Introdujo el nombre de la monja en la función de «buscar» y torció el gesto al ver la información en pantalla:
—¿Urmston, Simón?
—¡Has cogido el disco equivocado, idiota! Ese es el registro de todos los alumnos del Instituto —dijo Rebecca soltando una risita burlona. Y acto seguido alargó la mano por encima del hombro de Marc para alcanzar el ratón e hizo avanzar la lista hasta un nombre que no reconoció.
«WILLIAMS, JOSEPH.
GRADUADO EN MATEMÁTICAS.
TUTOR/A PERSONAL: DRA. M. MOLLOY.»
—¡Qué raro! Yo estoy en clase de «mates» como asignatura complementaria y nunca he visto a ese chico.
—Pues en teoría deberías conocerle. Según lo que dice aquí, recibió una beca hace aproximadamente un mes.
—A lo mejor decidió renunciar a ella.
—¡Qué más da! No es a él a quien buscamos —dijo Marc, y tras encogerse de hombros, cerró el fichero y sacó el disco.
—Esto me lo quedo yo —dijo una voz conocida justo detrás de ellos. Una mano pasó por encima del hombro de Marc y unos dedos largos y fuertes le arrebataron el disco de la mano. La fragancia fresca y familiar de Eva llegó hasta su nariz.
—Esto… Lo siento, Eva.
La rubia de 1,80 de estatura le miró fijamente a través de sus gafas oscuras. Se les había acercado a hurtadillas, tan silenciosamente como un gato— acechando a su presa. Eso era algo que se le daba muy bien.
—¿Por qué tenéis tanto interés en el registro de alumnos del Instituto? —preguntó Eva.
—Ha sido un error. Me he equivocado de disco… —explicó Marc sin estar muy seguro de que ella fuera a creerle.
—La gente puede ser demasiado curiosa aquí, en nuestro Instituto —dijo Eva con aire pensativo mientras se daba golpecitos en la barbilla con el disco.
—Yo creía que para eso estudiábamos en él —replicó Rebecca en tono desafiante—. El general Axford siempre nos dice que hagamos preguntas, que investiguemos…
—Sí, eso es lo que dice el general —dijo Eva con una fría sonrisa, tras lo cual se dio la vuelta y salió de la biblioteca.
—Axford se va a enfadar si ella le cuenta que hemos estado husmeando en los registros del Instituto —dijo Rebecca.
—Tranquila, Bec. Ha sido un error totalmente inocente —dijo Marc mientras metía el disco correcto en el lector.
—¿Y qué habrá querido decir con eso de que «la gente puede ser demasiado curiosa» ? —preguntó Rebecca. Pero Marc ya no la escuchaba.
De pronto, el joven soltó un grito de triunfo:
—¡Espera a ver esto, Bec! —y leyó en voz alta la entrada que aparecía en pantalla—: «Por actos muy contrarios a las Leyes de Dios, y por no mostrar arrepentimiento ni grande ni pequeño, Uriel fue condenada a las eternas llamas del Infierno y al encarcelamiento hasta el fin de sus días. Al ser colocada la última piedra en su cámara…»
—¡La sepultaron viva! —comprendió Rebecca con un escalofrío—. No había caído en lo brutos que podían ser en aquella época.
Marc continuó leyendo:
—«Al ser colocada la última piedra en su cámara, juró vengarse eternamente de la abadía y del lugar que ocupaba. “Vos que ordenáis mi perdición, seréis todos quemados por las llamas infernales”, dijo la bruja. Juró que, cada cien años, volvería envuelta en el eterno fuego devorador del propio Infierno, en la sacrílega fiesta de Beltane, hasta el final de los tiempos.»
—No es más que una coincidencia —dijo Rebecca.
—Uriel murió hace trescientos años y el lugar se incendió exactamente cien años después, en el siglo XVIII —indicó Marc.
—Coincidencia —repitió Rebecca—. Además no tienes pruebas de que se haya producido otro incendio cien años después de aquél.
—Tampoco tenemos pruebas de que no se haya producido.
—¿Y qué es eso de «la sacrílega fiesta de Beltane»?
—El festival de ciencias ocultas más importante del año después de Halloween
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. Se celebra el 30 de abril y suelen encenderse hogueras para conjurar el mal.
—Entonces Uriel es poco puntual —dijo Rebecca—. Estamos en la segunda semana de mayo, así que ya puedes tirar por la borda tu teoría fantasmagórica.
Antes de que Marc pudiera recordarle su propio fracaso a la hora de encontrar una explicación convincente para el incendio y la sombra de la pared, todas las luces de la biblioteca sé apagaron. El PC se quedó colgado y la imagen desapareció de la pantalla.
Rebecca miró por la ventana y comprobó que las demás luces del Instituto también se habían apagado.
Kriiii…
—¿Qué es eso? ¿De dónde viene? —preguntó Rebecca.
Tanto ella como Marc miraron a su alrededor buscando en vano la fuente del agudo gemido.
Kriiii…
Las luces se encendieron. Volvió a oírse el zumbido del PC. El sonido quejumbroso cesó tan misteriosamente como había comenzado.
—¿Se le habrá olvidado a Axford pagar la cuenta de la electricidad? —sugirió Marc algo nervioso, mientras comprobaba el fichero que había estado leyendo. No parecía dañado.
—Éste ha sido el segundo apagón en dos días —observó Rebecca.
Se dio la vuelta al oír cómo se abría la puerta de la biblioteca. Era Colette, y mostraba un gesto preocupado.
—¡Colette! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Rebecca.
—Uno de los chicos me dijo que estabais en la biblioteca. Hay algo ahí fuera que creo que deberíais ver…
Rebecca y Marc la siguieron. Bajaron las escaleras, pasaron por delante de los tablones con los aburridos anuncios de siempre y salieron al patio.
Una pequeña bola en llamas se mantenía inmóvil en el aire a varios centímetros del suelo. Era un globo candente de energía brillante que crepitaba en el aire. La luz que despedía era tan fuerte que tuvieron que protegerse los ojos. Sentían en la cara el calor abrasador que desprendía.
—¿Qué es eso? —preguntó Marc.
—Ahora es más pequeño —dijo Colette—. Hace un momento era del tamaño de un balón de fútbol.
Mientras la observaban, la bola de fuego fue encogiéndose hasta convertirse en un punto de luz flotante, aunque seguía desprendiendo un calor tan intenso como antes.
Kriiii…
La bola de fuego desapareció como por encanto. Rebecca avanzó rápidamente hacia el lugar exacto en que se había materializado.
—Seguro que hay una explicación totalmente natural y científica para lo que acabamos de ver —afirmó intentando que su voz sonara tranquila, aunque sin mucho éxito.
—¿Ah, sí? —replicó Marc—. Igual que hay una explicación para esa sombra, ¿no?
Rebecca examinó la parte del terreno sobre la que había flotado la bola de fuego. Estaba ennegrecida y chamuscada, aunque a su alrededor todo permanecía inexplicablemente inalterado. Había algunos restos de basura cerca y no mostraban señales de haber sido afectados por el fuego.
—Podría tratarse de una bola-relámpago —aventuró Rebecca, aunque tanto Marc como ella eran conscientes de que aquello era prácticamente imposible.
—¿En un día como éste, sin una nube en el cielo? —preguntó Marc.
Colette, que se había acercado a una esquina del patio, les llamó. Estaba arrodillada inspeccionando algo que había encontrado en el suelo. Estaba a punto de cogerlo.
—¡Cuidado, podría estar caliente! —la avisó Rebecca.
—No, no quema —contestó mientras le tendía a Marc lo que había encontrado. Él lo examinó pensativo. Era un trozo de metal fundido, duro, de color gris blanquecino.
—Tú eres el experto en química —dijo Rebecca—. ¿Qué puede ser «eso»?
—Tendría que someterlo a un par de pruebas en el laboratorio, pero me parece que es tungsteno.
—¿Y qué hace un trozo de tungsteno aquí, en el patio? —preguntó Rebecca, aunque Marc ya no la escuchaba. Se volvió hacia ella con expresión preocupada.
—Bec, el tungsteno tiene el punto de fusión más alto de todos los metales —le explicó—. Para deformarlo se necesitan más de tres mil grados centígrados, y sin embargo algo lo ha fundido enterito como si fuera mantequilla.
—Entero no —le corrigió Colette cogiendo el trozo de metal y dándole la vuelta—. ¿Ves esta parte suave y recta aquí…, y esta otra que cruza sobre la primera…? ¿A qué te recuerda?
—¡A una cruz! —exclamó Marc—. ¡La cruz de una monja!
¿Quién es
Joseph Williams?
El Instituto
Miércoles 10 de mayo, 13:15 h
—¡NO seas ridículo! —dijo Rebecca mientras examinaba el trozo de metal antes de devolvérselo a Marc—. Que una parte del metal se haya fundido en forma de cruz es pura casualidad.
—¿Y la bola de fuego también te parece una coincidencia? —le preguntó Marc—. Ya sabes lo que decía la vieja leyenda sobre la hermana Uriel: «Las devoradoras llamas del Infierno…»
—No vas a conseguir convencerme con tus majaderías, Marc Price…
—¿Por qué no vais a preguntar a alguno de vuestros profesores? —sugirió Colette—. Se supone que son todos muy listos, ¿no?
—No —dijo Rebecca negando con la cabeza—. Este misterio lo voy a resolver yo sola. Después de todo, soy una científica.
—Pero ésa no es la verdadera razón, ¿verdad, Bec? —sonrió Marc.
—¡Pues claro que no! —respondió ella con aires de superioridad. Y, volviéndose hacia Colette, prosiguió—: ¡Quiero demostrarle a Marc hasta qué punto se equivoca! ¡Quiero demostrarle de una vez por todas que vivimos en un mundo real y no en una película de terror de la Hammer
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ni en un episodio de Expediente X!
—Rebecca no tiene espíritu romántico… —explicó Marc a Colette—. Pero hay otra cosa que me preocupa.
—¡Si fuese tú, me preocuparía más de una! —replicó Rebecca.
—En serio, Bec. ¿Qué hace aquí, en el patio, un trozo de tungsteno?
Los ojos de Rebecca se entrecerraron, A ella también le preocupaba ese detalle.
—Podría ser de alguno de los laboratorios de química…
Marc empezó a juguetear con el trozo de metal lanzándolo al aire y volviéndolo a coger al caer.
—No disponemos de esta cantidad en los laboratorios —respondió—. No necesitamos tanta.
—Entonces, ¿para qué sirve? —preguntó Colette.
—El tungsteno se utiliza como filamento eléctrico en las bombillas, entre otras cosas —la informó Marc.
—¿Qué otras cosas?
—También se utiliza como aleación en blindajes y misiles.
—¡Qué aseo! —exclamó Colette, que odiaba todo lo que tuviera que ver con la guerra.
—Sí, es un asco.
Marc lanzó el trozo de metal al aire otra vez y volvió a cogerlo al caer.
—Tiene gran valor por su gran resistencia al calor.
—Una propiedad que no ha demostrado en esta ocasión —indicó Rebecca—. Marc, ¿qué tiene que ver esto con la sombra que vimos en la pared?
—Dos explosiones termonucleares en dos días… —respondió él—. Un calor que parece no proceder de ningún sitio…
Lanzó el tungsteno al aire por tercera-vez y observó el reflejo del sol sobre su superficie grisácea—. Torció el gesto.
—Dos explosiones de algo que parece tener todas las propiedades del calor termonuclear —le corrigió Rebecca—. Porque si realmente lo fuera, estaríamos pulverizados.
—Y me apuesto lo que quieras a que no encontrarás rastro de radiación alguno si pasas de nuevo el contador Geiger.
Marc lanzó el trozo de metal al aire por cuarta vez.
—¡Marc! ¿Quieres dejar de jugar con eso? ¡Me estás poniendo nerviosa! —exclamó Rebecca.
—Mirad-les dijo a las dos mientras volvía a lanzar el trozo de metal al aire y lo atrapaba al caer.
—¿Te estás entrenando para apuntarte a béisbol el próximo semestre, o qué? —preguntó Rebecca, perpleja.
—¡Bec! ¡En Inglaterra se juega al criquet! Mirad las dos con más atención. ¿Veis lo que le pasa al tungsteno en el apogeo?
—¿En el qué…? —preguntó Colette.
—Cuando llega arriba —le explicó Rebecca—. A Marc le gusta hacerse el listo con palabras rimbombantes para compensar su minúscula personalidad.
Marc hizo caso omiso de la burla.
—Miradlo bien justo antes de que empiece a caer —les indicó antes de volver a lanzar el trozo de metal una vez más.
Rebecca y Colette observaron cómo el tungsteno subía y, durante una milésima de segundo, permanecía inmóvil en el aire, exactamente como la bola de fuego que habían visto antes. Después, el trozo de metal volvió a caer hacia la palma extendida de Marc.
—¿Os dais cuenta?
Lanzó de nuevo al aire el tungsteno. Pero esta vez no pudo recogerlo. Al llegar arriba, una misteriosa fuerza pareció desviarlo. Fue como si una increíble ráfaga de viento hubiese desviado el pesado trozo de metal de su trayectoria. Pero no soplaba la más ligera brisa, y las hojas de los árboles del jardín del Instituto estaban totalmente quietas.
El trozo de metal cayó al suelo con un ruido sordo unos metros más allá. Marc se acercó a recogerlo y miró en la dirección en que había sido desviado.
Al otro lado del patio, detrás de los carteles de «PROHIBIDO EL PASO» colocados por la policía y los bomberos, la sombra en la pared parecía mirarle con actitud desafiante.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Colette.
—Algo lo ha atraído hacia el lugar del incendio —explicó Marc.
—¿Que algo lo ha atraído…? —repitió Colette—. ¿Como un imán?
—Podría ser.
—Bueno, ¿y qué tiene eso de extraño? —preguntó Colette.
—¿Ves por aquí algo que tenga el más mínimo parecido con un imán?
—Y, además…, hay otro pequeño problema… —dijo Rebecca, pensativa.
—Bec tiene razón —le explicó Marc a Colette—. El tungsteno no tiene propiedades magnéticas.
—A lo mejor contiene algún mineral de hierro… —sugirió Rebecca.
—Quizá —dijo Marc mientras se metía el trozo de metal en el bolsillo—. Lo sabremos cuando lo haya sometido a una serie de pruebas.
—Demasiadas preguntas sin respuesta —sentenció Rebecca—. Marc, ¿piensas que deberíamos contárselo todo al general Axford?
—¡Creí que querías demostrarme que me equivoco tú sólita! —se burló él.
—Es que podría tratarse de algo grave —continuó Rebecca—. Primero el incendio en la cocina, y ahora todo esto. Quizá el Instituto esté en peligro.
—¿Por qué no investigamos nosotros un poco antes de contárselo a Axford? —sugirió Marc—. Si no lo hacemos, ya sabes lo que va a pasar. Eva y él se harán cargo de todo y nunca sabremos lo que ha sucedido realmente.