Rebecca no estaba segura, pero al final accedió. Miró su reloj.
—Tengo que irme corriendo a mi clase de «mates».
Marc miró su reloj también.
—Todavía te quedan unos veinte minutos —dijo—. ¿A qué viene tanta prisa?
—Quiero preguntarle algo a la doctora Molloy —explicó.
Cuando se quedaron solos, Colette se volvió hacia Marc y le preguntó:
—Tú crees que esa bola de fuego tiene que ver con la hermana Uriel, ¿verdad?
—No estoy seguro —contestó sinceramente él—. Pero sí sé que hay algunas cosas que no pueden explicar las ecuaciones científicas de Rebecca.
—¿Como los fantasmas?
—Quizá.
—Me sorprende que digas eso —le comentó.
—¿Te sorprende? ¿Por qué?
—No pensé que un estudiante de ciencias como tú creyese en esas cosas.
—No he dicho que crea en ellas —rectificó Marc—. Pero tengo una mentalidad abierta. Hoy día, los científicos se toman en serio cosas que hace sólo unos años se consideraban supersticiones. Cosas como los ovnis, lo paranormal, la percepción extrasensorial…
—A veces me parece oír una voz —confesó tímidamente Colette.
—¿En los sueños de los que nos has hablado? —le preguntó Marc—. Si sigues teniendo problemas para dormir, deberías ver a un médico.
—No —dijo ella, incómoda—. La oigo estando despierta. Pero cuando me vuelvo, no hay nadie.
—¿Qué tipo de voz? —preguntó Marc.
—No lo sé, la verdad. Es como si no la percibiera a través de los oídos, sino con la mente. Es una tontería, ¿verdad? Pero últimamente la oigo cada vez más a menudo…
Por alguna razón que no llegaba a explicarse, Marc volvió a mirar el lugar donde había estado la bola de fuego y luego la sombra del zorro en la pared. Iba a hacerle más preguntas a Colette cuando ésta le sonrió algo nerviosa:
—Probablemente sólo sean imaginaciones mías.
—Esa bola de fuego no ha sido fruto de tu imaginación. La vimos los tres —dijo Marc, pensativo—. Tengo que volver a la biblioteca a ver si consigo obtener más información sobre la hermana Uriel.
—Yo conozco a alguien que quizá sepa más de ella que todos tus registros informáticos —le indicó Colette mientras señalaba con el dedo hacia la aguja de la iglesia de Saint Michael—. El padre Kimber parece saberlo todo sobre los fantasmas y esas cosas.
—No es mala idea, Colette —dijo Marc, acordándose de que había dejado el PC encendido en la biblioteca—. Espérame aquí; vuelvo en diez minutos, ¿vale?
—¿Quieres ir a verle ahora mismo?
—¡No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy! —contestó alegremente él.
Cuando Marc desapareció camino de la biblioteca, Colette se acercó otra vez al lugar sobre el que había estado flotando la bola de fuego. Se arrodilló y puso la mano sobre la marca quemada en el suelo. Todavía podía sentir el calor…, y eso no era normal. Hasta ella lo sabía, y eso que no era científica como Marc y Rebecca.
De pronto sintió un picor en la palma de la mano, e inmediatamente la retiró.
La piel había adquirido un color rosáceo, como cuando entra en contacto con agua demasiado caliente. Sólo que esta vez su mano no estaba mojada, sino que le picaba y la tenía reseca.
Colette… Colette…
Colette se volvió de golpe.
—¿Quién es? —preguntó en tono apremiante—. ¿Quién anda ahí? Marc, ¿eres tú?
Colette… Ayúdame…
Colette se volvió hacia uno y otro lado, pero no vio a nadie. El patio estaba vacío. Y, sin embargo, la voz repitió su nombre. Se apretó las sienes. De repente sintió un dolor de cabeza insoportable. Tenía fiebre. Aparecieron gotas de sudor en su frente, sentía náuseas… Notó un cosquilleo en la mano.
Colette…, Colette…
Ahora incluso le costaba respirar. ¡Sus pulmones! ¡Sentía como si se estuvieran quemando!
Colette… Ayúdame, por favor… Sólo tú…
—¿Quién eres? ¿Dónde estás? ¿Por qué no te vas y me dejas en paz?
La misteriosa voz dejó de oírse. Aparte de que la tarde continuaba avanzando y comenzaba a hacer frío, todo estaba como si no hubiera pasado nada.
Colette se estremeció. Volvió la vista hacia el edificio principal del Instituto. ¿Eran imaginaciones suyas, o alguien la estaba mirando desde las ventanas del piso superior?
Cerró los ojos y, cuando volvió a abrirlos, la figura de la ventana había desaparecido. Colette pensó que tal vez sólo se trataba de imaginaciones suyas.
Pero la voz no había sido fruto de su imaginación. De eso estaba segura. Era la misma que llevaba persiguiéndola varias semanas, una voz masculina asustada, confundida… Una voz masculina con un acento que Collete identificó claramente como americano.
El Instituto, aula M9
Miércoles 10 de mayo, 13:50 h
—Doctora Molloy, ¿puedo hablar con usted un momento? —preguntó Rebecca después de haber llamado a la puerta y entrado en el aula.
La doctora Molloy alzó la mirada de los exámenes que estaba corrigiendo y sonrió. Rebecca era una de sus alumnas preferidas.
—Cómo no —contestó la mujer mientras dejaba el bolígrafo rojo sobre la mesa.
Rebecca se acercó y trató de resistirse a bajar la mirada hacia los exámenes corregidos, enfocando la vista en la pizarra que se encontraba justo detrás de su profesora. «Conceptos de geometría euclidiana y su aplicación moderna.» La clase de hoy no iba a ser precisamente fascinante.
—Debe de tratarse de algo importante —sonrió la doctora Molloy mientras guardaba los exámenes en el cajón de la mesa—, porque la clase no empieza hasta dentro de diez minutos.
—¿Quién es Joseph Williams?
La mujer esbozó un gesto de alarma y miró con nerviosismo por encima del hombro de Rebecca. A través de la puerta abierta podía ver a los alumnos y profesores de paso hacia sus respectivas clases.
—¿Quién te ha hablado de él?
—Marc Price y yo echamos un vistazo al registro del Instituto —dijo Rebecca—. Según ese listado, usted es su tutora personal. ¿Quién es ese chico? ¿Por qué no le hemos visto por aquí?
La doctora Molloy dejó de mirar hacia la puerta abierta y observó fijamente a Rebecca.
—¿Y por qué quieres saberlo? —preguntó.
Rebecca frunció el ceño. ¿Eran imaginaciones suyas, o había temor en los ojos de su profesora?
—Es sólo por curiosidad —respondió—. El Instituto es uno de los colegios más prestigiosos del mundo, y parece raro que alguien renuncie a una beca después de haberla obtenido.
La doctora Molloy se levantó y fue a cerrar la puerta del aula. Después, volvió a su mesa.
—¿Qué más sabes de Joey? —preguntó.
—Nada. Por eso le estoy preguntando a usted.
—Le conocí cuando me fui a investigar durante un año a la Universidad de Columbia.
—¿Era uno de sus alumnos en Nueva York?
—No exactamente… Más bien intentó robarme el bolso en la calle.
—Entonces, ¿qué tiene que ver con el Instituto?
—Iba a denunciarle a las autoridades, pero enseguida me di cuenta de que, para su edad, era un genio en matemáticas. La materia prima perfecta para el Instituto. Le conseguí una beca. Eva me ayudó mucho a convencer al general.
—¿Eva la ayudó? Pero si parece que sólo se interesa por sí misma… —de pronto, Rebecca se dio cuenta de que estaba hablando con una profesora—. Lo siento. Ese comentario ha estado fuera de lugar.
La doctora Molloy hizo un gesto que restaba importancia a la afirmación de Rebecca. De hecho, ésta tuvo la impresión de que la profesora de «mates» se sentía aliviada al poder hablar con alguien de aquel misterioso chico.
—Joey tenía que haber estado en Inglaterra a principios de abril —prosiguió la mujer—. Pero su llegada se aplazó por el funeral de su hermana.
—¿Funeral?
—Un coche la atropelló y se dio a la fuga, en HarIem —explicó la doctora Molloy—. El pobre chico casi mire una crisis nerviosa. Tuvo que ser muy duro para él… Había perdido a su madre el año anterior.
—No me extraña. Yo lo pasé muy mal cuando murió papá… Un momento, ¿ha dicho que fue un accidente de coche?
—Así es —dijo la doctora Molloy con el ceño fruncido—. ¿Sucede algo?
—No, nada —mintió Rebecca, acordándose de lo que Colette había dicho sobre sus pesadillas. Si no recordaba mal, les había contado que soñaba continuamente ton un accidente de coche.
—Se subió al avión en el aeropuerto JFK
[8]
, pero nunca llegó a Londres. Al menos eso fue lo que me dijeron.
—¿Y usted no lo cree?
—Rebecca, vi a Joey bajar del avión.
—¿Y se lo dijo a la policía?
—Claro que sí. Me pasaron de un departamento a otro para al final decirme que no había nada que investigar. Al parecer, hubo un problema técnico con el sistema de reservas en el aeropuerto JFK y Joey no llegó a subir al avión.
—Supongo que esas cosas ocurren a veces —dijo Rebecca.
—Y yo supongo que pude equivocarme en el aeropuerto de Heathrow… —añadió la doctora Molloy mientras lanzaba una significativa mirada a Rebecca. Ambas sabían que la doctora Molloy nunca se equivocaba.
—Pero ¿por qué iba a renunciar ese chico a una plaza en el Instituto? El día que me concedieron la beca fue uno de los más felices de mi vida.
—Nunca llegaremos a saberlo —dijo la doctora Molloy—. Intenté telefonear a su padre.
—¿Y…?
—Murió de una sobredosis de heroína justo un día después de que Joey se marchara.
—Los chicos desaparecen a menudo —dijo Rebecca—. Sobre todo en Nueva York.
—¡Rebecca, yo le vi bajar del avión en el aeropuerto…!
¡Clic!
Rebecca y la doctora Molloy se giraron de golpe. La puerta del aula, que había cerrado la profesora de matemáticas, estaba ahora entreabierta.
Rebecca se acercó a la puerta y la abrió. Allí no había nadie. El pasillo estaba vacío. Todo parecía en silencio, de no ser por el chirrido de una silla de ruedas. Y también podía detectarse aún cierta fragancia en el aire.
Rebecca y la doctora Molloy intercambiaron una sumida llena de preocupación. ¿Cuánto tiempo llevarían ahí? ¿Cuánto habían llegado a oír?
Rebecca estaba a punto de lanzarse a averiguarlo cuando sonó el timbre de la siguiente clase. De inmediato, el pasillo se llenó de alumnos de camino hacia sus respectivas aulas.
Mientras los compañeros de Rebecca iban entrando en la clase, la doctora Molloy le susurró al oído para que nadie más pudiera oírla:
—Olvida lo que te he contado de Joey Williams… si es que valoras en algo tu futuro en el Instituto…
El poder de la Tierra
Iglesia de Saint Michael
Miércoles 10 de mayo, 13:45 h
MARC y Colette encontraron al padre Emmanuel Kimber en el campanario de la iglesia de Saint Michael. Estaba observando el paisaje a través de un pequeño telescopio montado sobre un trípode de metal,
Cuando Marc tosió para anunciar su presencia, el padre dio un brinco, asustado, y casi hizo caer el telescopio al darse la vuelta de repente.
—¡Santo cielo! —farfulló enfadado—. ¡No deberíais asustar a un pobre viejo de esa forma! —añadió con una voz fina y aflautada muy de acuerdo con su apariencia.
El nuevo párroco de Saint Michael era un hombre de complexión delgada y rostro agradable, con nariz aguileña, tez amarillenta y pelo canoso. Había un alegre brillo en sus ojos verdes. Marc supuso que tendría unos cincuenta años.
—Lo siento, padre.
Kimber lanzó a Marc una mirada escrutadora a través de los minúsculos anteojos que se sostenían justo en la punta de su nariz.
—¿Cómo dices? —preguntó inclinándose hacia el joven para oírle mejor. Al parecer, el nuevo párroco era un poco duro de oído.
—He dicho que lo siento, padre —repitió Marc esbozando una sonrisa. De alguna forma, el padre Emmanuel Kimber le resultaba simpático.
—¿Y quién eres tú, jovencito?
—Éste es Marc Price, padre —le indicó Colette—. Estudia en el Instituto.
Kimber miró a Marc con renovado interés:
—¿Ah, sí? ¿Con la señorita Eva?
—¿Conoce a Eva? —preguntó Marc, sorprendido. Aquella mujer y el párroco parecían tan distintos como la velocidad y el tocino. Eva era fría y calculadora, y Kimber, en cambio, parecía afable y algo torpe.
—Sí, viene por aquí con bastante frecuencia.
—¡Qué raro! No le pega nada —observó Marc. La imagen de Eva rezando arrodillada se le hacía difícil de visualizar—. Veo que le interesa a usted la astronomía, padre —dijo mientras señalaba el telescopio cuya base metálica brillaba con el sol de la tarde.
—Pero éste no es el momento del día más apropiado para mirar las estrellas, ¿no le parece? —intervino Colette con tono burlón.
—Cierto. Pero no estaba observando las estrellas, señorita Russell —contestó Kimber invitándola a mirar por el telescopio. Estaba enfocado hacia el campanario de la iglesia del pueblo vecino.
—¿Está usted espiando a la competencia? —preguntó Marc con una sonrisa tras haber mirado él también por el telescopio.
—¡A quién se le ocurre! —rió Kimber—. Mira un poco a la izquierda de la iglesia y dime qué ves.
—Veo el antiguo círculo de piedras…
—Eso es —dijo Kimber—. Hace siglos, los paganos solían rendir culto a sus dioses allí. ¿Y qué ves más allá?
—Otra iglesia, y luego otra, y otra… —respondió Marc y tras levantar la vista añadió sorprendido—: ¡Están perfectamente alineadas!
—¡Exacto, señor Price! —exclamó el padre Kimber . Este fenómeno se repite por toda Inglaterra, y en el resto de Europa también. Lugares santos, iglesias, monumentos antiguos, arboledas sagradas, pirámides, colina donde se encendían fuegos expiatorios para ofrecer sacrificios…, todos alineados.
—Líneas «ley» —dijo Marc, que recordaba haber estudiado algo sobre ello.
—¿Qué sabes de eso? —preguntó el padre Kimber escudriñándole todavía más de cerca.
—Se supone que su ubicación sigue las líneas de fuerza geomagnética de la Tierra, formando una red de energía natural, ¿no? —contestó Marc.
—¿Quieres decir como si fueran cables eléctricos invisibles bajo tierra? —preguntó Colette, traduciendo la idea a su propio lenguaje.
—No pensé que los alumnos del Instituto se interesasen por esas cosas —dijo el padre Kimber.
—Bueno, en realidad queríamos hablar con usted de algo que tiene que ver con lugares sagrados —explicó Marc.
—¿De veras? —el padre Kimber parecía muy interesado, pero a pesar de ello dijo—: Todo eso de las líneas «ley» son tonterías, por supuesto. La gente razonable dice que no son más que los restos de las antiguas rutas del comercio de sal del Neolítico.