Desde la muerte de su madre, Joey y su hermana se habían vuelto inseparables. Estaban tan unidos que a veces era incluso como si supieran lo que sentía el otro.
«Voy a echarla mucho de menos», pensó Joey al ver salir a Sara de la tienda de chucherías con dos botellas de Doctor Pepper.
De pronto, se oyó el chirrido de unos neumáticos. Una larga limusina, cosa rara en aquel barrio, dobló la esquina a gran velocidad. Iba derecha hacia Sara.
Ella volvió la cabeza, paralizada por el terror.
—¡Sara! —gritó Joey para avisarla mientras se ponía en pie de un salto.
Demasiado tarde.
Se oyó un fuerte golpe cuando la limusina la embistió para después lanzarla por los aires, como si fuera una muñeca de trapo. Sara cayó sobre el techo del coche y acabó aterrizando en el asfalto con un ruido sordo.
Joey corrió hacia ella. La estrechó contra su pecho, pero ya era demasiado tarde.
Sara estaba muerta.
Con los ojos arrasados en lágrimas, Joey vio cómo la limusina, que ya estaba doblando la esquina, se daba a la fuga. Si por lo menos alcanzase a ver la matrícula, podría conseguir que la poli cazara al canalla que acababa de matar a su hermana.
Sin embargo, Joey se sorprendió al comprobar que el coche no tenía matrícula. Quienquiera que fuese el que había atropellado a Sara, se había asegurado de que no pudieran seguirle la pista.
Joey se llevó las manos a las sienes. Tenía una sensación punzante en la cabeza, cien veces más dolorosa que cualquiera de las jaquecas que había sufrido antes. Parecía como si le fuese a explotar el cerebro. El mundo que le rodeaba empezó a dar vueltas, sintió un mareo y cayó al suelo.
Aunque tenía la vista nublada, Joey alcanzó a vislumbrar la contraportada de un periódico que alguien había tirado a la acera. Había una fotografía en la que aparecía un hombre de negocios y una chica blanca, más o menos de su edad. Tenía el pelo rubio y corto, y una mirada despierta. Parecía guapa.
Ahora le zumbaban los oídos, igual que cuando vio cómo abatían a tiros a su madre. Sentía un hormigueo en la frente. Era vagamente consciente del sonido de unas pisadas que corrían hacia él.
—¡Llamen a una ambulancia!
—¿Está bien? ¡Parece que ha sufrido un shock!
—¡Hay que hacer algo! Juraría que he visto moverse a la chica!
—¡Qué va, está muerta! ¡No tenía ninguna posibilidad!
«No vale la pena», pensó Joey. «Mi hermana, la única persona a la que quería en este mundo, está muerta. Jamás volveré a verla. ¡Me duele tanto la cabeza…! Es como si fuera a explotar. Mi mente está tan caliente… Siento como si estuviera ardiendo, como si le hubiesen prendido fuego… Es un calor insoportable…»
Y después, afortunadamente para él, se desmayó.
Terminal 4 del aeropuerto de Heathrow, Londres (Inglaterra)
Miércoles 26 de abril, 7:05 h
La doctora Margaret Molloy miró su reloj de pulsera y levantó la vista hacia la pantalla de información de vuelos de la Sala de Llegadas. Eran poco más de las siete, y fuera del edificio del aeropuerto el tiempo era frío y gris. Según el monitor, el vuelo BA 174 procedente de Nueva York acababa de aterrizar.
Margaret Molloy era una mujer de aspecto agradable que acababa de cumplir los cincuenta. Llevaba gafas y vestía un traje cómodo y práctico. Llevaba el pelo gris recogido en un cuidado moño.
Como de costumbre, había llegado demasiado pronto. Aunque contaba con varios títulos académicos en matemáticas superiores, le resultaba imposible calcular el tiempo que se tardaba en ir en coche desde el Instituto hasta el aeropuerto de Londres.
Ya había leído y releído el Times de aquella mañana. No había gran cosa de interés. Sólo lo de siempre: quejas sobre los últimos recortes en educación, una airada carta contra las últimas emisiones del Canal 5… Ni siquiera consiguió despertar su interés un breve artículo sobre una serie de incendios inexplicables en algunos pozos petrolíferos de Oriente Próximo.
La doctora Molloy tendría que esperar todavía una media hora hasta que los viajeros del vuelo pasaran el control de pasaportes y aduanas. Tiró el Times a una papelera cercana y se dedicó a estudiar a los hombres y mujeres que se encontraban en la sala.
Era la típica gente que iba a recoger a amigos y parientes. Sin embargo, había un grupo de tres hombres que parecía totalmente fuera de lugar. Se les notaba nerviosos. Estaban reunidos formando un corrillo, murmurando algo mientras la miraban. La doctora Molloy se sintió incómoda inmediatamente. ¿Estarían hablando de ella?
Se dirigió hacia la ventana desde la que se podía observar la pista. Abajo, el vuelo 174 estaba maniobrando. Intentó distinguir mejor a los tres hombres en el reflejo del cristal.
Dos de ellos parecían tener unos cuarenta años y llevaban elegantes uniformes de pilotos de aviación civil. El tercero era mucho más joven, de unos veinticinco años, según calculó la doctora Molloy. Era alto, llevaba un traje negro y tenía la tez oscura. Quizá fuese egipcio o iraquí, pensó la doctora. Tenía una pequeñísima perilla, y una expresión bella y cruel a un tiempo. La doctora Molloy frunció el ceño: parecía el tipo de persona que le arrancaría las alas a una mosca por puro placer.
El hombre más joven se dirigió a uno de los funcionarios de uniforme apostado en la puerta de las llegadas. Siguió una breve conversación que concluyó cuando el hombre joven sacó una tarjeta de identificación del bolsillo de su chaqueta y se la mostró al funcionario. Después, el hombre hizo una seña a sus compañeros. El funcionario se hizo a un lado y les dejó cruzar el umbral de la puerta.
La doctora Molloy volvió a mirar hacia la pista. Los pasajeros ya salían del avión. Intentó distinguir a Joey y sonrió al reconocer el rojo vivo de la chaqueta y la gorra de baloncesto del chico. Miró su reloj de pulsera: 7:15 h. Avanzó hacia la puerta de llegadas y esperó.
A las 7:43, todos los pasajeros del vuelo 174 habían salido por la puerta. No había rastro de Joey.
A las 7:55, la doctora Molloy empezó a preocuparse. A las 8:20, la doctora Molloy tuvo la extraña sensación de que no volvería a ver a Joey Williams.
En algún lugar de Inglaterra
Miércoles 26 de abril, 11:57 h
Joey abrió los ojos. Estaba mareado y tenía una jaqueca de aúpa. Aquel tío de tez morena y los otros dos asquerosos cerdos del aeropuerto debían de haberle drogado.
¡Pues se iban a enterar de con quién se la estaban jugando! En las calles de Harlem se había enfrentado a tipos el doble, el triple y hasta cuatro veces más fuertes. Esa basura no tendría tiempo de reaccionar.
Joey intentó sentarse. No podía. Le habían atado con correas a uña especie de banquillo.
Alguien le había colocado en la cabeza un extraño artefacto, como aquellos cascos tan sofisticados que llevaban los personajes de su serie de televisión favorita. Pero, a diferencia de los otros, este casco estaba conectado a través de numerosos electrodos y cables a toda una maquinaria: varios ordenadores y monitores, así como artilugios que parecían sacados de la última película de «La guerra de las galaxias».
En uno de los monitores aparecía un mapamundi como los que había visto en programas de televisión sobre la Sala de Control de Houston. Había líneas rojas que cruzaban el mapa, como venas en las alas de una mariposa, enlazando Oriente Próximo con Europa, Suramérica con Asia, el Antártico con África.
La única luz que había en la cámara procedía de las pantallas de los monitores, pero era suficiente para que Joey pudiera echar un vistazo a su alrededor. A juzgar por el alto techo abovedado y la puerta en forma de arco a su izquierda (que divisaba con el rabillo del ojo), debía de estar en algún lugar subterráneo. Le recordaba los túneles del metro de Nueva York, sólo que aquel lugar era más tétrico. Podía oír un constante goteo de agua a lo lejos. Las ratas se escabullían por los rincones más oscuros de la támara. Los relieves tallados sobre los pilares grisáceos que se alineaban en las paredes exhibían horribles seres, monstruos con cabezas humanas, demonios armados con minúsculos tridentes.
Joey oyó el eco de unas pisadas sobre las losas de piedra. Eran pasos de mujer. Se acercaban. La cara de una joven se inclinó para mirarle. Tenía el pelo oscuro, y a pesar de que la luz verdosa de los monitores proyectaba extrañas sombras sobre su rostro, a Joey le pareció guapa.
—Hola, Joey —le saludó.
Hablaba con un extraño acento que Joey intentó identificar. ¿Sería griego? A juzgar por sus rasgos, incluía podía proceder de Oriente Próximo. En cualquier caso, era de algún lugar remoto.
—¿Quién eres?
—Soy María —contestó la joven con una sonrisa, lo que inspiró algo de confianza a Joey.
—¿Dónde estoy?
—Estás en el Proyecto.
—¿En el… qué?
—Ya es suficiente, María —dijo otra voz.
Esta vez, la voz era masculina, y con acento británico. Más cruel y más dura también. Apareció la cara de un hombre. Una cara demacrada de ojos verdes y entrecerrados. Había algo siniestro en aquellos ojos, Joey lo supo al instante. Una mascarilla blanca de cirujano le tapaba medio rostro, ocultando así su identidad.
—¿Es éste el chico del que nos habló nuestro agente?
—Sí, señor. Omar y sus hombres lo trajeron hace una hora.
—¿Omar? —preguntó Joey—. ¿Ese cabrón de traje elegante con sus dos matones?
El hombre de la mascarilla blanca ignoró el comentario de Joey.
—Señor, ¿es necesario que esté atado? —preguntó María—. No creo que el chico pueda hacernos daño alguno. Si conociera nuestros propósitos…
—¡Ocúpese de sus tareas, María! —ordenó Mascarilla Blanca.
María se apartó dócilmente y desapareció del campo de visión de Joey. Mascarilla Blanca se inclinó sobre el muchacho y éste pudo detectar su fétido aliento pese a que el hombre llevaba la boca cubierta.
—¿Cómo te encuentras, Joseph Williams? —preguntó.
—¡Piérdase, apestoso!
Mascarilla Blanca pareció enfurecerse. Por un momento, Joey pensó que le iba a golpear. Después, el hombre rió entre dientes:
—¡Qué agresividad! ¡Qué odio! ¡Qué fuego! —exclamó frotándose las manos—. Nuestro Proyecto sabrá sacar provecho de ellos. Y ahora, mi joven e impulsivo amigo, ¡a trabajar! Los otros fueron demasiado débiles y temerosos bajo el implacable sol del desierto. No supieron controlar los poderes que ellos mismos habían generado. Espero que tú seas diferente.
—¿Trabajo? ¿Qué tipo de trabajo?
—Tu mente es distinta de las de los demás, Joseph Williams.
—¿Qué quiere decir con diferente? Soy igual que todo el mundo.
Mascarilla Blanca le ignoró. Sabía que Joey estaba mintiendo.
—El poder de tu mente debe estar al servicio del Proyecto —declaró el hombre—. Los otros fueron consumidos por el Fuego Mental. Espero que tú seas diferente.
—¿Qué otros? ¿Qué es el Fuego Mental?
—Tú no eres más que un instrumento, un instrumento para desencadenar el poder de la Tierra —fue la misteriosa respuesta de Mascarilla Blanca—. Trabajarás para nosotros sin hacer preguntas.
—¿Y qué pasa si no me da la gana trabajar para ustedes?
Mascarilla Blanca se dio la vuelta. María había salido de la cámara y no podía oírle.
—Entonces, Joseph Williams, el Proyecto no dudará en eliminarte.
Fuego Infernal
Brentmouth Village (Inglaterra)
Lunes 8 de mayo, medianoche
EL zorro sabía que algo andaba mal mientras se dirigía lentamente hacia el Instituto. Lo sentía en todo su cuerpo, desde la punta de sus orejas hasta el blanco extremo de su cola.
Abajo, en el pueblo, el viejo reloj de la iglesia de Saint Michael acababa de dar las doce. En el cielo, la luna brillaba intensamente y, sin embargo, hacía un calor insoportable, tan sofocante como en su madriguera durante los largos días de verano, cuando el sol era abrasador. Lo más extraño era que, pocas horas antes, el zorro había estado tiritando en uno de los días más fríos de mayo que podía recordar. ¿De dónde vendría esa repentina ola de calor?
Algo andaba mal.
Había algo distinto.
El zorro llegó a la cima de la colina y se detuvo para recobrar el aliento. Se le estaba haciendo difícil respirar, como si todo el oxígeno del aire se estuviera quemando.
Cualquier otra noche, el zorro hubiese dado media vuelta para retornar a su madriguera. Pero su pareja acababa de parir una camada que necesitaba alimentos. Así que, haciendo caso omiso de sus temores, el zorro se coló sigilosamente entre los barrotes de las puertas de hierro atrancadas y pasó junto a un cartel que decía:
Instituto Científico Brentmouth para Jóvenes Superdotados
Financiación Privada Subvencionada por el Gobierno
Plazas con Beca Limitadas
Director: General A. C. Axford, OBE
[4]
, M. Phil., B. Sc.
Había luz en varias ventanas del primer piso del Instituto. Los dos-piernas a menudo trabajaban hasta bien entrada la noche, pero aquello no representaba amenaza alguna. El zorro y sus antepasados jamás habían sido atrapados en sus incursiones nocturnas en busca de alimento. Eran demasiado listos.
El animal se dirigió hacia el patio trasero. Antiguamente, antes de que se convirtiera en colegio, el Instituto había sido una casa solariega, y aquella zona correspondía a lo que antes fue el patio de los establos. Éstos habían desaparecido, y en su lugar ampliaron la cocina y construyeron varios laboratorios.
El zorro husmeó el aire con recelo. Sintió un cosquilleo en la nariz. Había extraños olores en la brisa nocturna. Olores agudos, eléctricos, totalmente desconocidos para él.
Entonces vio las bolsas de basura negras apiladas contra la pared de la cocina. Gruñó complacido. ¿A quién le preocupaba lo que los dos-piernas estuvieran haciendo en sus laboratorios? ¿Y qué si esa noche hacía más calor que en un día de pleno verano? ¡Lo único que importaba era la cena!
Rasgó hábilmente con los dientes una de las bolsas de basura y esparció su contenido por el suelo: tajadas de carne quemada, trozos de papel, latas medio vacías. Se relamió y empezó a masticar con avidez los trozos de carne y Ion huesos.
Kriiii…
Aquel extraño sonido quejumbroso parecía venir de todas partes. Levantó la cabeza y recorrió con la mirada el espacio a su alrededor, buscando al intruso en la oscuridad.