba su linterna por el suelo. Se le había soltado del cinturón y se había apagado al caer al fondo del pozo.
—Te has caído.
—Eso está claro —dijo Marc al ver la cuerda enredada a sus pies.
—La rama del árbol se rompió —le explicó Rebecca—. No lo entiendo. Parecía tan robusta… Creí que aguantaría.
Marc intentó levantarse y lanzó un gemido. Le dolía todo. Encontró su linterna y alumbró las paredes del pozo. Frente a ellos se abría un agujero de unos dos metros de alto por uno de ancho. Miró a Rebecca triunfante.
—¿Lo ves?, ¡yo tenía razón! —exclamó—. Ese es el túnel que sigue el curso del antiguo riachuelo.
—Marc, no es más que una simple brecha en la pared —replicó Rebecca tras asomarse al agujero.
—Seguro que más adelante se convierte en un túnel. Nos llevará derechos a las ruinas del convento —afirmó él, dispuesto a entrar en la grieta. Pero Rebecca le agarró.
—Marc, esto no me gusta.
—¿Tienes miedo? ¿Tú? ¿De la hermana Uriel?
—¡Claro que no! —contestó Rebecca indignada—. Simplemente no me parece seguro, eso es todo. Las paredes del túnel, o el techo, podrían derrumbarse en cualquier momento.
—Vamos, Bec… Llevan cientos de años en pie —insistió Marc, tras lo cual se acercó de nuevo al agujero en la pared. Rebecca le siguió a regañadientes.
A pesar de que al principio era muy estrecho, al cabo de pocos pasos el túnel se ensanchó hasta el punto de que podían andar totalmente erguidos.
Marc iluminó el techo abovedado. Parecía estar construido sobre pilares de piedra decorados con elaborados relieves de figuras humanas y de animales. A Marc le recordaban los que había visto en una excursión a la abadía de Westminster
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. Había en ellos algo siniestro.
—Éste no puede ser simplemente el curso del antiguo riachuelo —dijo Marc—. Seguro que es el camino que utilizaba Uriel para encontrarse a escondidas con el abad…
—No seas vulgar —dijo Rebecca, aunque tuvo que reprimir una sonrisa. Al menos aquel comentario burlón había servido para animarles un poco.
Marc iluminó uno de los relieves de los pilares. La luz blanca de la linterna proyectaba extrañas sombras haciendo que las tallas de piedra parecieran todavía más amenazadoras.
—¡Qué tío más feo eres! —dijo tras examinar la pequeña figura esculpida en piedra que parecía observarles malévolamente.
—Vámonos, Marc —suplicó Rebecca mientras empezaba a desabrocharse la chaqueta—. ¿Te has dado cuenta de la temperatura que hace aquí? Cada vez hace más calor.
—Es normal —la tranquilizó Marc, intentando que su tono de voz no delatase su creciente inquietud—. Estamos bajo tierra; por eso hace más calor.
—Lo siento, Marc —declaró Rebecca tras dar una patada en el suelo—, pero no pienso avanzar un paso más.
—Entonces quédate aquí —dijo él mientras señalaba el lugar en el que el túnel torcía bruscamente para continuar en otra dirección—. Vuelvo enseguida.
Rebecca no estaba muy convencida, pero al final accedió a esperarle. Al minuto de marcharse Marc, un minuto que le pareció eterno, enfocó su reloj con la linterna para comprobar la hora. Torció el gesto. Su reloj se había parado.
Miró hacia el túnel por el que se había adentrado Marc y le llamó. No hubo respuesta. Ya estaba pensando si debía seguirle cuando oyó un ruido justo detrás de ella. Era el sonido de unos pasos. Antes de que pudiera apagar la linterna, una figura quedó iluminada por el halo de luz.
—¡Colette! ¡Me has dado un susto de muerte! ¿Qué estás haciendo aquí abajo?
Entonces fue cuando vio al padre Kimber.
—¿Dónde está Marc? —preguntó imperiosamente el párroco.
Rebecca frunció el ceño. Cuando conoció al padre Kimber en el hospital le pareció un tipo simpático e inseguro. Sin embargo; el hombre que ahora tenía delante tenía un indiscutible aire autoritario.
—Se ha marchado por ese túnel.
—Ya os advertí que os mantuvieseis alejados —dijo el padre Kimber—. Os dije que no provocaseis a Uriel…
—¡No diga tonterías! —exclamó Rebecca con desdén—. No creerá usted en todas esas sandeces, ¿verdad?
El padre Kimber sonrió de forma extraña, y ya estaba a punto de decir algo cuando la linterna de Rebecca se apagó con un ligero estallido. Los tres quedaron rodeados por la oscuridad más absoluta. Colette se agarró con fuerza al brazo de Rebecca.
—¿Qué ha pasado?
—¡La maldita linterna se ha fundido!
—Hay algo más —añadió el padre Kimber. Su voz sonó grave y lúgubre en la oscuridad—. ¿No sentís nada? Está subiendo la temperatura…
—¡Es Uriel, sé que es ella! —gritó Colette agarrándose con más fuerza aún al brazo de Rebecca—. Tenía usted razón, padre, no debimos meternos en esto.
El calor se estaba haciendo insoportable. Había un extraño olor en el aire. La electricidad casi era palpable. Se estaba haciendo difícil respirar.
Kriiii…
Rebecca y Colette se quedaron paralizadas ante el horrible sonido.
El volumen aumentó hasta volverse atronador, y el techo empezó a descascarillarse. El suelo parecía temblar bajo los pies de las dos chicas. Rebecca sintió un hormigueo en la piel y hubiera jurado que tenía los pelos de punta. Colette empezó a experimentar un terrible dolor de cabeza.
Junto a ellas, el padre Kimber permanecía inmóvil en la oscuridad, sin revelar emoción alguna. Parecía esperar que sucediera algo.
Kriiii…
—¡Es Uriel! —gimió Colette.
—¡No seas ridícula! —le increpó Rebecca.
Ahora temblaba todo el túnel. Rebecca tuvo la impresión de que estaban justo en el epicentro de un terremoto. Pero aquello era imposible allí, en la campiña inglesa…, ¿o no?
Kriiii…
—¡Uriel dijo que volvería y ha cumplido su amenaza! —exclamó Colette.
El padre Kimber seguía sin decir palabra.
Y entonces, de pronto, el túnel se vio inundado por una luz deslumbrante, tan intensa que Rebecca y Colette tuvieron que protegerse los ojos del violento resplandor. Durante unos terroríficos instantes, sus huesos se hicieron visibles a través de la piel de sus brazos extendidos. Rebecca miró al padre Kimber. Sonreía entusiasmado.
—Por fin… —le oyó murmurar—. ¡Por fin!
Algo había aparecido frente a ellos. Era algo perverso. Algo antinatural. Algo siniestro.
—¿Ahora nos crees a Marc y a mí? —preguntó Colette.
Al principio Rebecca intentó convencerse de que sólo eran imaginaciones suyas. Luego sospechó que quizá estaba siendo testigo de algún fenómeno extraño, pero perfectamente natural. Y por fin se dio por vencida y no tuvo más remedio que creer en lo que estaba viendo con sus propios ojos.
A unos dos metros de ellos y flotando a medio metro del suelo había no una bola de fuego, sino una única y brillante llama blanca.
Aunque temblaba suspendida en el aire mientras avanzaba hacia ellos, Rebecca pudo distinguir una forma disimulada en la llama. Pudo ver claramente los brazos y piernas de la figura. Pudo ver su rostro, gritando en su última agonía.
Rebecca estaba viendo la cara de la hermana Uriel… ¡La hermana Uriel, que había vuelto para vengarse de todos ellos!
Fuego mental
El Instituto
Jueves 11 de mayo, 23:30 h
EL túnel por el que había avanzado Marc no tenía salida. Un montón de escombros bloqueaba el camino: los restos de una pared que se había derrumbado. Tras reconocer que Rebecca probablemente tenía razón, pues aquellas galerías no eran tan seguras como parecían (aunque nunca lo habría reconocido delante de ella, por supuesto), Marc decidió abandonar la búsqueda y volver por donde había venido.
De pronto, la luz de su linterna empezó a perder intensidad, hasta que se apagó completamente. Haciendo un esfuerzo para no dejarse dominar por el pánico, metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros en busca del mechero que siempre solía llevar encima.
Cuando por fin logró encenderlo, la llama vaciló en la oscuridad, probablemente a causa de algún soplo de brisa, aunque le proporcionó suficiente luz como para volver sobre sus pasos. De pronto llegó a sus oídos el grito de terror de Colette desde el otro lado del túnel, y sin perder tiempo salió corriendo en esa dirección.
La galería aparecía iluminada por un extraño resplandor. Marc dobló un recodo y tuvo que protegerse los ojos ante la cegadora figura de la hermana Uriel suspendida en el aire.
Aquel espectro se acercaba cada vez más a Rebecca y Colette, que parecían totalmente paralizadas. El padre Kimber estaba también allí, observando con una mezcla de terror y fascinación cómo aquel demonio se aproximaba.
Hasta ese momento, Marc no había creído verdaderamente en la leyenda de Uriel. Siempre había tenido la sospecha de que estaba pecando de exceso de imaginación. Pero ahí tenía la prueba fehaciente, la estaba viendo con sus propios ojos… Aquello era real.
El padre Kimber cayó de rodillas junto a Colette, y por un momento Marc pensó que se disponía a rezar para librarse de la venganza de Uriel. Pero entonces vio cómo el hombre zarandeaba a Colette.
—¡Concéntrate! —le ordenó.
—No entiendo… —respondió Colette casi sin aliento a causa del aire caliente que penetraba en sus pulmones—. Es Uriel…
—¡No seas estúpida, niña! ¡Uriel no existe! —estalló bruscamente el padre Kimber.
—Entonces… ¿qué es eso? —chilló Rebecca. Uriel estaba casi encima de ellos.
—¡El Fuego Mental adopta la apariencia de lo que Colette está pensando! —tuvo que gritar el padre Kimber para que se le oyera por encima del crepitar del fuego—. Ha sido creado por la mente…, y también puede ser alterado y destruido por la mente.
—No entiendo… —gimió Colette.